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Elogio del adulterio. Enero y febrero de 1915
Manuel y Lucila se pusieron de acuerdo. En vez de participar cada uno en la «temporada» de playas, buscarían el aislamiento en lugares en que sus mensajes privados no despertaran suspicacias. Manuel estaba haciendo su maleta, preparándose para partir a la «casa-hotel» de El Melocotón, en el Cajón del Maipo, cuando llegó la nueva carta de Lucila repleta de acusaciones y actitudes recelosas: «... Le repito lo dicho cien veces: yo no puedo sellar un pacto con un hombre que no me conoce, que, demasiado poeta, se ha lanzado por sendas de ilusión, sin que mis voces de sinceridad le refrenen su vuelo hermoso, pero loco...
Él deberá telefonearle antes de que parta ella a Concepción, como tiene planeado, una ciudad donde no conoce prácticamente a nadie. Ella misma fija la fecha: «El dos, el tres, o el cuatro necesito hablarle. Ni antes ni después». Buscan resolver sus diferencias. En la primera de sus febriles y confidenciales misivas de las siguientes semanas, «L» desnuda sin miedo su alma y (lo que no es de sorprenderse) dice estar cansada: «La enseñanza es mecánica y amarga. Yo que he trabajado desde los 15 años me he fatigado demasiado pronto».
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Pero a ello sigue un ejercicio de adulación poética, cuando responde literalmente a una de las páginas incluidas en ¿Qué es amor? de Magallanes. Él había combinado un verso del Cantar de los Cantares bíblico —«Las muchas aguas no podrán apagar el amor, no lo ahogarán los ríos»— con otro del Libro de los proverbios, para describir favorablemente el adulterio: «Las aguas hurtadas son dulces y el pan comido en oculto es suave». Mistral responde con la siguiente parábola del beber «aguas robadas» de un arroyo vecino: «... me detuve en el camino a beber y mis ojos se enamoraron de la fuente más pura, bordeada de helechos más finos... esta fuente era ajena; pero quería dar su cristal... su clamor: ¡Bébame...! aquella fuente quería ser aliviada de su exceso de frescura, de linfa azul. Manuel, ¿me acusa usted? Yo no lo acusaré nunca... porque este dolor de ser culpable solo puede ahogarse con mucho, mucho amor». Al día siguiente, sin embargo, su ánimo ha cambiado: «Voy orando, orando; mi corazón y mi pensamiento son una llama que clamorea al cielo por trepar hasta Dios».
En lo alto de las montañas, Magallanes se concentraba en recuperar su alicaída salud: «Hago ejercicios de respiración, y largas caminatas», le dice.
Al concluir las vacaciones de verano, ella le señala que se cumplen tres meses de ese intercambio entre ambos, puesto que él, «“el huésped de la aurora” ha estado hospedado en el corazón». Esto conduce a un diálogo imaginario en que ella se vale del motivo clásico latino, practicado por Ovidio y Catulo, entre otros, del «amante al lado de la puerta cerrada» (paraclausithyron) luego del planeado regreso de ella, «tras larga ausencia», a sus habitaciones, cuyas paredes la interrogan: «¿Qué te hicieron? ¿Por qué vienes más triste...?».
Las líneas que siguen derivan a una plegaria: «Señor, yo quería remendar la saya rota de mi pobre vida... Señor, que yo soy de esos pobres soberbios que no reciben sino el pan íntegro, que no admiten poner la boca para recoger las migajas del banquete...».
Entonces vuelve a uno de sus primeros temas: el del amor carente de deseo. No sensual, no febril: «Señor, Tú sabes que no hay en mí pasta de amante entretenida. Tú sabes que el dolor me ha dejado puesta la carne un poco muda al grito sensual, que no place a un hombre tener cerca un cuerpo sereno en que la fiebre no prenda. Para quererlo con llama de espíritu no necesito ni su cuerpo que puede ser de todas, ni sus palabras cálidas que ha dicho a todas...».
Entonces cierra con este momento culminante y algo lunático: «Lo que el Cristo me contesta irá después. Contéstame por certificado bajo mi nombre. Suavemente, en las sienes». Horas después, retoma el asunto disculpándose por su última carta: «Desde algún tiempo yo he salido de la órbita donde se mueven los seres equilibrados. Pero ya el torbellino pasó, Ud. lo ha visto».
Al volver a Los Andes, ella misma reitera las reglas para la correspondencia que le enviará él a esa ciudad: el deseo, y no la anatomía, es el que escribe el libreto, como ha sostenido Paul B. Preciado. Esta formulación nos da a entender la libertad absoluta que el intercambio de cartas propicia para la imaginación.
«Quiero que no discutamos “la manera de querernos”. Si el amor es lo que Ud. me asegura, todo vendrá, todo, según su deseo».
Jugando a «querer poetas»: «L», Manuel y el homoerotismo de los árboles. Marzo de 1915
El gesto de recular se intensificó. Nuevas reglas, instrucciones detalladas en torno al secretismo, citas de la poesía de «M» para él mismo, ganchos y posdatas, todo ello «jugando a “querer poetas”», pese a su vehemente negativa al respecto: «Yo no estoy jugando a “querer poetas”, esto no me sirve de entretención, como un bordado o un verso, esto me está llenando la vida, colmándomela, rebasando el infinito». Entonces (escribiendo como «L») da otra vuelta de tuerca y empieza a escribir de deseos más allá de lo que Magallanes se ha imaginado nunca. «M» gatilla este torrente con un cumplido indirecto, al señalarle que «L» es «la excepción que confirma la regla», diferenciándose de «las demás mujeres que hacen versos en tierras indo-españolas». «Nunca he podido tomarles en serio», escribe el poeta, porque «aún no saben expresar sus emociones».
«L» responde con la carta más sexualmente explícita de todas sus misivas sobrevivientes. Una fantasía homoerótica masturbatoria sin presencia humana, por ende, libre del género. Dentro de un modelo epistolar muy educado, desde el saludo y el inicio escrupulosamente correctos: en primer lugar, «L» le agradece a Magallanes por su reciente «cumplido». Luego se ciñe a la convención epistolar de indicar al lector dónde está exactamente el que escribe: «Te escribo desde la orilla del río, en un bosque de acacias jóvenes...». Las cartas suelen hacer esto para asumir la lejanía y convocar la presencia del lector. Enseguida manifiesta su preocupación por el bienestar de ambos. Tras asumir el reciente deterioro en la salud de «M», acota que su propia salud es también deplorable, momento en que nos lleva a todos sus lectores al bosque imaginario en que se sienta a leer la carta de él bajo la luz jaspeada que se filtra por entre las hojas de las acacias, «que es casi luz de luna la que me cae en la cara».
Entonces elogia la carta reciente de «M», con «todas estas palabras ardientes», pero le sugiere que está equivocado. Que ella no es más que una pantalla, no el verdadero recipiente de sus palabras: «Se las dices tú a otra, a alguna amiga mía que es bella. Yo debo entregar esas cartas solamente. Y como en muchos casos de amigas “protectoras”, pasa que yo me he enamorado de ti a fuerza de leer tanta frase seductora, tanta sugestión ardorosa».
Pero, al mostrarse de acuerdo en que es una pantalla (o intermediaria) para esa «otra, alguna amiga que es bella», que sería la auténtica receptora de todo ello, «L» postula que la lectura de «tanta frase seductora, tanta sugestión ardorosa» la ha conducido a ella misma a amarlo (aunque él no la ame). Lo que más bien sucede es que él desea lo que su propia imaginación ha creado: «... tú te has hecho de mí una imagen embellecida, tú le has dado cuanto deseas que tenga y es a esa, a esa que no soy yo a quien escribes y dices querer, o quieres. Yo con esa no tengo nada que hacer, de común sino el nombre. Tú no puedes, Manuel, quererme a mí».
¿Y qué es lo que anda mal orientado en el deseo de «M»? Por una parte, «L» le dice que se imagine él mismo en La Serena: «Hazte esta imagen: una señorona apacible, que se balancea al andar, que usa calzado grande, que no se pone corsé, que anda con ropas anchas, que se echa el pelo atrás, sencillamente, que hace clases como pudiera hacer sermones...».
Sin pies diminutos ni pasitos remilgados. Sin vestidos vaporosos ni la figura como de un reloj de arena, sin trenzas ingeniosamente entretejidas y cimbreantes. No en un murmullo, sino más bien como una prédica, «L» desinfla el deseo con esta imagen de que «no tiene nada, nada, de ese no sé qué que despierta en los hombres el deseo de ser amadas amados por una mujer...». El eros, como «Manuel» lo entiende, es aquí irrelevante: «La feminidad de que tú me has hablado tiene en mí este sello: una mujer, sí, no un marimacho, pero una monja, una abadesa gorda y pacífica». Para anotarse el punto a su favor, menciona a dos connotados bohemios que la han conocido en persona y podrán atestiguar acerca de la fundamental rareza de su persona.
El primer personaje o referencia, Víctor Domingo Silva, «dice que tengo cara de pensadora rusa. ¿Verdad que no tiene nada de atrayente el retrato ese? Lo que escribo (cartas, versos) dan una idea errada de mí».
La segunda referencia: «Nin Frías por mis garabatos nerviosos y locos me creía un ser apasionado y quizás muy mujer... Su asombro fue muy grande cuando me trató...».
Mistral desafía ambas premisas: rechaza que la imaginen y la traten como «un ser apasionado» y peor todavía, como «quizás muy mujer». Al rechazar esas premisas, desafía las nociones del género binario. En este punto, con Magallanes, como con Eduardo Barrios y Alone (sus dos siguientes amigos epistolares más cercanos durante ese y el próximo año), Mistral alude repetidamente a la gran sorpresa y reconocimiento que alboreó cuando Alberto Nin Frías la conoció, después de que se hubieran escrito un tiempo. De este modo, el nombre «Nin Frías» opera como una señal oculta o una contraseña de Mistral para entrar en grupos de artistas y escritores que, sin ella, serían solo de varones.
Tras burlarse de «M» por mostrarse «tan hambriento de esta carne ingrata», «L» lo premia a él, y nos premia a todos, volviendo al bosque donde escribe: «Oye: estoy acostada contra un tronco. Siempre me ha gustado besar los troncos en sus heridas llenas de goma pálida». Ese árbol es el sucedáneo de la rizada y negra barba de Magallanes, una «apariencia» por la que es bien conocido: «Este tronco tiene abajo una envoltura negra y espesa de hilachas que no sé a qué enredadera pertenezcan». Al besar ese tronco, la escritora se aproxima al clímax (del relato), indicando cómo la savia se acelera y derrama cuando se la acaricia, si él es paciente: «Yo acabo de besar el tronco de su herida repleta de goma; pero no es al árbol al que beso, como otras veces, es a ti, amado, a ti. Esta es tu boca. Está tibia, porque un rayo de sol le cae encima. Toda esta enredadera muerta finge una barba negra que roza acariciando... ¿Serás paciente como el árbol para dejarme exprimirte la goma pálida de tu dulzura, así, así, con este ímpetu tan raro en mí?».
En el manuscrito original, las palabras con que cierra —«...dime si no soy tuyo, tuya, tuya...»— alternan una «o» cerrada con una «a» abierta, hasta que la maestra de hierro hace a un lado las normas pensando en su próximo encuentro (imaginario): «No, amado Manuel, en un hotel, no, son sitios prostituidos por todos los hombres viciosos y las mujeres livianas. Yo no quiero besarte ni tenerte en mis brazos en lugar así. Te quiero bajo los cielos abiertos, entre los árboles... nos veremos en cualquier parte menos en un hotel. Y tú, según tu promesa, serías bueno, serás obediente...».
El simbolismo del árbol viril y a la vez bisexual, que Mistral recoge del raro libro de jugadas de Nin Frías, se prolonga en las cartas siguientes:
M: «Quiero, como el árbol, recibirlo todo sin una contracción, sin un grito: caricias y heridas». «Sin una contracción», esto es, «sin la contracción del orgasmo».
L: «Cuando hablo del amor nada oculto, eso que llaman delicadeza las mujeres a este respecto, suele ser hipocresía».
M: «Quisiera ser aquel árbol sereno que nada pide, tal vez porque lo tiene todo».
L: «Fui al Laberinto (allá donde beso los troncos) a escribirte unas cuantas horas... En las hojitas tibias de sol, y luego, en la goma rosada de los labios».
Pese a esta escena boscosa que acelera las pulsaciones, la dominatrix sigue siendo el rol de base de «L»: «... te he amarrado las manos, por perversas; te vigilo la boca, por perversa también. Te digo que te quedes quieto y te hablo largo...».
«M» aporta una metáfora predilecta suya que «L» adopta y hace propia, la de sus cuerpos como lentas nubes; sin la atadura de sus órganos respectivos, flotan «de formas armoniosas, por el cielo azul... Desde sus hermosas palabras... mi alma se va con ella». Y concluye: «¿Me perdona?», sin especificar el agravio.