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1. El menú navideño de la Ciudad de México
De niña llegué a comer en Navidad cuando una amiga de la familia pasaba fiestas con nosotros, en Acapulco, y ella llevaba el pavo que su empresa le había dado. Mi mamá y ella pasaban el día entero inyectándolo con jugo de naranja, hierbas y cerveza. El resultado siempre era el mismo: una carne simplona pero abundante.
Me mudé a la Ciudad de México hace una vida entera. Siempre huyo en las navidades. Y es que detesto el menú: pavo simplón, romeritos, pierna adobada, la ensalada de manzana con pasas que debería tirarse en el inodoro. Y cada año igual: o pierna o pavo o romeritos. Una vez, de regreso de una cena de año nuevo con la familia de una amiga pasé el primer día del año en un restaurante chino, estábamos los dueños, otra alma perdida y yo, yo feliz de poder comer otra cosa, cualquier otra cosa. Porque toda la ciudad se aboca exactamente al mismo menú, tan monótono, en cada restaurante lo mismo, cocinado de la misma manera. El país de la comida más diversa, la más sobrevendida, el mito del maíz, la tierra madre, los hongos ancestrales, etcétera, en Navidad sólo cocinan tres cosas y las tres son muy malas.
2. Los viajes
Un vuelo de aproximadamente 2 horas y media, hacer escala dos horas en un aeropuerto, recoger maleta, atravesar migración, y otro vuelo más de 9 horas y media. Y pum, estamos en otro clima, otro idioma, y los pies están tan hinchados que parecen globos. Comimos sentados, dormimos sentados intentando acomodarnos lo mejor posible con las pertenencias personales al lado de los pies.
Un escritor inglés del siglo XVIII decía, sobre los viajes en tren, que hacían que todo sucediera muy rápido: uno llegaba en horas a otra ciudad/país y el cuerpo no terminaba de aclimatarse. Y es verdad. Los viajes largos daban tiempo a irse amoldando al lugar de llegada.
Odio viajar. Es incómodo, estresante. Vale la pena, seguro. Pero no muero por pasarla viajando. Los escritores aman viajar. Ir a ferias de libros, sonreír, tomarse fotos con sus lectores. Yo no. Es la ventaja de no ser famosa. Me encanta ser escritora de quinta en el tercer mundo.
3. Vacaciones en la playa
Una de las plagas más devastadoras de la humanidad es el turismo. El hombre viaja por placer desde hace poco. Es decir, fuera de los desplazamientos por guerra, búsqueda de alimento, exploración colonial. A las langostas bíblicas y demás castigos divinos debemos sumar las hordas de turistas con bloqueador solar, bermudas, buscando atentos a su guía en algún museo italiano en el verano.
Bien decía Capote en Plegarias atendidas, esperar a que se vaya el último visitante de Iowa en Italia después del verano, para reconocer a los verdaderos habitantes de esas villas que comienzan a salir. Los antiguos condes, baronesas… con el invierno emergen las ciudades reales.
En México el promedio de gente que va de vacaciones a la playa es de más de 34 millones al año. Yo nací y crecí en una playa. La más popular de mi país. Y… bueno, me da igual ir a una playa o no. He estado en algunas. Si bien los océanos no son iguales, las playas turísticas suelen serlo (arena blanca, amarilla, morena; sombrillas, aguas tranquilas, vendedores ambulantes o no). Una golondrina hace el verano. De chica escuchaba decir (y leía mucho al respecto en novelas gordas) de la gente que nace en los puertos y vive extrañando el mar. Y no, no es tan así. Es más el romanticismo que otra cosa.
Deben haber sido las agencias de viajes, la hotelería, que invocaron ese sueño clasemediero de playa/alberca/todo incluido. Lo que sí hay es: temporada alta con vuelos caros y ofertas que no siempre lo son. Calor insoportable y los distintos mundos que se cruzan entre sí: el del viajero que no se entera de nada (y por qué querría hacerlo, no sale de su área de césped cuidado, albercas, bar, y paseos controlados: safaris cuidados y diseñados para su disfrute) y de los empleados de las cadenas de hoteles que salen a altas horas de la noche y no hallan transporte para llegar a sus casas, ubicadas en la periferia, con pésimos servicios públicos. En todos lugares paradisíacos el empleado vive un infierno de horario, uniforme impecable y sonrisa de servicio. Pero, ellos mismos dirán, es bueno tener empleo. Siempre podría ser peor.
4. La gente feliz
La exaltación de la felicidad como el único objetivo humano existe en paralelo a los índices de menor inteligencia colectiva. No hay sociedad feliz (Huxley) sin que pague un precio por ello y eso suele ser la libertad. Cualquier felicidad se entiende en lo colectivo pero opera en lo individual. Sin derecho a la disidencia, todo proyecto de hacernos felices es tan doctrinario como creer en un bien mayor, el bien de todos digamos, y que cualquier persona que se considere infeliz es un ser que atenta contra las formas imperantes.
De eso habla Hans Ulrich Gumbrecht en Contra las buenas intenciones cuando él se muda de Europa a la soleada California y todos lo detenían día con día para preguntarle si estaba bien. En ese estar bien estaba implícito el de “¿Es usted feliz?”.
El ser feliz se volvió la premisa de las nuevas generaciones. Sectas para ser feliz. El mindfullness es un negocio lucrativo: no dejar a nadie sin la posibilidad de ese bienestar. De sentirse parte, de lograr el nirvana físico y emocional. Hacer yoga, desayunar jugo verde, cuidar la energía, cuidar las relaciones, sanar el linaje materno, etcétera, etcétera. Ganar poco pero ser feliz, renunciar al empleo pero ser feliz, tener cáncer pero ser feliz. Y así…
5. La familia mexicana
Aquí los culpables de tan hermoso y católico sueño son dos: el cine de oro mexicano (que derivó en las telenovelas como sus hijas sobredramáticas) y la iglesia católica: la gente debe vivir en familia. No existe ni debe ser aprobado otro modelo social. El Estado posrevolucionario alimenta el modelito-modelote y todos felices.
Lo que los mexicanos aman más es la colectividad. Entre más, mejor. Y viven todos en comunas improvisadas al ritmo de su reproducción, el hijo adolescente embaraza a la novia y se van con los padres. Hacen un segundo, tercer piso-hijo en su terrenito y así hasta el infinito. Colmena apurada. Los domingos, la gran familia mexicana sale a almorzar o comer fuera, ocupan mesa para diez personas o más.
Pobres los solos sin hijos, y peor aún, las solas sin hijos.
Una mujer sola es una afrenta, una provocación. Una mujer sola y mayor ni hablar. A menos que se cumpla con el requisito de la viudez, la prueba médica de la esterilidad, y entonces en lugar de oprobio esas mujeres pueden causar pena, que es algo casi hermoso: una causa hermosa. La pena es la hermana doliente de la empatía.
6. La longevidad y el terror a la vejez
El tiempo pasa, normal. Las fotos son el archivo oculto. El paso de diez años no se ven pero el de quince es un tráiler de cemento. Un edificio entero. Y bum, tienes 40, 45. Etcétera. Y nada es igual. El tiempo nos atropella. Natural. Trágico. Efectivo.
Y todos tienen terror a eso. Que se les note el tiempo en la cara y el cuerpo. La industria cosmética y quirúrgica saca provecho. La gente vive, gracias a la medicina, por mucho más tiempo. Y por alguna razón eso alarga a su vez la idea de inmortalidad. Pero esa inmortalidad no es aceptada en el envoltorio natural de las arrugas, enfermedades y sobrepeso, la gente quiere vivir mucho, sí, pero que esa vida sea longeva y lozana. Un sueño doriangreynesco.
7. La vida en pareja
Eso debe tener nombre, seguro. Parejismo, algo así. El parejismo es la insistencia, vinculada a los requisitos de la felicidad máxima, de estar en pareja.
He estado en cenas donde todos parecen sacados de alguna arca de Noé: en pares. Si en ese momento hicieran equipos alguien saldría sobrando y sería yo. Eterna soltera.
En inglés existe el término spinster, solterona. No hay término para soltero-solterón. Eso ya dice mucho el efecto Jean Austen, ella sabía las consecuencias de la vida en una sola unidad. Solterona, la construcción de una vida propia, de Kate Bolick, es un libro que adquirí pensando que me daría luz sobre el tema. Luz histórica. Pero no, por desgracia es una suma de lugares comunes. Y es más bien plano. Tanto que podríamos decir de esas mujeres que decidieron no estar con nadie por las razones que sean. Una persona sola paga impuestos más elevados: el castigo social, y eso que no siempre viven en la provincia oscura donde el aislamiento es más evidente.
8. Hágalo usted mismo
Que Ikea triunfe en el modelo europeo está bien. En estados Unidos es comprensible. Pero en México es inaudito. Acá se paga propina de todo. La propina es el subempleo: los limpiavidrios de los semáforos, los cerillos, los que agarran el taxi en la calle para uno, los que cargan en el mercado, los botones. En Acapulco había unos que se atrevían a pedir dinero sólo por abrir la puerta en el Oxxo. Una indigencia disfrazada de servicio. Pero que los muebles se vendan más baratos porque llegan como piezas de legos y que uno los arme es el reto.
Prefiero pagar el precio “real” y que las cosas ya estén ensambladas a estar días enteros con mapas de partes y tornillos. No encuentro la satisfacción (que dicen implica el efecto de venta) de ver algo hecho por uno mismo. Llevo años sentada en una silla que me ayudaron a ensamblar dos amigas y aún así quedó chueca.
9. La fama
Detesto el mundo de los influencers. Pero en el medio literario, me sorprende hallar gente que se proponga ser famosa. Trabajan más en eso que lo que se hacía antes: ir a talleres o la universidad, aprender una carrera, escribir, buscar publicar, comenzar de cero. Pero ahora todos quieren ahorrarse el proceso: quieren la fama. Los seguidores, miles de ellos.
No son los mercaderes del templo, esos que venden las reliquias del sacrificado. Me impresiona más bien el ninguneo al oficio, el querer llegar directo al merengue.
La fama es meterse al maratón, hacer trampa y aparecer kilómetros después como si hubieran hecho el recorrido completo. ¿Ganaron? Sí. Qué bien. No hay sorpresa alguna.
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