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La Biblioteca María Zambrano de la Universidad Complutense de Madrid es un espacio generoso. La luz del otoño incipiente, a veces melancólica como un amor posible o imposible o como una despedida, quiere volvernos gratas la estancia y la lectura.
Uno de los volúmenes de la Biblioteca es Días de exilio. Correspondencia entre María Zambrano y Alfonso Reyes. 1939-1959, de 2006, El Colegio de México / Taurus, compilación, estudio preliminar y notas de Alberto Enríquez Perea, valiosísimo especialista en Reyes.
Podría entretenerme en cualquier página. Elijo una carta abierta de María, la española de México y del mundo, a Alfonso, el mexicano de España y del mundo. El texto estaba destinado a publicarse en El Papel Literario, de Caracas, capital de una Venezuela cuyo presidente de la República había sido durante meses de 1948 otro escritor, Rómulo Gallegos.
Mariano Picón Salas dirigía El Papel Literario, y esas publicaciones permitían la subsistencia de una María Zambrano entonces (1954) vecina de Roma, después de años de exilio en México.
He escrito “del mundo” no solamente como un elogio más o menos rutinario: la carta abierta habla de Goethe, a quien Reyes admiraba y a quien Zambrano aún no asimilaba.
La carta es un paradigma de esfuerzo por comprender la condición humana y la condición “olímpica”, por no decir “divina”, de un poeta, novelista, dramaturgo y teórico de los colores cuyo Fausto nunca convenció a Jorge Luis Borges (entre los poetas alemanes, el argentino prefería al terso y dulce, juguetón, Heinrich Heine).
María Zambrano le reprocha a Goethe haber sido insensible cuando con mucha timidez se le acercó un joven que lo admiraba y que sufrió hasta el delirio cuando el autor ya consagrado lo desdeñó. La escena es conocida: Goethe apenas repara en el muchacho –Friedrich Hölderlin– que le arrima unos poemas tan helénicos, tan griegos, tan olímpicos como el famosísimo autor del Werther.
La filósofa ve en la escena el encuentro fallido entre el joven llamado al sacrificio y el adulto que parece no haber nunca “pagado la prenda” de su grandeza (en la infancia jugamos a “pagar la prenda” si queremos seguir adelante).
Ella conjetura que, en todo caso, la “prenda” podría haber sido un pacto fáustico del mismísimo Goethe para mantenerse intacto en medio de tantas convulsiones europeas, como la Revolución gala y las guerras napoleónicas (Bonaparte, que leyó siete veces el Werther, invadió aun así el país de Goethe –Thomas Mann nos recuerda esto en la deliciosa Carlota en Weimar: los pequeños ducados y principados alemanes estaban en peligro de extinción ante la vorágine francesa; tampoco a Goethe la vida le fue fácil).
Comento todo esto porque tanto la española como el mexicano se ganaron con sangre y lágrimas el derecho a ser universales, siendo por lo pronto internacionales.
Hacia 1914 él corrió a Europa –a España– a fin de salvarse de la dictadura del golpista de ultraderecha Victoriano Huerta. Apenas poco más de veinte después ella corrió a América –a México– a fin de salvarse de la dictadura del golpista de ultraderecha Francisco Franco.
En su “Carta sobre el exilio”, ella escribió por aquel entonces (Alberto Enríquez Perea emplea esta cavilación como epígrafe del libro): “Tal nos parece, por instantes, que hayamos sido lanzados de España para que seamos su conciencia: para que derramados por el mundo hayamos de ir respondiendo de ella, por ella. Y fuera de su realidad seamos simplemente españoles. Españoles sin España. Ánimas del Purgatorio.”
Reyes y Zambrano. Zambrano y Reyes. He aquí un ejemplo de la riquísima relación entre España y México. ¡Cuántas personas nacidas en España han encontrado nacionalidad y destino en México! ¡Y viceversa!
Me siento con derecho a hablar de este tema porque entre todas las opciones que se me abrieron a los 18 años, decidí estudiar letras hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Mis padres se decepcionaron. Esperaban más. ¿Cómo explicarles en plena crisis económica y política de 1976 que le dedicaría mi vida a una tarea tan poco práctica y productiva como escuchar a Margarita Palacios leernos y explicarnos el Quijote, a Gonzalo Celorio compartirnos la historia de la cultura en España y América y recitar los sonetos de Francisco de Quevedo y dejarnos de tarea el monumental Erasmo y España, a Antonio Alatorre glosarnos estrofa tras estrofa las Soledades de Luis de Góngora y el Primero sueñode Sor Juana?
“Ánimas del Purgatorio”, nos dice María Zambrano. México salvó del muy terrenal Purgatorio del exilio a una generación entera y a sus descendientes. Las ánimas recuperaron carne y hueso en universidades como la Nacional y la Nicolaíta o en calles de los centros históricos mediante pequeños negocios que fueron prosperando.
Y, a todo esto, ¿los países son entes naturales, esenciales, inmemoriales? No. Son construcciones políticas, culturales, incluso lingüísticas, pragmáticas, diplomáticas más o menos eventuales y a veces aleatorias en sus fronteras y son a la larga –en el mejor de los casos– históricas.
Muchas de las violencias de hoy –causantes de crímenes de lesa humanidad– y muchas de las polarizaciones que amenazan a nuestras de por sí precarias democracias son fruto de la confusión entre esencia y coyuntura al preguntarnos por la realidad de nuestros países; son fruto de una suerte de miedo existencial a que perdamos una esencia –la “madre Rusia”, por ejemplo, o el destino manifiesto de tanto país– que de hecho no existe como tal, más allá de nuestras fantasías sentimentales y, por supuesto, de crecientes intereses económicos, por ejemplo –citemos algunos– los militares.
(Esta reflexión tiene al menos el propósito de “desautomatizar” por un momento el nacionalismo y un patriotismo elemental, como lo hace en muy pocas líneas “Alta traición”, de José Emilio Pacheco. Por lo demás, hay naciones a las que no se las deja tener país, como la nación del pueblo kurdo tras la Primera Guerra Mundial.)
Ernest Hemingway decía una frase que le gustaba a Humphrey Bogart: el mar es el último espacio libre en el mundo. ¿Por qué no suponer por un momento que nacimos en el mar, más allá de todas las banderas y todas las ideologías? Nos ahorraríamos muchas guerras por abstractos miedos existenciales y por concretos intereses geopolíticos y, sobre todo, económicos.
Ser “del mundo”, ser universales implicaba para figuras como María Zambrano y Alfonso Reyes, como Jorge Luis Borges y Rómulo Gallegos, abrevar de todo el conocimiento para buscar esas “cinco o seis metáforas de nuestro tiempo” de las que habló el autor de El Aleph.
¿Qué diría María Zambrano al descubrir su nombre en una biblioteca? ¿Qué diría Almudena Grandes al divisar el suyo en la célebre estación madrileña de Atocha? ¿Qué diría Alfonso Reyes al verse como denominación de un premio, de una cátedra, de una avenida en la colonia Condesa de la Ciudad de México?
Más que responderme estas preguntas, sus inteligencias se dedicarían a inquirir sobre temas como los muchísimos muros y puentes (los Walls and Bridges de John Lennon, álbum que este viernes 4 de octubre cumplió medio siglo) entre las culturas, entre los países, entre las personas.