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Ha concluido mayo y, con él, la vigésimo séptima edición de un festival que ha logrado posicionarse como el mejor que, al momento, tenemos en nuestro país: el Festival Cultural de Mayo en Jalisco. Un festival cuya evolución me recuerda la fábula de la liebre y la tortuga, pues con la tenacidad y el profesionalismo de un reducidísimo equipo y la afortunada persistencia de su fundador y director general, Sergio Alejandro Matos, ha superado en el tiempo a festivales que iniciaron con mayor empuje y prestigio, y de los cuales hoy apenas y nos queda el recuerdo, como el Festival del Centro Histórico de la Ciudad de México o el Internacional de Tamaulipas, y, en cuanto a la calidad de su programación, a otros que han ido desdibujándose hasta convertirse en lastimeras kermeses provincianas, como el Festival Alfonso Ortiz Tirado o, todavía más venido a menos considerando lo que llegó a ser, el Cervantino.
Tras asistir a su inauguración regresé a la Ciudad de México, donde disfruté los que, a mi parecer, han sido los mejores conciertos que ha ofrecido la OFUNAM en mucho tiempo: los programas 4 y 5 de su segunda temporada 2024, en los que contaron con la participación del Maestro Srba Dinić como director huésped. ¡Cuán decisivo es el trabajo de un buen director para cambiar el desempeño de una orquesta! Los resultados que atestigüé el domingo 12, fueron casi milagrosos. Con oficio y la motivación adecuada, Dinić logró que la orquesta insignia de nuestra universidad volviera a sonar como en sus mejores tiempos. Conformaron la primera parte la poco escuchada obertura de La isla deshabitada, de Haydn, y la Sinfonía Inconclusa, de Schubert, cuya diáfana lectura, plena de sutilezas y contrastantes matices, me hizo evocar la versión referencial de Kleiber. El plato fuerte fue el suntuoso Rendering sobre temas de Schubert, de Berio. Nada más por esta obra, valió la pena la desmañanada dominical.
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La semana siguiente tuve que conformarme con la grabación colgada en el canal de TV UNAM que, si bien no es ideal acústicamente, me permitió conocer Távara, una obra concertante de Hebert Vázquez para tres diferentes flautas y orquesta. A decir de la comentarista, es una “danza cósmica para Shiva”. De ahí las exóticas sonoridades (“esotéricas”, les llamaría Dinić) que, fusionadas con ánimos –digamos que- más guapachosos y “abeatlesados” hacia el final de la obra, le granjearon los aplausos de la concurrencia a la solista, Lenka Smolcakova; aunque, para espíritus menos innovadores como el mío, lo mejor vendría después, con la Sexta Sinfonía de Beethoven, que Dinić moldeó con precisión y apego estilístico durante la segunda parte.
¿Por qué considero que dicha interpretación es de lo mejor que les he escuchado recientemente? Porque, si bien en los últimos meses la OFUNAM ha programado las siempre taquilleras sinfonías de este autor, los resultados no han estado siempre a la altura. En un principio, lo atribuí a que a quien se le encomendó el mayor número de ellas, el Maestro Sylvain Gasançon, titular de esta orquesta, carecía de empatía con el lenguaje beethoveniano. Más que objetarle un sutil afrancesamiento –algo que, quisquillosamente, podría aducirse en las versiones de Cluytens, Maazel o Dutoit-, el problema es que le han sonado desguanzadas o, peor aún, descuidadas, como ocurrió con su Eroica, de la cual luego supimos que fue porque, por dedicar más tiempo en los ensayos a la obrita de encargo que la precedió –y que, ésa sí, era para salir corriendo-, no profundizó en esta obra que, por muy “de repertorio” que sea, ¡vaya que tiene sus bemoles!
Sin ser una sinfonía que irradie la energía desbordante que emana de la Tercera, la Quinta o la Séptima, Dinić logró que la lírica y refinada Pastoral“sonara” realmente a Beethoven… y tuvo un logro más, que no es menor: las cuerdas compartieran arcadas, los alientos no desafinaron, y el ensamble recuperó un poco del volumen sonoro que ha ido perdiendo.
Tras inaugurarse en concordancia con el día del bicentenario del estreno mundial de su Novena Sinfonía, Beethoven se mantuvo como figura central de esta emisión del Festival de Mayo. Se hizo presente en el lienzo de gran formato de Enrique Oroz que presidió el lobby del Teatro Degollado durante el festival, en el programa del multipremiado Attacca Quartet y en los ocho recitales que ofreció Llŷr Williams, abordando sus 32 Sonatas para piano que, ¡bendita tecnología! tuve el gusto de comentar para el público a través de una proyección.
Muy a mi pesar, físicamente sólo pude estar presente el jueves 23 en el último recital, durante el cual Williams tocó las tres últimas Sonatas –precisión hecha en virtud de que no todas fueron interpretadas en riguroso orden numérico- y me fue muy grato corroborar que es de esos intérpretes, cada vez más raros, que sobreviven la prueba de tocar en vivo. Ya ve Usted que, ahora, hasta tenemos influencers que hacen como que tocan y, gracias al heroico trabajo de edición que realizan los ingenieros de audio con tanta o más eficiencia que los filtros de Instagram, ¡hasta graban discos!
Poseedor de un vasto arsenal de recursos técnicos e interpretativos, Williams se sumó a la tendencia de tocar leyendo la música, eso sí, “a la antigüita”, en su muy trabajada partitura que colocó sobre el atril del piano, llamándome la atención la inteligencia con que, en la Sonata Op. 111, redistribuyó el intrincado pasaje de trinos múltiples que va de los compases 106 a 117 de la Arietta.
El viernes 24 tuvo lugar el concierto de clausura. A cargo de la Filarmónica de Jalisco y Johannes Wilder, también estuvo íntegramente dedicado a Beethoven. Inició con su Concierto para violín, que Geneva Lewis ofreció en una versión sumamente lírica; al igual que Williams, también tocó con la música ante sí, pero, más acorde con su generación, optó por leerla de una tableta. Dueña de un fraseo exquisito y unos pianísimos que nos robaban el aliento, lamento decir que, estilísticamente, no me convenció. Sonó precioso, pero aquello podía pasar por Bruch, por Mendelssohn… vamos, hasta por Brahms, pero no por Beethoven.
Felizmente, la velada concluyó con una arrebatada versión de la Séptima Sinfonía, durante la cual Wilder le sacó chispas a la orquesta, algo que habría sido impensable de no contar con una plantilla de atrilistas tan sólida como la que logró conformar Marco Parisotto, a quien, espero, Lemus le salde finalmente los honorarios que, me apena repetir –y más, por contar con todos los fallos a su favor- sigue sin pagarle Alfaro, y eso, ni se vale, ni es de caballeros.