Villancicos

Perdido en los pasillos intrincados del hospital donde ha sido internado de urgencia, el sobreviviente del accidente de automóvil ocurrido en una carretera revestida por una costra de hielo en la mañana del veinticuatro de diciembre lucha por no sucumbir al vértigo que lo domina desde que una hora atrás recobró la conciencia en una cama desconocida rodeado de aparatos que titilaban en la penumbra con un brillo que hacía pensar en las luces navideñas con que él mismo había adornado la fachada de su casa tres semanas antes. Desorientado y medio desnudo, con la cabeza palpitándole como un segundo corazón y la piel doblemente hinchada en los sitios de donde se ha arrancado tubos y catéteres sin importarle el dolor y sin que nadie se lo haya impedido, avanza a trompicones bajo el resplandor de lámparas fluorescentes que parpadean con nerviosismo epiléptico realzando la ausencia de personas en estaciones de enfermeras donde capta melodías provenientes al parecer de radios encendidos a bajo volumen, en habitaciones a las que se asoma en busca de algo que no encuentra entre las sombras inmóviles, en ascensores que aborda como si hubieran sido diseñados para él solo y que lo llevan a desembocar en nuevos corredores vacíos donde a intervalos regulares fulguran árboles artificiales de de tamaño reducido que remiten a misteriosas celebraciones de duendes. Sin saber bien a bien cómo lo hace logra llegar por fin al sótano del hospital, por el que camina penosamente hasta dar con una doble puerta metálica que abre sin mayor preámbulo. En las únicas planchas que se hallan en la morgue desierta yacen los cadáveres de su familia: su esposa y sus dos hijas de cinco y siete años. A medida que se acerca a ellas escucha o al menos cree escuchar la letra de un villancico cantado por hombres y mujeres en un punto impreciso del edificio, y sin darse cuenta se va sumando al canto con voz temblorosa mientras sus dedos heridos apartan la sábana que cubre al más pequeño y roto de los tres cuerpos. “Yo quisiera poner a tu pies / Algún presente que te agrade, Señor / Mas Tú ya sabes que soy pobre también / Y no poseo más que un viejo tambor / Ropoponpon, ropoponpon.”

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Fatigado de atender la voz de su conciencia que lo marea dándole indicaciones y contraindicaciones, de buscar en el radio una estación que transmita algo más que ráfagas de música arremolinadas en la borrasca de estática, de conducir con precaución aunque con la presión de llegar a tiempo para la cena familiar de Nochebuena, se ve obligado a admitir que está perdido. En algún momento que no puede ubicar con precisión aunque debió producirse apenas dos o quizá tres horas atrás se desvió hacia la carretera desconocida por la que ahora avanza laboriosamente, hipnotizado por la cortina de nieve que intentan perforar los faros delanteros de su automóvil y que ha ido ganando densidad hasta convertirse en una tormenta en forma que borra los contornos del mundo para integrar un solo muro de blancura manchado ya por la leche negra del anochecer. En el asiento trasero viajan, envueltos en papeles de colores que destellan tenuemente, los juguetes comprados para sus dos hijas que este año han escrito sus peticiones de obsequios con renuencia, aguijoneadas por la decepción que las domina desde que un primo mayor les dijo que toda la Navidad es un engaño orquestado por los padres para mantener vivo un espíritu jubiloso que a fin de cuentas resulta inútil. ¿Por qué no es posible conservar la inocencia al menos hasta concluir la infancia?, se pregunta, y a manera de respuesta advierte simultáneamente dos cosas: la aguja de la gasolina le avisa que el tanque ya sólo tiene la reserva, lo cual implica la perspectiva de quedarse varado en medio de la nada si no encuentra cómo regresar a la ruta trazada originalmente en el teléfono celular que carece de señal desde hace más de una hora, y en la lejanía despunta un fulgor sanguíneo que poco a poco se concreta en el anuncio de una estación de servicio cuyo aspecto desvencijado contrasta con la vitalidad de neón que irradia entre las sombras cada vez más compactas. Ante el cubo de concreto adosado a la estación se halla un viejo automóvil pintado de un rojo deslumbrante en el que se recarga un anciano de barba blanca que fuma con una paz que se vuelve más evidente y más extraña a medida que él se le acerca al cabo de bajar del carro, abotonarse bien la cazadora y colocarse el gorro y los guantes para defenderse de los latigazos del frío. Buenas, dice con una voz que el viento le arrebata en cuanto sale de sus labios. Buenas, replica el anciano, mesándose la barba que parecería hecha enteramente de nieve si no fuera por el tono arenoso con que el tabaco de varias décadas ha teñido el área alrededor de la boca. ¿Usted se encarga de este lugar?, pregunta él, pensando de nuevo que sus palabras no alcanzarán a quien han sido dirigidas. No, contesta el anciano, sólo estoy de paso, aquí no hay nadie que se encargue de nada desde hace tiempo. Pero esto también sucede en el resto del mundo, ¿no?, así que no tendría que asombrarnos. Me detuve porque el vicio es fuerte y uno es débil, añade dando una calada profunda al último tramo de cigarro antes de aplastar la colilla con la punta de una bota negra, y detesto que mis paquetes huelan a humo aunque sea de leña. ¿Sabe si hay otra estación por aquí?, dice él tratando de disimular la angustia que le sube como espuma hacia la garganta, y efectúa un cálculo veloz en cuanto el anciano le proporciona la distancia solicitada. No llegaré, dice en voz alta pese a que la frase es más bien para sí mismo, la gasolina no será suficiente. Yo le daría un aventón, dice el anciano, pero como puede ver ya no hay espacio. Por primera vez él mira con verdadera atención el coche rojo, cuyos asientos trasero y de copiloto están llenos hasta el tope de cajas de distintos tamaños, y sus ojos se demoran en la pequeña cabeza cromada que ostenta una curiosa cornamenta al frente del cofre delantero como para guiar el vehículo a través del inmenso vacío invernal. No llegaré, repite él con una especie de desesperada resignación, no estaré para cenar ni para entregar los regalos. Eso ocurre por no confiar en lo que no se ve, dice el anciano con aire críptico, eso ocurre por querer hacer el trabajo que corresponde a otros desde siempre. Lamento dejarlo así, agrega, pero me espera una noche atareada con tanta entrega pendiente. ¿Sabe si al menos aquí hay baño?, dice él, sintiendo una súbita punzada en la vejiga. Allá dentro, dice el anciano señalando con el pulgar el cubo de concreto a su espalda, pero no se lo recomiendo mucho, tiene años abandonado. Con un vago gesto de despedida, él va hacia la puerta de lo que antiguamente fungía como un típico expendio de carretera y antes de empujarla escucha la voz del anciano, nítida como cristal entre el fragor de la tormenta: Recuerde que conviene confiar en lo que no se ve, que tenga buena suerte. Mientras orina no sin temor en el cuartucho tachonado de pintas obscenas por donde se escurren alimañas más veloces que la vista, él capta con claridad el ruido de un motor potente que arranca y comienza a alejarse, arrastrando consigo la luminosidad que emanaba de la estación desierta hasta devolverla a su penumbra habitual. Al dejar el expendio en ruinas descubre que la nieve ha disminuido su ímpetu de manera considerable, mejorando la visibilidad de tal modo que él distingue o cree distinguir los faros del automóvil del anciano danzando como fuegos fatuos en el horizonte en tanto se dirige a su coche para toparse con el bidón de gasolina que ocupa el sitio de los obsequios de sus hijas en el asiento trasero y que luego de unos segundos de confusión y rabia le curva los labios en una sonrisa de enigmática comprensión. De pie junto al carro alza el rostro hacia el cielo del que se continúan desprendiendo los jeroglíficos del invierno y abre la boca para atrapar uno de ellos con la lengua, a sabiendas de que la siguiente estación de servicio estará en funcionamiento y allí podrá pedir orientación y llamar a su mujer desde un teléfono público para decirle que ha tenido un contratiempo, que se ha extraviado por querer hacer el trabajo que corresponde a otros desde siempre, que quizá llegue un poco tarde a cenar pero los regalos de las niñas ya van en camino sanos y salvos.

Los regalos

El anciano despertó con una salvaje sacudida a mitad de la noche, sobresaltado por algo que en un primer momento no atinó a ubicar y que por ende lo obligó a permanecer alerta, los ojos abiertos de par en par en la oscuridad que se espesaba a su alrededor con una consistencia casi tangible, el oído aguzado como cuando su padre lo llevaba de cacería y ambos debían sumergirse en el más perfecto de los silencios en el bosque que comenzaban a colorear los pinceles delicados del alba. Mientras se incorporaba despacio en el lecho que de matrimonial sólo tenía el nombre desde la muerte de su esposa acaecida cinco años atrás, tratando de ser lo más sigiloso posible, recordó con una claridad que le sorprendió los tonos y los sonidos con que el mundo se desperezaba en aquellas jornadas de caza en las que se sentía orgulloso de participar, la manera en que los árboles iban adquiriendo una mayor solidez a medida que el sol los extraía de la penumbra como si les concediera una nueva oportunidad de existir, la música compuesta por una infinidad de acordes animales que se desprendía de la vegetación para recibir la mañana naciente. Gracias a esa memoria auditiva tan nítida creyó por unos segundos que la repetición de los ruidos provenientes de la planta baja de la casa, mismos que no tardó en identificar como la causa de su alarma nocturna, se generaban en realidad en un sector de su pasado remoto y no en el presente donde se asumía repentinamente desprotegido y frágil, más viejo y más inútil que nunca, a merced de cualquier intruso que hubiera quebrantado la seguridad doméstica en pleno día de Navidad. Con el corazón galopándole en la boca apartó las sábanas y abandonó la cama y sin calzarse las pantuflas para no alterar su sigilo avanzó de puntillas hasta la puerta del dormitorio, que abrió poco a poco para que su oído pudiera despejar cualquier duda relativa a los ruidos que en efecto venían de la planta baja, alternando los pasos de alguien que intentaba ser cauteloso con el golpe breve pero perceptible de diversos materiales contra el suelo. Las escaleras se le presentaron de pronto como una prueba de resistencia que hubo de sortear con la sangre martilleándole en las sienes y la mente que le giraba enloquecida, fuera de control, planteando escenarios de violencia que se superponían unos a otros para conformar un palimpsesto pavoroso. Al llegar abajo, mientras notaba que los ruidos se habían interrumpido sin aviso en algún punto de su descenso, sintió que una gruesa gota de sudor le resbalaba por la frente y con un arrojo que en el fondo no tenía se plantó en un par de zancadas en el umbral de la sala, dispuesto a confrontar sin mayor demora el destino que el intruso había reservado para él y sólo para él, un viudo desamparado que insistía en mantener ciertos rituales creados junto con su difunta esposa. El árbol navideño, que había colocado con la ayuda de la mujer del aseo y que se cercioraba de desconectar todas las noches antes de retirarse a dormir, titilaba en su esquina como si extendiera no sólo un intenso aroma a pino sino la invitación para constatar que la estancia se hallaba desierta en tanto iluminaba suavemente los objetos de formas y tamaños variados que se hacinaban al pie del tronco y entre los que el anciano empezó a identificar con azoro creciente las cosas que había perdido en distintas etapas de su vida, incluido el rifle con que salía a cazar con su padre a la sombra de otros árboles en aquellos lejanos amaneceres de su adolescencia a los que luchaba por filtrarse, cada vez con mayor obstinación, la bruma crepuscular del olvido.


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