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Decía por allí Friedrich Nietzsche:
—La verdad es aquello que sirve para la vida.
Relativizaba un aspecto esencialísimo de nuestra convivencia: lo verdadero no era únicamente fruto del conocimiento, de la investigación objetiva, de la ciencia, en fin; lo verdadero estaba (o está) en función de lo que necesitamos para la supervivencia y para la súper-vivencia (las ambiciones del súper-hombre).
Imaginemos por un momento que su paisano y (más o menos) contemporáneo Karl Marx le replicaba:
—Bueno… aquello que sirve para la vida, sí, y también para la producción industrial… ¡Económica, en fin!
Nietzsche y Marx tenían un carácter más bien fuerte y estaban convencidos de sus respectivas visiones, que eran opuestas.
Sus obras han sido muy influyentes durante mucho tiempo. Leamos qué afirma Nicolás González Varela en “Nietzsche, ¿lector oblicuo de Marx?” (Filosofía. Sitio dedicado a la filosofía, la crítica y el debate, 2016):
“Decía Max Weber no sin razón que el mundo en que nosotros existimos espiritualmente, es en gran medida el mundo que formaron las ideas de Marx y Nietzsche. La paradoja es que los autores que acuñaron espiritualmente el mundo burgués, por izquierda y por derecha, en apariencia jamás se comprendieron intelectualmente”.
Podemos ver el mundo moderno como un gigantesco menú con ideas e ideologías para todos los paladares, incluido el platillo del enojo contra el mundo moderno. El materialismo histórico de Marx y la aristocracia espiritual, dionisíaca y voluntariosa, de Nietzsche son dos platos en verdad muy condimentados y muy gustados (o rechazados con vehemencia).
González Varela y otras voces intentan una conciliación entre Nietzsche y Marx que a mí se me antoja muy difícil, aunque quizá no imposible: sería como unir el socialismo y el fascismo, acaso a partir de sus puntos en común cuando abandonaron los libros y las proclamas y guerrillas y se convirtieron en gobiernos.
Aun así, mucho más cerca de la pelea a muerte que de la conciliación se encontraban fascismo y comunismo porque, como bien dice el doctor Andrés Ordóñez, se peleaban por la misma clientela: por las masas de un mundo cada vez más industrializado allá hace unos 100 años, antes y después de las guerras mundiales.
El libro Redes políticas desde los exilios iberoamericanos, coordinado por José Francisco Mejía Flores y Laura Beatriz Moreno Rodríguez (México: Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe, 2023), nos habla de personas que de un modo u otro confiaron en estos y otros pensadores (por ejemplo, en el anarquista ruso Mijaíl Bakunin) y dedicaron sus vidas al sueño y propósito de construir nuevas realidades políticas en plena secularización. Ello les costó el exilio.
El capítulo “El exilio en el pensamiento y acción de una generación progresista en América Latina en la primera mitad del siglo XX”, de José Francisco Mejía, nos habla de figuras que buscaron un punto equidistante muy sugestivo: ni una actitud conservadora que podía ser más bien reaccionaria ni un anarquismo o un comunismo que de cualquier modo tenían febriles simpatizantes:
La estrategia adoptada por el gobierno de Harry S. Truman (1945-1953), más puntualmente a partir de 1947, cercó la actividad de una generación latinoamericana: aquella que se identifica con un progresismo social más ligado al reformismo que al radicalismo anarquista o a las dictaduras comunistas de la época y que deriva de los efectos de la crisis económica internacional de 1929. Esta generación progresista latinoamericana cobró notoriedad desde 1930 y aumentó su protagonismo e influencia hacia finales de la década de 1940 y principios de 1950 (p. 214).
De aquí y de otras páginas del libro se desprenden reflexiones generales. Por ejemplo, no nos es posible olvidar que el intervencionismo norteamericano participó decisivamente en el derrocamiento de regímenes que buscaban aquella equidistancia entre la hegemonía estadounidense y un comunismo o un anarquismo que de cualquier modo nunca se instalaron como tales en ningún país de la región.
Los gobernantes norteamericanos confundían el comunismo y un régimen capitalista de bienestar social. Eso es como confundir una ciruela y una manzana o el color rojo y el color mostaza. Más de una vez, en fin, nuestros vecinos han sido daltónicos.
El intervencionismo que se dio du rante los años 40 y 50 en países como Colombia, Venezuela y Brasil, se había dado en México durante la breve presidencia de Francisco I. Madero (noviembre de 1911-febrero de 1913). Luego entonces, les debemos algo importantísimo a Francisco Villa, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Emiliano Zapata y a los ejércitos revolucionarios mexicanos que en 1914 derrocaron al sanguinario usurpador Victoriano Huerta: el fin de la tentación norteamericana de derrocar gobiernos en México.
Desde luego, eso no significa que los Estados Unidos de América no presionen a los Estados Unidos Mexicanos. Bien au contraire! Las presiones políticas se vuelven más y más fáciles en un mundo tan interconectado como el de este siglo XXI: Estados Unidos de América le debe a China cantidades astronómicas de dinero; China depende de los mercados exteriores y quiere ingresar en la gran potencia de América del Norte a través del Río Bravo; el país al sur del Río Bravo importa de (y exporta a) su vecino una complejísima red de insumos y bienes y servicios, que el contiguo simplismo nacionalista quiere suprimir mediante decretos y órdenes ejecutivas, sin medir las consecuencias; Europa depende del gas ruso; Rusia depende de las divisas europeas, etcétera.
El volumen de los doctores Mejía y Moreno enlaza dos realidades: las redes de relaciones políticas y el exilio. Mencionaré muy rápido un par de temas.
El exilio se vuelve un espacio para dichas relaciones, necesariamente internacionales. Al ir leyendo el volumen he recordado uno de los textos de los Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, “Buen viaje, Señor Presidente”, que resume un itinerario de tres tiempos para figuras de peso en nuestras repúblicas y republiquitas: 1) se alcanza el poder ejecutivo, 2) se lo pierde por un derrocamiento, 3) se va al exilio desde donde se busca un retorno al poder, así sea con una bandera distinta a la original, pero conservando el carisma y cierto arrastre.
Sabemos de las paradojas de la historia, aunque no las hayamos enumerado y jerarquizado del todo: una muy común es que el ultra liberalismo norteamericano ha sido a la vez ultra conservador si no es que ultra reaccionario en varios aspectos. Y no solamente eso: ha llegado (casi) a coincidir con el anarquismo en cuanto se refiere a la reducción del Estado a su “mínima expresión”.
La doctora Beatriz Gutiérrez M., de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, nos habla de la presencia del anarquismo en aquel México maderista de 1912-1913. Sin duda, el anarquismo era una seria contribución al caldo de cultivo que era de por sí aquella época tras el derrumbe de la dictadura de Porfirio Díaz, un hombre fuerte, carismático, pero ya muy pobre en ideas y en reflejos, alcanzada la octava década de vida.
Por medio de las reflexiones de Teun van Dijk, la doctora Gutiérrez M. analiza el discurso político y lo distingue del discurso mediático con implicaciones políticas. Emplea asimismo el interesante concepto de macroproposiciones semánticas, acaso afín a las proposiciones base de otras visiones filológicas y filosóficas.
El texto de la doctora me hace pensar en las paradojas que G. K. Chesterton encontró en el anarquismo.
De ese gran menú de ideas e ideologías acaso hoy queden las discusiones académicas y las reconstrucciones y las revaloraciones historiográficas, como aquellas que realizan Yolanda Guash Marí y César Luena y Pedro Barruso. (En la próxima entrega hablaré de estos y otros capítulos, como el dedicado por Jesús Guillermo Ferrer Ortega a María Zambrano, José Gaos y Juan David García Bacca.)
¿Ya pasó el tiempo en que peleaban Nietzsche y Marx? ¿Hoy predominan los intereses puros y duros? En el marco de la amenazante posverdad, ¿predominan los intereses y los recelos de la producción y del consumo, sobre todo por la ya muy arraigada interdependencia? Acaso, como en una famosa escena de La sombra del Caudillo, lo único que les impide sacar sus pistolas y dispararse es que están demasiado cerca unos de otros.