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Al fin se publica en español una legendaria carta-libro que acompañó a Jorge Semprún (1923-2011) en su deseo de ser escritor durante los años transcurridos entre su salida del campo de concentración de Buchenwald y la decisión de abandonar el Partido Comunista Español para dedicarse plenamente a la escritura, sobre todo en francés y, a veces, en su lengua materna. Es la Carta sobre el poder de la escritura (1943), de Claude-Edmond Magny (1913–1966), escrita precisamente para el joven Semprún.
Conviene detenerse un poco en Magny (Edmonde Vinel fue su nombre original) quien fuera, durante su vida breve, una de las más sólidas entre las entonces escasas mujeres dedicadas a la crítica literaria de tiempo completo. Empezó a escribir reseñas en Esprit —la revista católica fundada en 1932 por Emmanuel Mounier— durante la calma chicha previa a la caída de París en mayo de 1940.
Magny se casó con el sabio latinista Pierre Grimal (1912-1996), su condiscípulo en la Escuela Normal; autor de biografías de Virgilio y Cicerón, la ciudad de Roma lo nombró ciudadano honorario en 1993. En todo caso, como en una novela de Raymond Radiguet, mientras Grimal estaba movilizado, Claude-Edmond —así lo sugiere Franziska Augstein, la biógrafa de Semprún— la mujer mayor sufrió de una infatuación por el joven, apuesto y valeroso sobreviviente del horror nacionalsocialista, a quien sólo le leería la carta un día de agosto de 1945, horas después de la explosión atómica en Hiroshima. Así lo recuerda el propio Semprún en el prólogo a la Carta sobre el poder de la escritura (Periférica, 2016) traducida por María Virginia Jaua.
Quien haya leído los pocos, pero sustanciosos libros que dejó Magny entenderá mejor el contexto intelectual y crítico de la carta. Tras una introducción a la novela de los Estados Unidos (L’âge d’or du Roman américain) que causaba furor en los años del existencialismo en Saint-Germain-des-Prés y de escribir la monografía de Arthur Rimbaud para Pierre Seghers, ambos libros de 1949, un año después, Magny publicó un clásico de la crítica francesa, la Histoire du roman français depuis 1918. La obra es más de lo prometido por su título: refuta la teoría de las generaciones postulada por Albert Thibaudet (parecida a la de José Ortega y Gasset) y se inclina más por las familias espirituales a lo Sainte-Beuve, lo que no estaba de moda, como no lo estaba otro de los inspiradores de Magny, Julien Benda, quien nunca lo está, si nos atenemos a la irresponsabilidad política de los intelectuales.
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Si con Monsieur Teste (1896), con Los Thibault (1922), Los monederos falsos (1925) y, desde luego, con En busca del tiempo perdido entre 1913 y 1927, los narradores se habían sometido a una “regla monástica” excluyente de “lo real” en literatura (lo cual no casa muy bien con Roger Martin du Gard, autor de Los Thibault, quien venía del naturalismo), la reacción, durante los belicosos años treinta, fue el furor ideológico, y después de la guerra se impondrá, como consecuencia de ésta, el “compromiso sartreano”.
Magny debía de ser cuidadosa pues, aunque filosóficamente el existencialismo y el personalismo (la doctrina de Mounier) eran agua y aceite, tenían hacia 1950 los mismos enemigos y no pocos de los colaboradores de Esprit también lo eran de Les Temps modernes, la tribuna de Sartre. En honor de Benda (quien era judío de origen, y moriría agnóstico y estalinista en 1956), su seguidora personalista estaba cansada de la literatura aséptica y deportiva cuyos maestros habían sido, siempre en el trapecio, Jean Cocteau y Jean Giraudoux. Fastidiada también lo estaba Magny de “la Francia bizantina”, como había titulado Benda a otro de sus panfletos. Por ello previene a su joven discípulo español: “Sólo se logra una verdadera obra cuando se escribe como lo hizo Balzac… porque nuestra época tiende cada vez más a considerar la literatura como una ascesis; es un error que usted cometió durante mucho tiempo (y yo también), quizás bajo la influencia deplorable de su amigo Jean-Arthur”, es decir, Rimbaud, el ídolo de Semprún.
No desdeña Magny esa ascesis y la considera posible —a la escritura— “sólo al término de una primera ascesis y como resultado de ese ejercicio, que permite al individuo transformar y asimilar recuerdos dolorosos” para reconstruir su personalidad. Eso que no hizo Paul Valéry (quien desde luego no había pasado por un campo de exterminio) tras Monsieur Teste vaya que lo puso en práctica Semprún, pero después de 20 años en la clandestinidad antifranquista, porque el otro compromiso, con “la escritura me llevaba al encierro de la memoria y de la muerte”, escribirá Semprún en su prólogo de 1993.
Esa primera ascesis sempruniana, a partir de El largo viaje (1963) y en 1994, con La escritura o la vida, terminaría de rendirle cuentas inolvidables a su maestra. No es que Magny opusiera alguna potencia inverosímil a la vida o una falencia narcisista a la escritura: estaba ordenando el procedimiento existencial a seguir para convertir en escritor a un sobreviviente de los campos sin que la exigencia lo llevase a la extinción. A fuerza de todo ello, fue, me parece, un hombre alegre.
Había que oponerse, para Magny, a la coquetería de Gide —la literatura no puede legitimarse gracias a las buenas intenciones— pues cualquiera sabe que a él lo guio una profundidad ética que limó de sus asperezas el puritanismo de su infancia. Es más (lo agrego yo): cualquier lector de biografías de Gide encuentra a una persona a veces áspera y caprichosa, pero bondadosa a profundidad y en conflicto con las convenciones manidas. Pero si la obra de Gide o de Semprún resulta de esa bondad curtida, Magny (ni el personalismo que tendía a negar la existencia del Mal) no podría explicar de manera conveniente casos de genios absolutamente malignos, como el de Louis-Ferdinand Céline, tema inagotable al que Gisèle Sapiro ha dedicado un opúsculo conclusivo (Peut-on dissocier l’oeuvre de l’auteur?, 2020), que ya reseñaremos.
Otros aspectos de la Carta sobre el poder de la escritura, causarán escasa gracia en nuestro siglo ya no tan joven. A Madame Magny le gustaba la palabra “misoginia” y se consideraba una mujer misógina, al grado —le contaba al joven Semprún para alejarlo de las Musas— que planeaba escribir, algún día, un panfleto titulado Les femmes contre la littérature, “en el cual enumeraré todos los estragos que han ejercido en las letras las personas de mi sexo” y pasa a ejemplificar, por desgracia con avaricia, con la “normalización” femenina de Rimbaud y con la alegría ofrendada por Dora Diamant a Franz Kafka, felicidad que “le habría impedido” terminar sus novelas. Horror le daba a Madame Magny que Louise Colet, la amiga de Gustave Flaubert, se hubiese instalado con él en Croisset o imaginar a la condesa Hanska llegando tan pronto al matrimonio como lo quería Honoré de Balzac.
Pero ése es otro asunto. Al finalizar Claude-Edmonde Magny su Carta sobre el poder de la escritura, con la frase “créame sinceramente suya”, no sé si ella se imaginó que Semprún resolvió la contradicción temporal entre “la escritura o la vida”, al grado de ser uno de los novelistas que arrojan luz, mucha luz sobre el terror, la miseria y la oscuridad de aquella centuria.