Cuando a J.W. Goethe la propia Madame de Staël le suplicó ser recibida en Weimar no quedaba claro a quien correspondía rendir los honores. Si el ya viejo poeta que en lengua alemana ocupaba la regencia de la literatura mundial sin haber pisado nunca París era el homenajeado con la visita, o lo era ella, la mujer más moderna de su tiempo, a quien se le abrían las puertas de ese reino. A principios de 1804, ya entonces viuda del barón sueco de Staël, estaba por cumplir 38 años el 22 de abril y era una celebridad, pero no sólo por ser hija de Jacques Necker, el financista de Luis XVI. Era autora de dos novelas y de ensayos políticos donde pretendía reunir a los republicanos moderados con la monarquía constitucional. Cuando en 1830, el rey Luis Felipe abandonó la escarapela blanca y levantó la bandera tricolor de la Revolución, Madame de Staël y Benjamin Constant, su amante, quedaron reivindicados. A esa remota familia –el centro– pertenece Emmanuel Macron, el actual presidente de Francia.

Napoleón Bonaparte la odiaba y le acababa de negar, en 1803, el permiso de vivir en París. El emperador aumentaba, cada vez que tenía oportunidad de hacerlo, las millas que debían separarlo de la escritora, cuyos libros eran censurados cuando no quemados, su correspondencia vulnerada y a su castillo de Coppe, cerca de Ginebra, lo rodeaban los espías. A Germaine, el nombre propio por el cual era mejor conocida, no le fue suficiente con ser amiga de José, uno de los hermanos imperiales, porque era temida o amada sólo por su genio. Originaria de un medio –los últimos salones de la Ilustración– donde reinaban las mujeres, ella encontró en su condición femenina, una ventaja, para hacer circular, en primer término, el concepto de “literatura” como el espejo de las instituciones sociales.

Goethe, que estaba en Jena, no se quería quitar las pantuflas (así dice Michael Winock, el último, en 2012, de su legión de biógrafos) para regresar a Weimar y conocer a una rica heredera, al parecer famosa por ser famosa. Hubo de intervenir el propio duque de Weimar, que gobernaba apenas 200 mil almas, para que Goethe, su célebre empleado, se presentara. Cuando llegó Goethe a la capital del mundo literario, Madame de Staël ya había deslumbrado a Friedrich Schiller con la alegre energía de su conversación.

Alemania era entonces una enmarañada geografía germánica de principados hostiles, un verdadero invernadero de soldados de fortuna que las invasiones napoleónicas, precisamente, acababan de poner en cierto orden. Madame de Staël estaba decidida a adueñarse de esa literatura extranjera, justamente, para que dejará de serlo; había tomado a August Schlegel como consejero y tutor de sus hijos, y ya para entonces su alemán fluía. Cuando al fin charlaron, resultó que el francés del anfitrión era algo peor que el alemán de su invitada. Ante ella, quien “se ceñía la corona”, Goethe se confesó poseído por su “genio malo” y consideró frívola su costumbre, tan parisina, de “filosofar en sociedad” sobre problemas indisolubles.

De Alemania, aparecería al fin en 1814. La primera edición fue censurada personalmente por Savary, el marqués de Rovigo, jefe de la policía, cuidadoso en tachar toda comparación que fuese en demérito de una Francia imperial a la que le restaban sólo meses de vida. Madame de Staël es aburrida como retratista; sus trazos son convencionales, impresos como para salir del paso. En contra de la tradición de los libros de viaje, a ella lo que le interesaban, antes que las personas o los paisajes, las ideas filosóficas y literarias. Al exponerlas fundó la literatura comparada y dio comienzo a los relatos de averiguación nacional, genero que la sobrevivió dos siglos (ella nació en 1766), ejerciendo el arte del contraste entre franceses y alemanes, alemanes e ingleses, ingleses e italianos, con desigual fortuna, como es inevitable en esos bosquejos.

Curiosa en gramática, consideró inapto al alemán para la conversación porque sus largas frases sólo se entienden hasta el final y no se les puede interrumpir con golpes de ingenio, habilidad francesa; culpó a la ópera de hacer del italiano una lengua para cantar y no para pensar. La devoción de Madame de Staël por el libre examen ginebrino y protestante, el cual, empero, encontraba seco, la hizo adorar ese “entusiasmo” religioso de los alemanes, tan visible en sus contenciosas universidades y en sus vivarachos estudiantes.

Pionera en el conocimiento de Kant, fue Madame de Staël quien certificó a la alemana como la lengua de la filosofía y si bien, obsesionada por hacer de Europa una cosmópolis, abarcó mucho y apretó poco; en De Alemania, tomó nota de la “noble negligencia” del recién fallecido J.G. Herder ante las “novedades engañosas” y encontró en los hermanos Schlegel a quienes fijaron la frontera entre los imperios de la crítica y los de la filosofía. Presenta a Schiller, su escritor alemán preferido, como quien era capaz de juzgar el alma mediante la investigación de las apariencias. Sólo reconoció en Goethe la síntesis de lo alemán, a saber, la profundidad de las ideas nacida de la imaginación solitaria y un tanto ajena al “espíritu de sociedad”, aunque encontrase algo turbio en su sensibilidad para lo fantástico, y eso que ella no alcanzó a leer completo el Fausto porque murió en 1817.

Pese a su mala impresión de 1804, Goethe recapituló sobre ella en sus Anales (1822), agradeciendo lo decisivo que fue su paso por Weimar. “Resultado de sus conversaciones familiares”, De Alemania “fue la poderosa arma que penetró en esa muralla china de antiguos prejuicios que nos separaban de Francia. Queríamos ser conocidos más allá del Rin y allende del Canal: asegurarnos de ejercer un vivo influjo sobre el Extremo Occidente. Debemos así bendecir las molestias que ella nos causó, confrontándonos a ese conflicto de identidades nacionales que nos desazonaba, entonces, por inconveniente”.

Heinrich Heine, judío universal y alemán de París, escribió contra ella su propia De Alemania (1855). Que un ser genial rebata a otro, los honra a ambos, y las críticas de Heine contra Madame de Staël son las mismas que pueden esgrimirse contra toda tratadística sobre el alma nacional. El género depende de las generalizaciones y si quien escribe generaliza con sabiduría, haciendo de la historia, mito y de la identidad cosa única y etimológicamente monstruosa, vale la pena. Si aquel vulgo decimonónico pensaba que todos los alemanes estaban perdidos en la música de las esferas, fantasistas e ingenuos, el mismo Heine sabía que eso tendría algo de verdad, al grado de que ocupó sus últimos y dolorosos años en refutarlo.

“La palabra romántico ha sido introducida recientemente en Alemania para designar a la poesía originada en el canto de los trovadores, que fueron el origen lo mismo del espíritu de la caballería que del romanticismo”, dice Madame de Staël, a quien puede reprochársele el haberse asomado al abismo romántico y en vez de dejarse tentar vertiginosamente por la metafísica, sólo describió un paisaje sublime. No cruzó el puente que unía al Werther, de Goethe, con el romanticismo alemán en su cima. Ella fue el último genio neoclásico y hubo de pasar un siglo, si nos saltamos al misógino XIX, para encontrar mujeres de su estirpe, como Hannah Arendt o Simone Weil.

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