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En Tratado de invisibilidad (México, 2024), grávido quinto largometraje documental de la argentina porteña posproductora de Becas Ambulante y docente en cine documental de 53 años Luciana Kaplan (documentales largos: 1982: la decisión del presidente 08, La revolución de los alcatraces 13, Rush Hour 17 y La vocera 20, premios Mezcal Joven y Fipresci en el Festival de Guadalajara 24), se basa en la patética presencia pululante y en los caóticos testimonios de numerosas trabajadoras de limpieza que laboran en los espacios públicos de la Ciudad de México, encabezadas por la impresionante septuagenaria Rosalba Martínez Ramírez que se reconoce catorce años uncida a una cambiante e impersonal empresa cuyos dirigentes más inmediatos padece tanto como sus problemas de habla por una garganta perennemente afectada, la afanadora de 58 años Martha Aurora Domínguez y una valerosa treintañera encubierta Claudia que (evitando ser corrida de su trabajo en el Metro) debe ser interpretada por un puñado de actrices so pretexto de un casting (Clementina Guadarrama, Heleanne Beltrán, Jessica Melock, Amisadai Fabela, Iván Díaz Limón y demás), para poner en evidencia entre todas la vil explotación inhumana que sufren en sus diseminados centros de trabajo y las condiciones precarias o miserables en que viven, en pleno desamparo o desprotección por leyes erráticas, trabajadoras en su mayoría víctimas de la subcontratación u outsourcing que de manera impersonal ejercen algunas compañías extranjeras o nacionales que impunemente operan en México, padeciendo muchas de ellas contratos inexistentes que integran un verdadero tratado de invisibilidad, al servicio de una desesperante esclavitud invisible.
La esclavitud invisible recaba sus observaciones de manera siempre directa a las limpiadoras de todas edades y figuras/desfiguros en los sitios más frecuentados, comunes o insólitos de la urbe, contando habitualmente con su venia o su complicidad, e incluso mostrando breves diálogos de ellas con la comprensiva pero aguda filmadora fuera de campo, mujeres aseando y recogiendo desechos entre butacas en la Cineteca Nacional, barriendo escaleras y andenes y vagones y paredes y cubiertas de anuncios o banquetas y camellones a perpetuidad, cargando baldes por los pasillos del Metro, usando escobas de cerdas o de varas, restregando lavabos con permiso de las usuarias y limpiando excusados a contrarreloj en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez (“Bañito limpio”) o en las calles antes y después de las manifestaciones de protesta feministas en apoyo irónico a la población vulnerable (“Pero nosotras somos la población vulnerable”), arrastrando pesadas bolsas negras repletas de basura, morando en pocilgas infectas, por salarios ínfimos en la total desprotección legal, con insumos insuficientes o descompuestos, vistiendo rígidos atuendos sucios malolientes a fortiori, o estrellándose contra las injusticias por excesos y carencias en el desempeño del trabajo, o los incumplimientos por ausencias legales, así como las irregularidades por descuentos arbitrarios, retraso o definitiva falta de pago.
La esclavitud invisible acomete, por otro lado, una búsqueda formal continua e infatigable de sensaciones renovadas sobre un mismo tema, con deslumbrante o encandiladora fotografía en significativo blanco/negro transmutador de Gabriel Serra Argüello con abundancia de altos contrastes espectrales e insinuantes desenfoques y que llega hasta homologarse con los rayos de los proyectores de la Cineteca, una procelosa y enigmática música original de Alejandro Castañón y una impresionista labor de edición de los también realizadores Yibrán Asuad y Liora Spilk Bialostozky, que consuma el prodigio de estructurar el film a modo de un continuum fluido laminar y sin embargo segmentario, todo ello articulado en una dulzura penosa y doliente, alcanzando al escalpelo, sin piedad ni escándalo tremendista, sus más altas cimas, que no por cruel paradoja serían las más bajas simas morales humanas.
La esclavitud invisible se mueve sobre la cuerda floja de la empatía, la solidaridad, la actitud caritativa, la escueta denuncia desnuda y el vértigo, por encima del miserabilismo y la pornomiseria, al presentar, como platos fuertes, aunque sin mayor énfasis libertario ni triunfalista, sino en tono más bien menor y melancólicamente avasallado de antemano, las semiclandestinas reuniones al aire libre de subcontratadas y subcontratados sospechosos hasta de la cámara documental que los está filmando, la evocación de la ingenua primera sorpresa fundamental, el atroz espectáculo de una serie de abismadas tomas de conciencia en una película que sólo admite el receptivo-activo vínculo de la indignación moral, agitándose sin misericordia sociológica entre la pródiga indignación shockinginconfesada y la indignación en revuelta generosamente transferida a la audiencia.
La esclavitud invisible acaba informando tan dolosa cuan dolorosamente, por medio de un letrero concluyente, que “el 23 de abril de 2021 entró en vigor en México una nueva Ley del Trabajo en materia de subcontratación”, por lo que “el discurso oficial anunció triunfalmente haber logrado su eliminación, no obstante la realidad difiere del discurso: no fue eliminada”, ya que “la postura representativa del sector empresarial manifestó su rechazo y enfatizó los beneficios del modelo, limitando su desaparición a casos muy específicos de ‘servicios especializados’, perdiéndose así una oportunidad histórica de velar por los intereses de la mayoría de los trabajadores subcontratados”.
Y la esclavitud invisible abandona a sus heroínas transportadas en la parte trasera de una pick-up, hacinadas como si fuesen rumbo a su purgatorio nuestro de cada día hasta el fin de sus vidas, pues sólo se hallan protegidas y guiadas por una metafórica cucaracha que sube por el palo de la escoba enhiesta de una de ellas, cual inductivo alter ego de ese grupo miserablemente desprotegido.