Hace algunos años un buen amigo me contrarió al decirme que el fundador de la no había sido el francés Sainte-Beuve, sino el (1772-1829). Habiendo concluido Magníficos rebeldes. Los románticos alemanes y la invención del yo (Taurus, 2022), de Andrea Wulf, y tras leer algunos libros de Schlegel o sobre él, en particular El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán (1978), de Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, me inclinó por una solución salomónica.

La crítica literaria entendida como la forma periodística del ensayo, dirigida al público lector con la intención de orientarlo y el crítico mismo como una figura judicial, es decir, que condena o absuelve obras literarias, fue sistematizada, desde su juventud, por Sainte-Beuve (1804-

1869) en la prensa radical. Pero también de formato periodístico, el Athenaeum (1798-1800) de los hermanos Schlegel —equivalente a un libro de bolsillo barato de unas doscientas páginas— apareció en seis ocasiones durante el apogeo del círculo de Jena y, teniendo como público a los estudiantes de esa universidad, fundó todo aquello que de la crítica se convirtió, para bien y para mal, en teoría literaria.

Los Schlegel, gracias a Friedrich Schiller constituyeron, en opinión de Nancy, el “primer grupo de vanguardia” porque vivieron aquello mandatado en el siglo pasado por André Breton, el propósito de reunir a Arthur Rimbaud con Karl Marx, “cambiando la vida y transformando el mundo”, aunque, desde luego, esa pareja dispareja no nació en los tiempos de Jena, pero los autores de Una temporada en el infierno y de El Capital, no habrían sido quienes fueron sin el romanticismo alemán.

Personaje central fue Dorothea Veit, quien en 1804 se casaría con Friedrich Schlegel pues en Berlín, sólo en los hogares judíos brillaba aún el Siglo de las Luces y en el de ella se conocieron, según cuenta Wulf. De acuerdo con su hermano August Wilhelm y su esposa Caroline, además de fiestas y conversaciones, se decidieron por la revista literaria como forma de expresión, con la convicción de “romantizar” el mundo, superando la acepción francesa del término (romántico como sinónimo de novelesco), invadiendo, con la poesía, a la filosofía y a las costumbres, divulgando, además, una “teología” originada en Spinoza: antes que un ateísmo, una divinización de todas las cosas que eran obras de Dios. Esa intención causó urticaria entre los poderosos y en Inglaterra, William Pitt el Joven, primer ministro, empezó a legislar contra las ideas revolucionarias venidas desde el continente.

Pero la extrema fragmentación de lo que aún no era Alemania, la competencia entre confesiones impuesta por el protestantismo y la conversión de los católicos en otra rama, simplemente, de la cristiandad, facilitaron las actividades románticas. Además y ello llamó mucho la atención de Madame de Staël, los literatos alemanes podían simpatizar con la Revolución francesa pero no leían periódicos locales, ajenos a la política de los principados.

Hubo de ser Napoleón Bonaparte, al destruir el simbólico Sacro Imperio Romano Germánico y crear una confederación profrancesa de estados alemanes, quien tras la batalla de Jena contra los prusianos en 1806, obligase a los románticos a comprometerse. Los viejos, como J.W. Goethe, aceptaron que el emperardor encarnaba “el espíritu del mundo” y se dejaron homenajear por él, mientras Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), hizo del yo un nosotros encarnado en Alemania y afirmó que por su lengua, esa nación era única y superior al resto. Como reacción a la exportación revolucionaria y a las guerras de conquista, nacía el venenoso nacionalismo. Ello lo escribió Fichte en 1807, un año después de la victoria imperial contra Prusia. La crueldad sin límites de la centuria pasada se presta a subestimar las agresiones napoleónicas, como la sufrida por la estudiosa y pacífica Jena, casa por casa saqueada por la soldadesca infame, como lo detalla Wulf.

“Escribimos el mundo como un poema, por así decir, sólo que al principio no lo sabemos”, escribió Schlegel en uno de sus fragmentos y aquellos primeros románticos disfrutaron con la imprecisa vaguedad de su idea de romanticismo, que se, iba literalmente, escribiendo mediante la “sinfilosofía”, es decir, la tarea de trasladar al pensamiento la multiplicidad orquestal y volver a los orígenes griegos de la filosofía, encontrando en la Naturaleza —en su investigación— la fuente común de la ciencia y de la poesía.

Divorciada Dorothea de su primer marido y unida a Schlegel por el amor-pasión, los románticos ofuscaban a la opinión pública, y en novelas como Lucinde (1799), leemos en Magníficos rebeldes, “Friedrich Schlegel invitaba a sus lectores a entrar en su habitación para ver como hacían el amor él y Dorothea” y, “a medida que pasaban las páginas, los lectores veían a los amantes arrancarse la ropa y los oían rogarse el uno al otro” ternuras, complacencias y acurrumucos.

Schlegel (inventor, por cierto, de la hoy popular palabra iliberal para referirse a la intemperancia) vale por su decisiva defensa de la libertad erótica de la mujer o porque consideraba bienaventuradamente cómico al acto sexual, lo mismo que por su idea de la crítica como un desfile de fragmentos, hirientes como erizos, tal cual nos recuerda Nancy, y por hacer de la crítica una forma de la filosofía más allá de la estética kantiana, lo cual sería notorio, durante el siglo XX. Criticar será “decir y no decir”, proponer a la obra como una materia que escapa a los límites del lenguaje, idea a la vez genial y charlatana, por sacralizante: “La crítica moderna debe tender a lo absoluto como lo hace la poesía”, escribió Schlegel.

No sólo eso. Inclusive a los reseñistas, tan acostumbrados a hacer la fajina en la trastienda, nos dice que la reseña debe ser vista “como experimento crítico y cálculo crítico”.

Pero si las mil y un teorías literarias pueden salir de los fragmentos schlegianos (capaz de hacer, también, crítica “normal” como en su libro sobre G.E. Lessing), acaso lo más desconcertante en Schlegel sea su idea de la novela, tan revolucionaria o “modernista”, sobre todo si nos atenemos a las novelas que pudo leer, todas ellas premodernas, es decir, anteriores a Stendhal (con la excepción de Laurence Sterne). Como si clamara por la aparición de un Joyce, escribió Schlegel: “La novela absoluta debe ser la representación de una época, como la epopeya clásica. Novela absoluta = poesía histórica absoluta + poesía política absoluta = doctrina cultural universal, doctrina poética del arte de la vida, representación de la época, representación de la época”.

Lucinde, nos recuerda Wulf, como Finnegans wake, es un fragmento disuelto estructuralmente ajeno a la cronología y a toda línea temporal, fusión de la prosa y la poesía, como si “el desenfreno y la anarquía” fueran esa promesa de romantización del mundo, trascendiendo los géneros literarios. “La esencia de una novela es su estructura caótica”, llegará a escribir Schlegel.

Leer a Schlegel y subrayarlo pone en entredicho aquello de que los modernos siempre vimos más lejos porque los antiguos nos llevaban en los hombros.

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melc

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