Una presencia interior oprime el cuerpo de un niño (Iñaqui) ante el reclamo que a este le hace un pariente para que obtenga un diploma escolar por encima de su contrincante, otro niño privilegiado y protegido por su condición de clase pudiente; el fracaso de Iñaqui devendrá en confusión y despeñaderos de culpa por la locura futura de su “adversario”. A razón de una ruptura amorosa el mundo de una chica (Lucía) implosiona memoriosamente y explosiona en su cotidianidad hasta un grado en que la “percepción” de los Otros se transmuta y resulta en percepción de invasora materia y voluminosas corpulencias, así como en la aparición de maliciosos obstáculos que quiebran cualquier intento de comunicación. A partir de un suceso: la muerte de “El Chino”, una voz intrusa fragmenta en el adolescente Eusebio la relación con su entorno y levanta muros de resistencia en la expresión emocional y su despertar sexual. A Claudio, un drenador de flemas en cuerpos moribundos, lo asedian predicamentos morales a partir de crisis amorosas y la convulsión social. Un padre deambula con su pequeño hijo en una ciudad asolada por una epidemia de llagas y sudores que originan impulsos caníbales en los contagiados; para defender a su vástago de los depredadores utiliza un bat, para salvarlo de los embates de la enfermedad tendrá que decidir entre eliminar o no al pequeño. Tras disparar a Rumi, a cuenta de ajusticiar un presunto acoso de su madre y por pasada competencia laboral, Ger encontrará camino al infierno de encuentro con su yo infantil. La circunstancia de una niña olvidada en un camión, se convertirá en el nudo borromeo a desatar en la mente y el cuerpo de Fabio, que anhela ferozmente realización paterna.
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¿Es de un presunto apocalipsis mental que se desprenden los sueños “raros” con que los personajes de No nos vamos a morir mañana, de Geney Beltrán, proyectan y materializan sus abismos interiores? A primera vista podría parecerlo, pero lo cierto es que la amenaza apocalíptica abarca de un modo contundente al gran Afuera, que en este caso es la ciudad (y su espejeante réplica en microcosmos real o metaforizado con el nombre de La Horrenda) y su ingobernabilidad, el disturbio, la criminalidad, la represión social y en algunos casos el sugerente estado de sitio. El negro en negro de la violencia o el abismo interior en abismo externo, fusionados en un mismo nivel de representación orgánica y ya enmarcado con el brillo que otorga la lumbre de la tragedia.
El mundo no muere expresa uno de los personajes del relato “Aquí me dormiré como la perra que soy”. Convertida en sentencia o máxima la frase-amenaza de procedencia dialógica podría fungir como recordatorio de la impermanencia del Yo frente a lo que siempre ha estado y ha sido y podría describir uno que otro de los hilos temáticos en el conjunto de relatos de este libro: si lo ya vivido no admite rehabilitación alguna ni la posibilidad de la muerte ofrece consagración de paz, el verdadero mérito, la parte más terrorífica de la conciencia también, radica en seguir vivo y pese a un perenne amago de catástrofe final: nadie avanza firmemente por la vida una vez iniciado el trayecto.
Colegidos o coludidos sueño y vigilia, vida y muerte, esperanza y desesperanza, avanzan hacia un mismo confín en el que la vivencia se amplifica por transferencias mutuas entre hechos oníricos o de trasnochamientos de lo real en una conciencia a condición humana; en cuyas hondonadas se despliegan traumas personales y descomposición social, telones dantescos que abren puertas que dan a otras formas de vida que nos habitan, que nos habitaron, que siempre estuvieron ahí, pero que sólo hasta ahora, cancelada la noción de pesadilla en su acepción episódica o temporal y admitida a fuerza de combate como complemento o revelación, se manifiestan en todo su renovado y trepidante poder destructivo pero también (o por lo mismo) emancipatorio, y transmigran de su enjaulada concepción abstracta hasta adherirse y encontrar domicilio en el cuerpo mismo, y con carácter de heridas “vivientes”.
Si lo que se narra en este libro pudiera suscitar miedo o pudor censor en el lector, quizá se deba a que en los relatos se cristaliza la dependencia o franco casamiento entre dos expresiones antagónicas: la bondad que emana de la disposición de sobrevivir, que purifica y nos aproxima en compensación a una muy improbable experiencia de fraternidad, y la incontrolable facultad para ejercer el mal (propio o ajeno), que revitaliza y rompe las cadenas de la moral, nutriendo la autopercepción demiúrgica, que nos rehumaniza.
Con prosa relojística por su precisión, por su certera contención ante la tentación de barroquismos, y sin ceder licencias para los atesoramientos que dictan las tendencias literarias a quienes se adentran en la noche de lo humano, No nos vamos a morir mañana nos recuerda que el lugar más propicio de la literatura para excavar en lo oscuro-luminoso y cimentar ficciones está en el arsenal temático y expresivo de la ya casi cancelada (por vía de frivolidad) noción de condición humana, que muestra y exige su derecho al dolor y su olor a muerte para seguir viviendo.
A la aparente morbidez iconográfica con que se secuencian las tramas en los relatos de No nos vamos a morir mañana (en uno de ellos se aloja una escena de necrofilia; en otros, los miembros de los personajes adquieren rostros), se superpone la templanza narrativa en desbocada imaginación de Beltrán que ni en medio del torbellino existencial con visos psicóticos de sus creaturas desatiende una madurada ejecución sintáctica y la ventura verbal con ecos Mccarthyanos. Aquí el riesgo literario incluye la anulación de lo predecible y la disolución de los finales concluyentes.
Una muestra de la prosa de Beltrán en el relato con el mismo título del libro:
El trabajo de drenarles la flema y así ayudarlos a terminar de irse por entero hacia la nada, Claudio lo venía haciendo siempre y desde el principio con desapego: un cuerpo va, otro viene. Él lentamente pinchaba los trece puntos precisos a lo largo del cuerpo, hasta una profundidad variable donde el líquido espeso era succionado. Al terminar, si toda la flema había sido extraída, él veía en la piel un sutil ajarse, un irse hundiendo de la restante lozanía hacia la total palidez. Ya vería esos cuerpos, reducidos en los noticieros de la noche, en los reportes de caídos por las refriegas de las que el gobierno insistía en señalarse inocente.
Así, pues.