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Chile, campo de lucha entre lo seco y lo fértil, que parece dulce corredor eterno. País de viñedos e higueras, de filos cordilleranos y más largo que la anguila. Así describió Gabriela Mistral esa patria de escrituras cuyas innovaciones estéticas, nacidas en las primeras décadas del siglo pasado, hoy las hacen visionarias de tiempos que se anticipaban en sus páginas.
La narradora, ensayista y editora chilena Andrea Jeftanovic, ganadora del Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura en el año 2000 a la mejor obra editada, conmemora a sus predecesoras como dueñas de una prosa poética intimista al estilo de María Luisa Bombal; otras con escrituras desde la disidencia sexual, el ecumenismo, las crónicas de viajes, un humor pícaro, opiniones políticas tajantes y un enorme compromiso con la educación pública como Mistral; y la generación de los años cincuenta, “acallada por los hombres, medio existencialista, que ya hablaba de derechos reproductivos, divorcio y aborto”, a la que hoy se ha recuperado en reediciones para nuevos lectores.
Así leen las autoras contemporáneas una literatura en constante vaivén, que no es cuerpo homogéneo: “Quizá son justamente la heterogeneidad y la movilidad las que pueden ser marcas distintivas de lo que se hace en Chile, porque pueden convivir escrituras tan disímiles”, dice la profesora, periodista y escritora Alejandra Costamagna, finalista del Premio Herralde de Novela en 2018 por El sistema del tacto.
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¿Qué es hoy la literatura chilena? ¿Qué resuena en ella de las tradiciones literarias que la precedieron? ¿Cómo se narra hoy un país que sigue siendo herida abierta?
Literaturas de quiebres y heridas
Aunque es innegable la singularidad de cada territorio de América Latina, también lo es el hecho de que la región ha pasado por procesos históricos que hermanan a sus países: “Eso da lugar a vasos comunicantes y diálogos inevitables entre las literaturas; por ejemplo, la memoria y las dictaduras, con novelas propiamente dictatoriales y de la posdictadura. Hay coincidencias temáticas bajo una enorme diversidad de voces y perspectivas”, señala Alia Trabucco.
Es el caso de La resta (2015), novela finalista del Premio Man Booker International en 2019, con la que Trabucco quebranta el “gran relato” alrededor de Pinochet al poner en entredicho la historia oficial a través de “los hijos de unos militantes de izquierda que lucharon contra la dictadura y viven un duelo por una herida que no es estrictamente propia, una pérdida de proyectos de futuro, de algo que en realidad nunca tuvieron del todo, bajo una idea de duelo mucho más amplia”, explica su autora sobre la que algunos han denominado la literatura de los hijos.
La memoria como puente para traer el pasado al presente y reconocerlo desde ese lugar: así define Costamagna el estilo que funda muchas de las escrituras en el Chile de hoy.
“Quizás podríamos verla como un rasgo común con diversidad de formas de leerla: la herida de este gran quiebre que es el golpe de Estado, que al mismo tiempo remite a otras heridas que nos marcaron. Eso va reverberando incluso en las generaciones actuales que no vivieron directamente esos procesos, pero sí sus consecuencias por el sistema neoliberal que se estableció a rajatabla. Y es que no siempre aparecen de manera explícita, pero son una especie de presencia fantasmal y latente que ronda por ahí”, dice.
Para la actriz, escritora y guionista Nona Fernández, ganadora en 2017 del Premio Sor Juana Inés de la Cruz por La dimensión desconocida, “el proceso político reciente, la revuelta social y dos procesos constituyentes fallidos han dado lugar a circunstancias de mucha incertidumbre que aún no se han decantado, y que todavía estamos observando e intentando entender, pero que se van colando en la literatura. Hay producciones que muy rápidamente intentaron dar cuenta de todo esto. Pienso en Limpia de Alia Trabucco, que se cruza al final de la revuelta social y es parte de este escenario”.
Fernández, finalista en 2021 del National Book Award en la categoría literatura traducida, ve con ojo crítico eso que denomina el lado B de la revuelta social. Encuentra en ella tantas reivindicaciones de todo tipo, “ecológica, de derechos sociales, de etnia, los feminismos, que empieza a haber una especie de literatura polite que se hace cargo de la demanda pública. No es que no concuerde con esos discursos —evidentemente estoy en ellos—, pero siento que literariamente empiezan a volverse claustrofóbicos y entonces el discurso comienza a comerse el trabajo artístico y creativo”, recalca.
Reclamar la tradición, escribir el presente
Mirar atrás y dialogar con las literaturas de décadas anteriores. Valorar, como lo afirma Trabucco, que las escrituras contemporáneas también son tributarias de las tradiciones latinoamericanas y de las antecesoras en su propio país.
Así lo expresa María José Navia, ganadora del concurso Mejores Obras Literarias de Chile en 2019, quien agradece el hecho de estar hoy aquí gracias a todas ellas y ellos. “No vine a inventar nada; si otros ya escribieron, quiero leer, aprender y sentirme parte de esa tradición. Siento que es mi responsabilidad también aprender esa pirueta que alguien hizo antes que yo, y la hizo muy bien. Quiero agregar algo mío a la mezcla, por supuesto; no repetir ni copiar, sino entender que esos referentes están ahí, respetarlos, agradecerlos, celebrarlos”, expone una de las finalistas del Premio Internacional Ribera del Duero en 2022 por Todo lo que aprendimos de las películas.
Así concibe sus referentes la escritora y docente Lina Meruane, ganadora en 2023 del Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, quien encontró en el autor de El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche y Coronación una obra consistente, deslumbrante y atrevida.
Para la autora de Avidez (2023), el “muy enloquecido imaginario de Donoso” se conjuga en la inversión de los roles sociales; una mirada punzante sobre la decadencia de la burguesía a la que él mismo pertenecía; la creación de “una de las primeras novelas latinoamericanas que trabaja un personaje travestido, que hoy llamaríamos una mujer trans, que debe sobrevivir al patriarcado rural, y poner en el centro los cuerpos viejos, deformes, de alguna manera sellados”. Esto le demostró, como lectora temprana, que en la literatura es posible porque es el lugar sin límites.
La escritura de Jeftanovic también es tributaria de la obra de Donoso, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1990. La autora del libro de testimonios y entrevistas Conversaciones con Isidora Aguirre (2019) hace un repaso por la geografía de su país, el más largo y angosto del mundo, “atravesado por una enorme cordillera, y concebido entre el desierto y el hielo, dando lugar a una literatura introspectiva, de puertas para adentro”.
Plantea entonces que esa ha sido una marca de Donoso, sumada al modo en que pone sobre la mesa las tensiones entre la burguesía y la clase trabajadora, temas alrededor de la desigualdad y la violencia, “y este paisaje extremo, al mismo tiempo medio monumental y solitario de la condición humana”.
Esa geografía afectiva, ese lugar sin límites también ha procurado acoger otras voces desde la Zona Austral hasta el Norte Grande. La poeta, narradora y docente Daniela Catrileo pone de presente la obra de “cantoras, poetas, escritoras, grandes pensadoras intelectuales mapuches que impulsaron una mirada crítica y pensaron en la escritura no solamente de registro, sino también como posibilidad de sobrevivencia, de potencialidad, imaginación, transformación y emancipación de nosotras como pueblo”.
Aunque son muchos los nombres, la autora de Chilco (2023) se refiere especialmente a Herminia Aburto y Laura Nahuelpan, quienes desde los años treinta “ya escribían estos pensamientos en periódicos autónomos mapuches. Hay una cita muy bonita que aparece en Zomo Wirin. Mujeres Mapuche que escriben en prensa 1935-1968 (2023): “Ahora no vamos a emplumar la lanza; ahora emplumamos la pluma”, refiere sobre esta genealogía.
En su exploración aparecen, además, Guadalupe Santa Cruz, Gabriela Mistral —cuyo trabajo como pedagoga y pensadora política está siendo recuperado — Elena Aldunate, Nicomedes Guzmán y Manuel Rojas, a quienes se está revisitando y cuyas voces son importantes “para pensarnos ahora y orientarnos con el pasado”.
Catrileo, ganadora del Premio Mejores Obras Literarias Publicadas en 2020 por Piñen, pasa a los 90, década en la que dos poetas mapuches: Elicura Chihuailaf y Leonel Lienlaf, ganaron premios literarios importantes: “Eso corrió un poco los cercos en el panorama cultural. Hoy la poesía mapuche es ineludible y es reconocida en Chile como un conjunto de voces importantes”.
Por ello, encuentra un ejemplo en el Premio Regional de Arte y Cultura Víctor Jara 2023 que recibió Roxana Miranda Rupailaf, quien trabaja la hibridación entre el canto y la poesía, enriqueciendo la heterogeneidad de una literatura que es cada vez más reconocida desde fuera de su pueblo.
Catrileo observa, sin embargo, que la literatura mapuche todavía es marginal cuando “se la piensa como un eslabón en la literatura chilena, siendo que es una entidad autónoma con sus propias producciones simbólicas, su propia estética, miradas políticas, históricas, etcétera”.
Para extender este repaso por los nombres de autoras que son fuente y eco de nuevas escrituras, Jeftanovic evoca a Marta Brunet, María Elena Gertner, Elisa Serrana y Marta Jara (ya fallecidas), y a escritoras vivas como Diamela Eltit, Pía Barros, Ana María del Río, Carmen Berenguer y Soledad Fariña, cuyas letras, tanto como su activismo, encuentra inspiración en un mundo de valientes escrituras que se levantaron contra la dictadura y otras violencias.
Meruane se une a este coro al acentuar el deslumbramiento que le causa la fuerza narrativa de Carlos Droguett, de la generación de Donoso: “Cuando siento que me quedé seca, que se me acabó la energía de la literatura, cuando necesito repotenciarme de adjetivos, lo abro en cualquier página y me vuelven a entrar las ganas de escribir”.
En palabras de la escritora y periodista Montserrat Martorell, doctora en Literatura Hispanoamericana y autora de La última ceniza, es esencial comprender que “nos estamos leyendo y narrando, haciéndonos cargo de nuestro presente y mirando hacia atrás, pero también al futuro, desde voces como las de Rosabetty Muñoz y Cecilia Vicuña, quienes le ponen nombre al dolor, a la grieta, a los desaparecidos, a la dictadura, a los derechos humanos”.
La periodista, traductora y escritora Arelis Uribe, ganadora en 2017 del Premio del Ministerio de Cultura de Chile al Mejor Libro de cuentos por Quiltras, dialoga con autoras vivas como Macarena Araya, Claudia Apablaza y Malu Furche “en un nivel más íntimo al comentarnos e inspirarnos para poder hacer lo que hacemos. Puedo escribir porque vamos de la mano, caminando al mismo tiempo. Es lo bello de acompañarnos e inspirarnos mutuamente”.
De los desaparecidos Nicanor Parra y Roberto Bolaño deriva su inspiración desde una obra que considera oro, y en el trabajo de Andrés Montero y Hernán Miranda encuentra una calidad que merece seguir siendo leída. Es un catálogo de producciones que se abre a otras lecturas que trascienden el canon.
Décadas de lecturas y narraciones
Trabucco traza una especie de cronología de la literatura chilena donde, a principios de los 90, las historias eran “del ámbito privado, de las parejas y lo familiar, desligadas del contexto y con una especie de rechazo a lo político. Luego, esto se desplazó y vinieron todas las literaturas de los hijos, que volvieron a politizar mucho el campo. Hoy, siento como rasgo contemporáneo que las novelas se han vuelto más breves y con temáticas diversas”, explica.
Después del apagón cultural que implicó la dictadura hubo un momento muy luminoso en el que regresaron los artistas y escritores exiliados; además, se crearon fondos, premios, becas y estímulos para la formación en el exterior, expone Meruane. “Hoy, 30 años después, siento que hay una producción literaria muy sostenida, sumada a la multiplicación de editoriales independientes, clubes de lectura, ferias, encuentros y talleres que han creado, además, un lectorado de generaciones muy jóvenes. Todo esto hace que la producción literaria chilena actual sea más potente, tenga más circulación y sea más reconocida”, destaca.
Para las editoriales independientes son importantes las voces mapuches y las disidencias sexuales, que se publican constantemente, dice Catrileo. Pese a esto, siguen ocupando espacios pequeños: “Hay excepciones como Jaime Wenún, que ha sido traducido y publicado en diferentes países, pero en general la poesía está relegada frente a autores más canónicos como Neruda. Ahí hay un desbalance importante. Nos salvan iniciativas como la revista La palabra quebrada, editoriales y librerías hermosas como Crisis, en Valparaíso, y Proyección, en Santiago, que tienen un catálogo propio o piensan las cuestiones más allá de la novedad, el canon o el mercado”, celebra la integrante del equipo editorial de Yene, revista digital de arte, pensamiento y escrituras de Wallmapu y Abya Yala.
Por supuesto, siguen existiendo —y con enorme poder— los grandes conglomerados editoriales y de comunicaciones mediante los que se crea y circula la información oficial, señala Costamagna. Trabucco reclama por el elevadísimo costo de los libros en Chile, con un IVA del 20%, lo cual desincentiva su compra. La falta de continuidad de los proyectos de escritura, traducción, difusión y circulación financiados con dineros públicos, y la casi inexistente mirada regional que hace que la capital acapare los recursos y esfuerzos, reprocha Catrileo.
Ante estos atascos son destacables los esfuerzos de la Biblioteca Pública Digital, de carácter gratuito y con más de 70 mil títulos para descargar, leer y devolver; Bibliometro, que busca promover hábitos de lectura en los usuarios del Metro y las comunidades cercanas con 4 mil 700 títulos disponibles para préstamo a sus 50 mil socios activos; y la muy poderosa Furia del Libro, con dos ediciones al año y más de 100 estands de editoriales autogestionadas.
Leer, comprender y narrar el país también es posible fuera de las fronteras. Desde Estados Unidos, Uribe observa la literatura chilena con la perspectiva necesaria para observar que los géneros, líquidos y cíclicos, han ido mutando: “Estamos mezclando y vibrando, también conviviendo con las voces antiguas. Leer otras literaturas me hizo abrir los ojos acerca de cuál es la tradición literaria afrodescendiente en Chile y observar con atención las escrituras de resistencia a la hegemonía eurocentrista blanca, como es el caso de la tradición de las voces indígenas mapuches, que, por ejemplo, han hecho y hacen una literatura extraordinaria”.
Las poderosas letras póstumas de Vicente Huidobro, Juan Emar, Gonzalo Rojas, Jorge Edwards y Pedro Lemebel, y las vivas de Paulina Flores, Benjamín Labatut, Raúl Zurita, Alejandro Zambra, Jorge Baradit, Pablo Simonetti e Isabel Allende, por solo mencionar algunos nombres entre la copiosa lista de escrituras sorprendentes, también hacen parte del rico entramado literario en un Chile que no detiene su ebullición.
Literaturas de un tiempo incierto
Pese a dificultades, dice Costamagna, la cultura y la literatura chilena están vivísimas: “Esos son nuestros refugios, los espacios críticos desde donde podemos seguir pensando las utopías del futuro y donde tienen cabida modos de pensar menos patriarcales, menos colonizados, menos neoliberales”.
De esos refugios sabe bien Arelis Uribe desde su proyecto Editorial Negra. Con ella se integra a través de pequeños fanzines en inglés y español, y la edición, publicación y distribución de autores nuevos, a la cadena del libro como una manera particular y muy propia de resistir dentro del universo de la literatura, buscando comprender los cruces de la lengua en todas sus paradojas y, sobre todo, explicar lo que sucedió en su país en los tiempos de la revuelta.
Meruane cierra este recorrido con una clara perspectiva: “Ante el retroceso conservador, estamos en un momento de perplejidad que la producción cultural está mirando desde un lugar de ausencia de certezas. Se está intentando ver más allá de la superficie y afinar el ojo para poder interpretar lo que está pasando”.
El libro de la ensayista argentina Graciela Speranza, Lo que no vemos, lo que el arte ve, traduce bien la cuestión, dice Meruane. “Estamos intentando ver qué hacemos, por dónde exploramos. Por eso estamos en un momento de producción muy diversa que intenta armar un diálogo entre disciplinas. En esa especie de lugar híbrido buscamos narrar, no como reflejo de lo que está ocurriendo, sino intentando que eso pueda filtrarse desde un lugar no realista”.
De nuevo, la literatura como el lugar donde todo es posible… Y la literatura chilena como el lugar donde las grietas, la memoria y las preguntas se unen al canto del obsceno pájaro de la noche.