En la última década del siglo XIX, confluyeron varias corrientes estéticas que disentían del romanticismo tardío y del realismo económico de Honorato de Balzac y se escabullían por las sendas del naturalismo, cuyo propósito era la descripción objetiva de los acontecimientos sociales para luego trasladarlos a los “documentos” o novelas que podrían rivalizar con las crónicas periodísticas de nuestro tiempo.

En Italia, el naturalismo francés tomó el nombre de “verismo”, con iguales intenciones, pero con una notoria predilección por los bajos mundos donde proliferan los personajes “vencidos de la vida”, con historias sórdidas y sin esperanza de alcanzar algún tipo de redención, debido a su fuerte marginación y al rechazo social.

Pertenece a esta escuela narrativa el legendario escritor Gabriele D’Annunzio (1863-1938), quien fuera en sus primeros años una especie de dandy, autor de El placer, luego oficial de caballería, héroe de guerra y también un consumado político nacionalista, precursor del fascismo, por lo cual gozó de la admiración de Mussolini.

A Gabriele D’Annunzio debemos la espléndida novela corta Giovanni Episcopo (publicada en 1891 y traducida al castellano a penas en 2017 por Gian Luca Luisi). Se trata de un “documento”, según confiesa el autor a la escritora Matilde Serao, inspirado en unas notas que él elaboró después de frecuentar una “tétrica taberna” donde conoció al desdichado bebedor Giovanni Episcopo, un hombre dulce, pero infeliz, un Cristo anónimo, capaz de inspirar la historia que se dispone a contar.

El discurso de la novela empieza por el final, como suele decirse in extremas res. El narrador protagonista describe los detalles del crimen cometido dieciséis días después de ocurridos los hechos. El fraseo establece una especie de mono-diálogo con una autoridad o una sombra invisible, quizá el juez o el fiscal, que impide las divagaciones del inculpado.

En este contexto, el narrador descubre las peripecias de una existencia indigna por la falta de carácter y las incontables vejaciones que ha recibido sin oponer resistencia alguna. En la oficina es el hazmerreír de todos; en el mesón que frecuenta es objeto de sarcasmos y, un día de tantos, el maloso de la cuadra, Giulio Wanzer le rompe un vaso en la frente y le impone el estigma del dominio, a la manera de los animales que son marcados por el hierro candente de la sujeción.

Desde entonces, Wanzer se convierte en su dueño y Episcopo en el perro guardián que ha perdido la voluntad, los principios y los valores por el miedo que le tiene. Incluso el delincuente, para solaz de los comensales lúbricos, le propone que se case con Ginevra, la espléndida mesera, para que ella sea parte de una sociedad de trueque.

Pasado el tiempo, el pobre Episcopo sigue el consejo de su captor, se casa con Ginevra y tienen un hijo de nombre Ciro. Más tarde, el mafioso Giulio Wanzer, después de pasar una temporada en Argentina, se muda a vivir con ellos y entra en amoríos con Ginevra.

Sin embargo, las vejaciones que padece Episcopo encuentran un contrapunto en la actitud de su hijo Ciro de once años, quien por instinto le hace frente al capo, sin medir las consecuencias.

Esta novela pareciera iluminar el fondo de la degradación humana, pero también entreabre una grieta por donde podría filtrase la luz de la dignidad. En este aspecto, D’Annunzio nos deja entrever la influencia ejercida en él por Dostoievski, con sus obras La dulce y Crimen y castigo.


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