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– Empecemos con los aniversarios…

– Dediqué casi todo el año a Lord Byron (doscientos años de su muerte) y a Franz Kafka (su primer centenario), y me quedé con mucho que decir (o más bien, que repetir). Se habla mucho de Lord Byron “académicamente” pero se le lee poco y es un fundador de lo moderno, si es que ello importa a estas alturas. Jerôme McGann con Byron and the Poetics of Adversity (Cambridge, 2022), realizó un resumen excepcional de todo lo que no sabemos de mi lord. Y me falta una página sobre sus relaciones con Stendhal, a publicar pronto.

En cuanto a Kafka, no sólo releí lo esencial sino muchísimo que desconocía. No hay duda: si se trata de elegir al escritor representativo del siglo pasado ese fue Kafka, antes que su compañía habitual, la de Proust y Joyce. El primero es el fin de un camino; el segundo nos lleva alegremente hacia un callejón sin salida. Kafka, empero, no sólo profetizó el universo concentracionario y el sistema burocrático, como se ha dicho hasta el cansancio pero me “cansé” muchas horas leyendo lo que se fue escribiendo sobre él a lo largo del siglo.

– ¿Encontraste algo en especial para compartir?

– Por ejemplo, la primera edición del diario de Kafka en Francia decepcionó por no encontrarse en ella a ningún atormentado existencialista, sino a un atleta, según me enteré leyendo una reseña de Maurice Nadeau, pues los franceses, que sí cuidan a sus escritores, acaban de recopilar tres tomazos con todas las reseñas de ese señorón trotskista.

En fin, la prosa de Kafka, en apariencia convencional, es más desconcertante que la de todos los vanguardistas juntos. Y festejé, a pesar de los pesares, a su salvador, un Max Brod que ya querían llevarse a la hoguera por no cumplir, a la hora de salvar la obra de Kafka, con los estándares filológicos de hoy.

– Te faltó Joseph Conrad…

– Sí, ya no hubo tiempo. Pero alcancé a leer El agente secreto –no lo había hecho– y también escribiré sobre él.

Organicé en El Colegio Nacional un homenaje por los ochenta años (porque a sus cien no llego) de la muerte de Ramon Fernandez (sin acentos), el crítico francés de origen mexicano, que más allá de sus raíces (bien estudiadas por su hijo Dominique en su biografía de 2009) merece un lugar entre la gran crítica del siglo XX. Fue uno de los mejores amigos de Proust, aunque cultivó una extravagante admiración por George Meredith. De México, para tristeza de Alfonso Reyes, nunca quiso saber gran cosa. Pero lo importunamos con una fiesta sorpresa.

– Empezaron a aparecer los estudios sobre Roberto Calasso, fallecido en 2021, como el de Elena Sbrojavacca, que reseñaste aquí en Confabulario.

– En efecto. También reapareció en el mercado Claude–Edmonde Magny, gracias a la traducción de María Virginia Jaua, con la Carta sobre el poder de la escritura. A la hora de hacer el recuento de las críticas literarias, Madame Magny debe estar en primera fila. Estoy coleccionando sus rarezas para escribir más sobre ella.

– Murieron Jorge Aguilar Mora y José Agustín (del contraste entre sus muertes hablé en Letras Libres) y Edgardo Cozarinsky, escritor argentino nacido en 1939, que tanto cariño cultivó por donde fuese.

Y festejamos los noventa años de Gabriel , de palabra y por escrito. Sin Zaid, esa democracia que estamos perdiendo, no habría sido concebida conceptualmente, así que, a la hora de recuperarla, su pensamiento valdrá el doble. También, sin Zaid, nuestra crítica literaria y cultural sería otra, abandonada en las manos de los llamados “profeteóricos”.

A propósito de ellos, alcancé a reseñar la biografía de Slavoj Zizek antes de que el esloveno la sacara de circulación (Chicago University Press) y releí a Deleuze & Guattari y a Derrida, y a la distancia me parecieron más interesantes y divertidos de lo que recordaba de mi juventud de viejo crítico.

– ¿Historia y política?

– Sí. Magníficos rebeldes, de Andrea Wulf, sobre los románticos de la escuela de Jena me fue muy útil. Me impresionó el radicalismo liberal de Cayetana Álvarez de Toledo (Políticamente indeseable, 2021). Ambos libros reseñados aquí en Confabulario.

Pero la nueva biografía de Benito Mussolini del gran Maurizio Serra y el panfleto de Antonio Scurati sobre populismo y fascismo, no tienen desperdicio… Alarmantes noticias para todos nosotros…

– ¿Algo nuevo en ensayo mexicano o publicado en México?

– Definitivamente. Hace un año estaban Gabriel Wolfson (que no es ningún principiante), Adalber Salas y Guillermo Santos. Con Los colores del diablo y Mármol, Pedro Mena Bermúdez(León, Guanajuato, 1982), pasa a la primera fila. Un perfil de cínico muy clásico.

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– ¿Te sorprendió algo de la novela mexicana en 2024?

– No la seguí mucho. De los novísimos, Aura García–Junco con Dios fulmine a la que escriba sobre mí, me pareció lo más emocionante: un libro sobre el padre, lo cual no deja de ser una tradición muy mexicana, si a Pedro Páramo nos remontamos. Y llevaba una década de retraso en mis lecturas de Álvaro Enrigue, uno de nuestros grandes novelistas. De los varios libros suyos aparecidos en el lapso, Ahora me rindo y eso es todo (2018) es una novela mayor. Es ese libro mexicano sobre los llamados apaches que no existía. Para esto están los buenos novelistas, para colorear las zonas grises o en blanco que nunca faltan en el mundo de la imaginación. Leí la nueva traducción de Bajo el volcán, de Lowry, de María Vinós. Está dura la polémica entre los partidarios de ella y los ortodoxos que cierran filas con Raúl Ortiz y Ortiz.

Foto (Cortesía) de Aura García-Junco
Foto (Cortesía) de Aura García-Junco

– ¿Y España?

– Reseñé dos libros importantes: la biografía del hispano–argentino Guillermo de Torre, de Domingo Ródenas de Moya, El orden del azar (Anagrama). Un liberal a carta cabal y editor ejemplar que urgía rescatar, fue don Guillermo, a veces sólo recordado por haber sido cuñado de Borges. Y Carlos Clavería Laguarda, con El infinito no cabe en un junco, puso en su justo lugar a Irene Vallejo, el meritorio puesto de quien divulga lo más sabio y curioso de la tradición bibliófila, pero sin ejercer su crítica. Y eso hizo Clavería. En la península de “torticero” no lo bajaron, pero ya se sabe que allá, más que en otros lugares, la verdadera crítica está en extinción. También en los Estados Unidos, por cierto… En América Latina hay excepciones, como Leonardo Valencia y Wilfrido H. Corral, y un Horacio Castellanos Moya, cuya averiguación en la vida del desastrado poeta Roque Dalton, valió mucho la pena leer. No me olvidé de las memorias de Rodolfo González Echevarría, el gran crítico cubano.

– No renunciaste a tus antiguos según veo en tu lista.

– Nunca lo hago. Seguí hasta donde pude la saga de Madame de Staël, una combinación 1800 de Simone de Beauvoir, Hannah Arendt y Susan Sontag… Volví a la amistad entre Goethe y Schiller, tan recomendada como ejemplar en De la amistad en la vida y en los libros, de Ricardo Sáenz Hayes, volumen que nunca pierdo de vista. Me entusiasmó la biografía de Geoffrey Chaucer (2019), de Marion Turner. Seguimos teniendo una opinión “medieval” de los escritores medievales.

– Siempre escribes algo sobre música…

– Siempre que puedo. Habría preferido ser crítico musical que literario, pero no tengo oído y sé de discos, no de música, así que reseñé un tanto extemporáneamente los escritos musicales de George Steiner, muy bien editados por Grano de Sal.

– ¿Algo de que te arrepientas en el 2024?

– ­De no haber sentido apetito para releer a Truman Capote.

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