Empieza a escribir muy temprano, con el espíritu “claro, virgen y suficientemente despierto para lo que surja”. Su escritorio, rodeado de tres lienzos de la pintora abstracta neerlandesa Arty Grimm, debe estar completamente depurado y no le puede faltar la compañía de sus cinco gatos. Solo un caballo chino de arcilla y dos pequeños personajes chinos antiguos conforman el mobiliario de la sobria habitación en la que trabaja la escritora francesa Muriel Barbery (1969), reconocida por La elegancia del erizo (2006), una novela que vendió más de 12 millones de ejemplares en el mundo, se ha traducido a más de 40 lenguas y fue llevada al cine en 2008.

Semejante éxito la hizo huir de la vida pública. Desapareció por un tiempo, no porque detesta “ser visible”, sino porque la prensa sólo comentaba el fenómeno, mas no el libro. “Eso no tenía sentido; de lo que me interesa hablar es de literatura y era importante protegerme de esa locura”, confiesa.

Esa, su segunda novela, la escribió a mano, así como Rapsodia gourmet (2000) y La vida de los elfos (2015), porque tiene la convicción de que hacerlo directamente sobre el teclado empobrece el estilo. Sólo a partir de Un país extraño (2019) empezó a permitirse la computadora, no sólo porque tiene más control del acto mismo de la escritura, sino porque quiere alcanzar un estilo menos lírico y con una poética más concisa.

Probablemente, esa búsqueda está relacionada con su devoción por Kioto y su admiración por Kobayashi Issa, Matsuo Basho y Ryokan, autores de haiku, waka y tanka, la poesía breve japonesa que tiene la capacidad de “resumir extraordinariamente la existencia en tres líneas”. De hecho, su penúltima novela, Una rosa sola está estructurada a partir del verso de Issa: “En este mundo caminamos sobre el techo del infierno contemplando flores”, que Muriel cita de memoria, precisando que lo contiene todo: “Luces y sombras, pena y placer, comprensión y tinieblas”

Esa fascinación vino de la mano de su primer esposo, quien la hizo descubrir las artes japonesas. Pero no fue sino hasta 2006, gracias al “pequeño adelanto” que su editor le dio por La elegancia del erizo, que pudo ir quince días, durante las vacaciones de Pascua, a Kioto, el corazón del antiguo Japón, donde la cultura antigua se conserva y se mezcla con la modernidad japonesa. Más tarde obtuvo una residencia en la Villa Kujoyama, también en Kioto, y alargó su estadía hasta completar dos años.

Kioto y sus templos aparecen en sus dos últimos libros, Una rosa sola (2020) y Una hora de fervor (2022), no sólo de manera decorativa, sino como una experiencia vital y que explica “el choque estético y espiritual que produce encontrarse en un ritual de té o en un jardín japonés, donde la belleza provoca emociones, ya que no hay fronteras entre arte y naturaleza”.

Ser sabio es saber que cuanto más nos acercamos a la muerte, cuanto más maduramos, más renacemos


Muriel Barbery, autora de "La elegancia del erizo"

La novela se abre con una imagen de Haru en un jardín japonés, haciendo un repaso de su vida durante sus últimas horas y diciéndose: “Al fin estoy en armonía con las cosas”. ¿Esa “armonía” es perdón o aceptación?

Quería contar la trayectoria de un hombre que va de la sombra a la luz. Los budistas, taoístas y sintoístas dicen que la vida es un sueño del que uno se despierta en el momento de su muerte y que ser sabio es saber que cuanto más nos acercamos a la muerte, cuanto más maduramos, más renacemos porque aprendemos a vivir. La paradoja de envejecer para renacer está arraigada en las culturas asiáticas, mientras que nosotros tenemos una concepción mucho más lineal y dramática del evento final. Entonces, escribiendo y convirtiéndome en ese personaje, creo haberme vuelto un poco más sabia, en la medida en que confirmé una intuición confusa y, al tiempo, profunda, que siempre he tenido, y es que ser capaz de perdonar es vital. De hecho, en mi próxima novela exploraré más la cuestión del perdón.

¿Por qué?

Creo, como una convicción íntima, que es lo más poderoso del mundo y lo más salvador. Por supuesto, es algo que está ligado a una historia personal, pero también es algo universal. Todo el mundo tiene algo que perdonarse a sí mismo, que perdonarle a alguien o pedirle perdón a alguien, porque tenemos una sola vida y es imposible no tener arrepentimientos.

Así que escribir ficción fue algo muy precoz en mí y no hubo una verdadera transición


Muriel Barbery, escritora

En la novela equipara el fervor a la unión de experiencias vitales, ¿por qué?

El fervor se puede buscar en el arte, en la amistad y en el amor. Eso no ha variado en mis textos, pero cada libro me ayuda a explorar los mismos temas desde ángulos diferentes y a excavar un poco más en sus misterios. Mis lectores imaginan que desde el principio sé quiénes son mis personajes y que escribo para contarlos, pero no es así. De hecho, no sé quiénes son… En Una rosa sola hay un padre muerto del que solo se sabe que tenía un don especial para la amistad. Entonces, ese tema, que significa mucho para mí, lo pude desentrañar desde la ficción en Una hora de fervor y lo encarné en Haru, que era un personaje que me perseguía desde la novela anterior.

Antes de dedicarse a la escritura fue profesora de filosofía, ¿influyó en algo en su narrativa?

Estudié filosofía por razones muy extrañas, que no estoy segura de comprender y en realidad lo lamento, porque muy pronto me di cuenta de que mi verdadera pasión era la literatura. La filosofía es apasionante, pero no es mi manera de comprender el mundo, porque no lo comprendo por conceptos, sino por metáforas. Además, la formación en filosofía es más una trampa que una ayuda, porque no hay nada que me parezca más aburrido como lectora que las novelas filosóficas y conceptuales. En la novela no hay que explicar, sino comprender. Y las explicaciones matan la savia romanesca y le quitan pureza a la novela.

¿Cómo dio el paso entre profesora y escritora?

Tengo que confesar que escribo cuentos desde los doce años. Así que escribir ficción fue algo muy precoz en mí y no hubo una verdadera transición. Cuando era profesora, escribía en las vacaciones. Además, no tengo hijos y eso jugó enormemente en la libertad que tuve para poder consagrarme a lo que quería. Al terminar mis estudios, aparentaba escribir la tesis doctoral, que nunca terminé, porque en realidad estaba escribiendo mi primera novela, Rapsodia gourmet.

Y la segunda fue La elegancia del erizo, en la que se cruzan las vidas de Renée, la erudita conserje de un refinado edificio parisino, con una de sus habitantes: Paloma, una adolescente de 12 años, hastiada del mundo de los adultos. ¿Cómo surgió esa historia?

Gracias Jean-Marie Laclavetine, mi editor en Gallimard. Una de las personas que rodean al crítico gastronómico de Rapsodia gourmet es la conserje de su inmueble. En una escena del manuscrito original, ella habla de manera muy suelta, muy popular, entonces recuerdo que él me dijo: “Usted es una novelista, puede hacerla hablar como una princesa, como la duquesa de Guermantes”. Así que reescribí las dos páginas, con un estilo muy del (siglo) XVIII y después la olvidé completamente. Años después, volví a leer ese pasaje, recordé la conversación con Jean-Marie y ahí nació el personaje de Renée.

La fuerza de la ficción nos permite la vivencia de la alteridad


Muriel Barbery, novelista

¿Y cómo nació Paloma?

Al comienzo quería seguir de una manera cáustica a esta mujer cultivada, escuchar lo que podía decir sobre las obras que amaba y reír con ella sobre sus opiniones de los habitantes del edificio. Después de unas 200 páginas apareció esta niña que recoge un manuscrito en la portería. Entonces, mi marido de la época, que leía todo lo que yo escribía, me dijo: “Tienes mucha simpatía por las niñas, deberías crear una en esta novela”. Entonces volví al inicio e intercalé el diario de Paloma con la historia de Renée y ahí me di cuenta de que podían volverse amigas, pero inicialmente no estaba en mis planes.

Después llegan otros dos libros que son radicalmente diferentes: La vida de los elfos (2015) y Un país extraño (2019). ¿Es ahí cuando la novelista se revela plenamente?

Es exactamente eso. Después de La elegancia del erizo fui tan libre como lo era antes. Quiero decir que antes no tenía ninguna expectativa y con el éxito que logró pude dedicarme a escribir a tiempo completo, que era lo que quería. Pero una vez terminada, no me sentía todavía novelista, tenía la impresión de haber entrado en el mundo literario un poco por azar. Luego supe que era mi destino, así que escribí La vida de los elfos con un sentimiento de libertad total. Tenía muchos deseos de escribir sobre Japón, pero no lo lograba. Era muy joven y no sabía que se necesitaba tiempo para que una experiencia se metabolizara y pudiera llegar a la escritura. Llegué a los elfos explicándole a mi marido actual que los jardines japoneses eran tan perfectos que es como si hubieran sido hechos por los elfos… Y así me dejé llevar por el deseo de crear un texto lírico, libre, bizarro.

Usted asegura que escribe novelas porque son una “herramienta heurística” (hallar o inventar) que da orden a lo que se sabe solo de manera intuitiva…

Robé el término heurístico a Milán Kundera, porque efectivamente creo que la ficción es una herramienta de conocimiento, una penetración en las emociones humanas a las que no se puede llegar de otra manera, porque cuando se lee o se escribe, uno se convierte en otro y logra comprender y sentir profundamente lo que sienten los demás. La fuerza de la ficción nos permite la vivencia de la alteridad. En ese sentido, es una herramienta heurística, porque somos capaces de ser otro, de salir de nuestra soledad.

Parece que sus libros han ganado profundidad con el tiempo…

Estoy de acuerdo. Hasta La vida de los elfos consideraba cada libro una aventura única, era una especie de goce del presente. Ahora comprendo que estoy comprometida con un trabajo que es mi vida y en el que hay que progresar, no en el sentido performativo, sino en profundidad. Así que he reducido los medios líricos y narrativos para ahondar. El tema de la muerte se hará más presente en el libro que viene, porque quiero pensar en la vida con los muertos, no sólo por el hecho de saber que vamos a morir, sino porque vivimos con lo que hemos perdido.

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