La muerte de José Agustín despertó un homenaje muy singular en las letras mexicanas. Escritores de diversas generaciones confesaron que José Agustín les abrió las puertas de la lectura o —mejor aún— de la escritura. Sus libros fueron un hachazo en el tronco de la literatura mexicana, que hizo caer hojas y ramas secas. La literatura, por fin, dejaba de ser un territorio exclusivo de los conflictos y personajes admitidos por la cultura burguesa. José Agustín metió por la puerta grande de las letras a la generación de jóvenes que se rebelarían en 1968. Fue un golpe tan fuerte que reverberó décadas después. A principios de los 90, mi papá necesitaba entretenerme mientras pasaba tiempo en su oficina, en donde había algunos volúmenes abandonados por sus camaradas. El único libro que le pareció digerible para un mocoso caguengue que estaba dando lata fue Contra la corriente (1991).

Fue una revelación. Los hongos, el peyote hecho polvo, las bailarinas de los table dance, las juergas nocturnas, las corretizas de la policía: un grupo de amigos entre los que estaban Parménides García Saldaña, Juan Tovar, y algunos más. José Agustín repetía la hazaña de Miguel de Cervantes, y un poco antes, del genial autor del Lazarillo de Tormes. Con el Lazarillo y el Quijote entraron a la literatura los marginales de su época: los venteros, las arrieros, las mujeres que servían en las posadas, todos retratados con dignidad, con la dignidad de tener una historia propia, aunque fuera de un par de líneas. Yo me fui de nalgas al leerlo y descubrir que la literatura –me refiero a la gran literatura— no era sólo las aventuras que escribieron Salgari o Dumas. Mi realidad también cabía ahí. Digo lo mismo que otros colegas: José Agustín me autorizó a escribir gracias a ese pequeño volumen de crónicas, que por cierto se perdió: su autor desperdigó sus textos en otros títulos y nunca más lo he vuelto a conseguir.

Unos años después volví con mi padre. Le pedí un libro sobre la historia reciente del país. Me dio el primer tomo de la Tragicomedia mexicana, 1940-1970 (1990) y, a mi gusto, el mejor de la trilogía. El número dos (1992) va de los sexenios de Luis Echeverría (1970-1976) y José López Portillo (1976-1982) y el tercero, publicado en 1998, se ocupa del neoliberalismo: los periodos presidenciales de Miguel de la Madrid (1982-1988) y Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). No tengo duda: no hay mejor puerta de entrada a la historia reciente que la Tragicomedia. José Agustín repite la hazaña: la historia no le pertenece sólo a los políticos. Están los hombres (casi siempre hombres) de poder de la época. Retratados con sentido del humor, con sus apodos, sus rasgos físicos, sus malas artes. Pero no están solos en el mural de la historia. Toña la Negra, Agustín Lara, Dámaso Pérez Prado merecen la misma atención que los perversos tapados, suspirantes a la presidencia. José Agustín, además, relata cómo se usaba el bigote en los cincuenta y cuáles eran los sombreros de moda. Y escribe también la crónica de los movimientos sociales y sus héroes impuros, pero plenos de coraje y de sueños, como Demetrio Vallejo y el escritor José Revueltas.

En la tragicomedia, José Agustín no se arriesga al nivel de experimentación estilística de sus grandes novelas, pero es capaz de narrar la historia con amenidad, sentido del humor y filo crítico. Que la tragicomedia se permite licencias, sin duda. Tengo fresca una de ellas: en el tercer volumen afirma que Salinas de Gortari le pidió cuatro veces a Colosio que renunciara la candidatura del PRI. Colosio se negó y ¡pum!, se lo escabecharon en Lomas Taurinas. ¿Salinas mandó matar al sonorense? José Agustín reproduce la voz popular, que sospecha que sí. Aunque la investigación fue tan desaseada que nunca obtuvimos una versión creíble. Con todo y sus imperfecciones –inevitables en una obra monumental— José Agustín se tomó en serio la tarea: agotó hemerotecas, leyó libros especializados y coleccionó entrevistas aquí y allá.

Mientras terminaba la Tragicomedia, también escribía La contracultura en México, la historia y el significado de los rebeldes sin causa, los jipitecas, los punks y las bandas (1996) y ambos libros se influyen y trasminan. El primer capítulo “Burbujeando bajo la superficie” es una crítica brillante del México de los cincuenta que vio con estupor el surgimiento de los pachucos. José Agustín llegó a un mayor nivel de profundidad que varios de los intelectuales que opinaban profesionalmente de la vida pública.

El rock de la cárcel, su deliciosa autobiografía que va de su infancia en la colonia Narvarte a su encarcelamiento en el Palacio negro. A José Agustín lo involucraron en el tráfico de 17 kilos de mota, cuando él sólo traía una latita con 60 gramos. Un agandalle típico de la policía mexicana. Mientras está preso escribe –pienso— su novela más audaz y potente: Se está haciendo tarde (final en laguna). Se ha convertido en un autor de culto a sus 20 años, tiene una esposa bellísima que lo ama con devoción, dirige una película, y se enrolla con la actriz más codiciada de México. “Me parecía grotesco que fumar pudiese llevar a la cárcel. Mis errores en Ya sé quién eres [la película que dirigía] no se debieron a los alucinógenos sino a una extrema confusión, a la horrenda desprogramación que causó mi forma inmadura de tronar con mi esposa y con Angélica María. Por eso y por regarla en mi película merecía ir a la cárcel, no por fumar mariguana”. Ese es el tono del libro: franco sin cinismo, íntimo sin exhibicionismo, erótico en el sentido de una vitalidad plena.

José Agustín revolucionó la literatura mexicana: metió al canon literario las pasiones, la [contra]cultura y el idioma de los jóvenes. Esa revolución llegó a su obra de no-ficción: la crónica más íntima –sus memorias– pero también la más política: la Tragicomedia. Esos libros perdurarán como modelos de cómo narrar y narrarse: con amenidad y desenfado, mirando más allá de la élite, y con un cuchillo afilado. Si no, para qué.

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