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A veces me pregunto cuánto tiempo pueden sobrevivir las novelas que denuncian dictaduras cuyo dominio dura más tiempo que la vida de los escritores adversarios. El poder absoluto también genera lugares comunes y pareciera solazarse en un retrato de Dorian Gray cuyos rasgos de horror van perfeccionándose. Algunas grandes novelas latinoamericanas como La fiesta del chivo (2000), de Mario Vargas Llosa, se escribieron cuando el dictador aludido tenía casi medio siglo de haber sido asesinado. Y en su especiosa mala fe, pienso –aunque no tengo manera de comprobarlo– que Gabriel García Márquez ya pensaba en Fidel Castro, quien aún no era su íntimo amigo, como su dictador arquetípico, cuando publicó esa otra obra maestra que es El otoño del patriarca (1975). Mientras Vargas Llosa dejaba fijo y acaso insuperable un patrón en cuanto a la tiranía, García Márquez se solazó contemplando una ruina que acaba de descubrir y cuya ruindad acicalaría.
Mi única visita a Caracas fue en junio de 2003 cuando, por última vez, el Premio Rómulo Gallegos fue fallado por un jurado del todo independiente del chavismo. Presididos por Enrique Vila–Matas premiamos por mayoría a Fernando Vallejo por El desbarrancadero. Ignorábamos que el novelista colombiano le daría una bofetada a Hugo Chávez y sus secuaces al decidir donar el monto del premio a los perros callejeros de Caracas. El gesto iconoclasta de Vallejo abrevió, sin duda, la vida independiente de aquel premio y desde entonces lo ha ganado algún escritor de valía quien –lástima– no tuvo la dignidad de rechazarlo o de donar el monto a los necesitados. El resto de los premios –cuando los hay– ha recaído en viejas compañeras de viaje o en ignotos tontos útiles.
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Desde aquellos pocos días en Caracas que me recordaron más a Bananas, de Woody Allen, que a una remota gesta revolucionaria, he leído y reseñado algunas novelas venezolanas escritas en la diáspora. La más ambiciosa, The Night (2016), como lo dije en estas páginas, es una de las más recientes “novelas totales” de un autor latinoamericano. Es decir, Rodrigo Blanco Calderón (Caracas, 1981), parece cerrar un ciclo donde la tradición literaria es puesta frente a un escenario catastrófico, a la manera de un grito de auxilio proferido contra la barbarie por De Quincey y Baudelaire primero y, por Ramos Sucre y Philip K. Dick, después. Más tarde leí, La hija de la española (2019), de Karina Sainz Borgo (caraqueña también y de 1982), novela cuya sencillez de trazo y rotundo propósito fue tildada de “didáctica” por algunos peninsulares quienes siguen otorgándole el beneficio de la duda a las autocracias indianas.
Tras Blanco Calderón y Sainz Borgo, llega Carlos Egaña, venezolano radicado en Nueva York y nacido ya en 1995. Pese a ser el más joven, su novela (Reggaetón, Punto Cero, 2022) es la más tradicional de las tres. “Antinovela” de aprendizaje o no, es narrada en primera persona por un señorito quien, en la noche caraqueña de la disipación sin fin, tiene barruntado un proyecto: “no quisiera ser chavista, sino un chavista”, aprovechándose sin escrúpulos de la corrupción y el enriquecimiento prohijado a raudales por la llamada Revolución bolivariana.
Tan soeces han sido los populismos latinoamericanos que los pocos intelectuales que los han apoyado –porque lo mismo los Ortega, Bolsonaro o López Obrador los detestan– se han ahorrado el clásico libro de la decepción o del arrepentimiento. Creo que el último ejemplar latinoamericano de ese género que leí fueron las memorias del pobre padre y poeta Ernesto Cardenal (lo digo con todo respeto pues lo conocí al final, a la hora de su contrición).
El resto de los letrados que van a esos circos pasan directamente a medrar y a mentir, de tal manera que Reggaetón, de Egaña ya es una novela propia del siglo XXI, cuando se vuelve una pérdida de tiempo ponerse alguna máscara ideológica enriquecida en su diseño con algún dije patrístico. Inclusive, en Reggaetón, cuando alguien recurre a un tono ético o simplemente decente, a quien escuchamos es a un instructor de autoayuda, no a un maestro de marxismo. Tanto rollo de Ernesto Laclau, el marxistizador del populismo, para acabar escuchando a un personaje de Egaña decir: “Ya pasó la mariquera de que los burgueses están en un lado, los chavistas en otro: olvídate de la retórica de Chávez, todos estamos claros en que venimos a hacer plata”.
El antihéroe de Egaña es del todo predecible, no tiene escrúpulos morales y se iniciará, entusiasta, en el alcohol, las drogas duras, el sexo en sus variables tan finitas y los bailes sicalípticos (dirían aquellos que leyeron las novelas de la Onda mexicana), todo ello mediante un notable ritmo narrativo, veloz y concentrado a la vez, donde la abundancia de localismos son tan reconocibles e intercambiables para otro latinoamericano (incluso para alguien de la pelea antepasada como yo) que no hace falta glosario, gracias a la bienaventurada homogeneidad sintáctica del español nuestro.
En Reggaetón, insisto, me encontré con una versión muy “gruesa” de las primeras novelas tan bobas, de un Gustavo Sainz en México, o de un Andrés Caicedo en Colombia, y extrañé los momentos de trascendencia, con cierta iluminación, alcanzados en sus mejores páginas por José Agustín (y no en las peores, de las cuales no es correcto hablar este año), pues si Egaña no quería escribir una novela banal sobre vidas banales, por desgracia, así le salió. Veamos sino: “La Dealer baja, le doy las luces, todo tranquilo. Mucho más chillcuadrar monte con esta pana en La Boyera –conjunto cerrado, mismo mandibuelo– que donde lo suelen hacer los miembros de la familia. No encuentro por qué se buscan lugares tan feos y tipos tan rastreros para comprar monte, si tanto les gusta armar show en las fiestas y ponerse gomina por el pelo. Tal vez comprar la vaina mientras pasan un susto es parte del mojón: mira que arrecho soy, mira dónde conseguí mi vaina, mira cuánto me costó. ¿No es más arrecho que te vendan una buena vaina sin tener que pasar pálida, sin tener que desviarse del camino?” (p. 139).
Harto de tanto reventón, de esa rumba que en las ciudades altas nos da vértigo, del uso abusivo de la germanía, de la testosterona y de la juvenilia, de la asumida y deslavada influencia de American Psycho, leí la novela hasta el final ansiando que el empeñoso Egaña tomara control psicológico de su personaje, y que sucediera algo relevante con su alma o con su cuerpo. Pero ello no ocurre y en la suerte, cuando está del todo echada, no hay misterio novelesco. “Soy un caso perdido”, alcanza a decir el heroecito. “La noche no me complació. Los destellos de emoción se perdieron en el hedor”, como suele suceder y para ello no es necesario que nos tiranice Nicolás Maduro.
Ubicada en el contexto de la Venezuela postchavista, Reggaetón cumple con ofrecernos un cuadro convincente de nihilismo. Pero precisamente los maestros rusos nos enseñaron a pintar almas débiles con una paleta bien provista de ocres y grises, y ello es el camino que deberá seguir Carlos Egaña. Retratar un mundo “inmoral” no convierte necesariamente al retratista en un poeta maldito, sino en un fraile predicador, aunque se ahorre sermón y moraleja. Bienvenido a la pesadilla: si para algo no sirven las buenas intenciones, es para hablar del Mal.