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En un cruce de calles, en alguna zona indeterminada de México, un par de camionetas deja ver a militares con ametralladoras al pecho o empotradas en la batea. Pasan en rondines, vigilando. Esta escena puede ser reemplazada con sicarios armados en sitios del país con fuerte presencia del crimen organizado. Los visitantes que llegan a una localidad caliente son advertidos por los pobladores: deben andar con cuidado porque hay halcones, “personas que nomás ven a quién joderse”. Estas escenas, con sus particularidades, también se replican en otros lugares y calles de Latinoamérica.
¿Qué pensará la gente común cuando se habla de “militarización social” en un país donde el debate público gira en torno a la preponderancia del Ejército en la vida civil, al frente de tareas de seguridad, de las obras públicas, en el adiestramiento de cuerpos policiacos?
El investigador del Instituto de Investigaciones Económicas, David Barrios Rodríguez, considera esta pregunta para distinguir un fenómeno que se extiende por México, Centro y Sudamérica. En su libro, La vida entre cercos: militarización social en América Latina en el siglo XXI, publicado por la UNAM, estudia las implicaciones sociales, estéticas y culturales de las economías criminales en México, Colombia y Brasil como ejemplos capitales, analiza cómo el acceso a tecnologías bélicas y tácticas castrenses posibilita la construcción de una estructura estatal paralela al gobierno, regida con activos financieros amparados por el uso de la violencia, como la extorsión, la “regulación” de precios en productos del campo, y, al controlar territorios, impone penas y castigos y genera códigos culturales o expresiones lingüísticas y musicales.
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Este fenómeno del crimen, condicionado por dinámicas geográficas e históricas, explica la fragmentación del Estado y la creación de nuevas amenazas entre sectores poblacionales que dependen, forzosamente, de la actividad delictiva, una nueva forma de vida cercada, simbólicamente, por lo que llamamos narco.
A primera vista la militarización social puede leerse en términos tautológicos; en el habla pública por militarización se entiende una usurpación de tareas civiles de parte de los militares. ¿Cómo la explicas?
La militarización es parte del debate en México en los últimos años, y se entiende que es dar más presupuesto y actividades de carácter civil a las Fuerzas Armadas o profesionalizar policías militarizadas, ese es el parámetro bajo el que se mide si hay militarización, son más bien cuestiones materiales, pero cuando hablamos de militarización social pensamos en las metáforas bélicas que hay en México y América Latina: hablamos de balaceras, de comandos, de Estados de emergencia, esto no era así en los años 80 y 90. Hoy es omnipresente lo que anteriormente se asociaba con el norte mexicano, el lenguaje que habla de retenes o levantones, cómo la ciudad se habita y los espacios se modifican en zonas donde hay guerra entre organizaciones, es una militarización que pasa por la cultura, pero además, la militarización de las economías criminales, el acceso a equipos y tecnologías bélicas como drones o la especialización táctica que, por extracción periodística, se sugiere la injerencia de otros cuerpos adiestrados como los gafes o kaibiles, en el caso de Los Zetas por ejemplo.
Este planteamiento de la militarización social tiene que ver con el control de territorios, poblaciones, reclutamiento de gente, es una óptica que va más allá de lo estatal, y que va más allá de México; en América Latina las economías criminales son diversas: en Colombia esto que son los combos, en Brasil las facciones de tráfico o las llamadas milicias, estructuras armadas conformadas por policías, militares y bomberos, en activos o retirados, que hacen tareas de vigilantismo y que se les ha involucrado en el asesinato de Mariel Franco, congresista de Río de Janeiro.
¿Cómo se diferencian los grupos criminales de las guerrillas de los años 80, 90, que realizaron operaciones tácticas para reducir la fuerza del Estado?
Hay un cambio sustancial: muchos de estos grupos tienen un financiamiento gigantesco, que ya no sólo proviene de la producción de drogas, sino del tráfico de personas, de armas, las extorsiones, y eso les ha permitido concretar el proyecto que articuló la insurgencia latinoamericana: el Estado dual, básicamente plantearon generar estructuras estatales paralelas; por la vía de los hechos, los grupos criminales lo han logrado. En México y en Colombia han logrado imbricarse en las estructuras de gobierno. En Brasil en los años 70 hubo un caso excepcional con el Comando Vermelho, surgido en las penales del litoral de Río de Janeiro, donde los guerrilleros encarcelados politizaron a reos que asaltaban bancos, y que luego vino a menos pero inspiró a la pandilla el Primer Comando de la Capital. Ahora sabemos que la toma de poder de estos grupos viene de las cárceles, lo vemos en Centroamérica…
Como la revuelta carcelaria de Ecuador que terminó con la toma de espacios comunicativos. ¿Hasta dónde podrían llegar?
Pongo a discusión la fragmentación de territorios, y México es el caso más acabado junto con Colombia. A la gente joven quizá no le diga mucho porque le tocó crecer con esto, pero sí a los que venimos del régimen del partido de Estado del PRI, que tenía un control de las estructuras estatales; hay una fragmentación tremenda. Rescato un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos donde se señala que Los caballeros templarios controlaron el 70% de los municipios. La filtración de documentos de Guacamaya Leaks, que debemos tomarla con mucho cuidado, donde el Ejército reconoce la presencia de grupos criminales en el 72% del territorio nacional. Han llegado a tomar instancias de decisión política, como lo vimos, y del control efectivo, lo que el sociólogo Finn Stepputat llamó la “soberanía de facto”, es decir, la posibilidad de arrogarse el derecho sobre la vida de otro. El ejemplo es el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa: una situación donde la policía los detiene y se los entrega a estos tipos. En los hechos, no en la narrativa oficial, la presencia del Estado se limita a las policías y los militares.
Esto tiene implicaciones vitales. Dejando atrás el tema del narcotráfico, han establecido relaciones económicas con la población general y está en el imaginario de la gente, un ejemplo son los gota a gota o pagadiario, que surgen en Colombia: una especie de usura dirigida a sectores populares y que en México tengo la impresión de que le llaman montadeudas, eso viene del Valle de Aburrán, no sólo de Medellín, y es esto de ofrecerles préstamos a las familias o a los pequeños comerciantes y después imponer intereses altos y resolver esa deuda a partir del recurso de la violencia. En los últimos reportes periodísticos se habla de una incidencia en diez países de América Latina; ocurre en el barrio donde vivo.
Hablemos de la militarización social que atraviesa incluso a la cultura. En tu libro retomas el concepto del narcoñol. ¿De qué otra manera se fusiona la producción de lo que llaman narcocultura; a falta de una definición más redonda pienso en la cultura del malandro?
Rossana Reguillo, una investigadora importante del ITESO de Guadalajara, habla del narcoñol, y plantea cómo el lenguaje se va llenando de palabras como levantones, plebada, etcétera, y esa habla coloquial no estaba plagada de estas expresiones. En esta evolución pasa algo curioso: hay una condena mediática de estéticas musicales, pero en cuanto a la cultura de masas, se explota muchísimo, ahí están las series de televisión, la transformación de los corridos que derivaron en el movimiento alterado y finalmente llegaron al corrido tumbado. Pero esto no se limita a México. En Brasil hay una estética asociada a los malandros, como mencionas, porque sí hay un componente racial con los afrodescendientes (en México quedó superada la figura del ranchero botudo…) y en Río de Janeiro hay un tipo de música, un ritmo llamado funky, la versión brasileña del reguetón en las favelas, y tiene dos subgéneros que están prohibidos en la radio y si los pones en una fiesta la policía te puede ordenar que la quites: uno es el proibidão (remite a lo prohibido) y otro muy sexualizado al que llaman putaria. En Colombia podíamos hablar de géneros musicales asociados al crimen organizado y a formas de habla, como en Medellín con el parlache.
No estoy en la postura de condenar esas expresiones estéticas y culturales, creo que están señalando algo más profundo, cómo la juventud tiene un cierto horizonte determinado por cuestiones estructurales. Dedicarse a ciertas actividades ilícitas es lo que hay, o vivir en condiciones deplorables. Ahí está ese famosísimo corrido que dice “Más vale cinco años de rey que veinte de buey”, ese verso lo recuperó Rossana para establecer que la expectativa de vida de un joven sicario son cinco años. Ese horizonte de fatalidad está generado por las condiciones estructurales. Y estas estructuras obedecen a dinámicas históricas y geográficas, en México y América Latina. Hay una idea de que la violencia es algo consustancial a Latinoamérica y concretamente a los de Juárez y Medellín o Río, cuando intervienen estas dinámicas; por ejemplo, desde el puerto de Río se pueden llevar estimulantes ilegales por distintas rutas, esa situación geográfica la comparte el norte de México, Medellín, porque siempre fueron lugares de contrabando, y aunque Medellín no está en la frontera, abre una ruta importante hacia Centroamérica que es el Urabá y el Tapón del Darién.
¿La idea del sicario cómo está presente en otros lugares del continente? Esto que Brasil tenga música popular y, al mismo tiempo, rechazada socialmente es interesante: hay una conexión en el caso mexicano. ¿Habrá una lógica?
Hay sectores poblacionales que comparten criterios estéticos, culturales, sociales; se asume, en algunos lugares del continente, que si matan a una persona de determinado extracto, “Él se lo buscó”, “En algo andaba”, “Por algo ha deber sido”, esto se replica por asociación cultural y que por supuesto está atravesado por la clase y lo racial. En el caso de Brasil y Colombia, compartimos esa idea del sicariato. En el caso de Río, las distintas fracciones de tráfico están identificadas con marcas de ropa y colores, el Comando Vermelho con el rojo, pero hay otro grupo llamado Amigos dos amigos (ADA, “Amigos de los amigos”) que usan la ropa de marca Adidas, entonces si alguien está intentando controlar un barrio (en México, plaza), no puedes portar cierta ropa de determinada marca o ciertos colores de prendas. Son códigos que van emergiendo y que tienen una lógica propia; al final, eso es cultura.
¿Qué piensas de lo dicho por el antropólogo Claudio Lomnitz sobre una lógica de castas que opera en el crimen organizado?
Mira, yo creo que son estructuras jerárquicas y patriarcales, en el sentido de que hay un orden autoritario vertical guiado por una hipermasculinidad, para citar a Danilo Assis Clímaco, que es: ante un momento crítico, surgen tipos de masculinidad que se anclan en lo más pernicioso: la violencia o la fuerza. Partiendo de ahí, si le agregas poderío militar, cualquier ejército, el que sea, funciona verticalmente. Hay también eslabones: casi todos pensamos que hay algo muy arriba en el crimen organizado, que no son el Mayo Zambada ni el Chapo Guzmán, no lo conocemos a cabalidad, pero pasa más por lo financiero, por la adquisición de bienes e inmuebles, es difícil pensar que eso lo hagan los campesinos que producen amapola. El eslabón más bajo, presente en el Triángulo Norte, Brasil y Colombia, es el que aquí en México llamamos halcón, en Colombia, campanas, y en Brasil, oleiros. Son tareas que recaen en gente joven, y lo hacen personas que están mucho tiempo en el espacio público y ya no coinciden con el estereotipo de la persona malandra que vigila, pueden ser trabajadores ambulantes, taxistas.
¿Es lo que nombras securitización?
La securitización, ese proceso en el cual se empiezan a definir amenazas sociales. En México y América Latina no nos queda duda que buena parte de este proceso tiene que ver con la economía criminal, pero incluso va mutando contra ciertas formas de descontento popular. Y esto desencadena algo que suena muy espeso, que son las “disputas securitarias”, y tiene que ver con que, en esta fragmentación, las distintas estructuras criminales, las fuerzas del Estado, etcétera, todos estos grupos establecen una disputa entre sí, y en la escala del territorio hay una constante definición de amenazas. Implica confrontación, pero también crea “fronteras invisibles”: tú vives en un barrio controlado por un grupo armado y vas a la escuela o al hospital del barrio aledaño controlado por otro grupo, y no puedes pasar por ahí porque el otro grupo asume que como vives en territorio enemigo, estás haciendo tareas de halconeo, lo que en términos militares es vigilancia. Por eso el nombre de La vida entre cercos: vemos que la población está al asedio.