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“Cada palabra debe estar llena de polvo, de cielo, (...) de sudor y de miel…”, dice un poema de Alejandra Pizarnik fragmentado vilmente. Esas palabras que evocan y suelen vagar por obras como la de la argentina o enlodar, maravillosas, las puestas de Enrique Lihn o Nicanor Parra, también aparecen en la más reciente novela de Mónica Ojeda: Chamanes eléctricos en la fiesta de sol.
Una obra con buen recibimiento en España, lugar de residencia de Ojeda, donde se publicó a inicios de este año bajo el sello de Random House. Ahora le espera el público del continente donde está ambientada la novela, en un Ecuador empantanado por la violencia, un país que, sin afán del contraste, goza de una riqueza cultural y el folclor del mundo andino que atrajo a viajeros como Alexander von Humboldt y que la ecuatoriana ha congregado, prosísticamente, como lo hace la tradición Inti Raymi o, en este caso, el Ruido Solar.
Un festival rave en el cráter de un volcán sirve de escenario dinámico que expulsa, como una erupción, voces indefinidas, trastocadas de memorias, sonidos de horror y psicodelia, ahí lo ancestral y lo moderno se tocan y separan, ahí la banda Chamanes eléctricos truena avisando el peligro de la tierra, las tecnocumbias convocan al baile de palabras, al uso de la ayahuasca y psicotrópicos como puente hacia la sanación, quizá más allá, al renacimiento de uno mismo. Un festival que, por encima del trance, muestra los traumas de un Ecuador desperdigado a fuerza de crímenes, de violencia instrumental, de ausencias varias, del desarraigo, de suturas donde no hay heridas, al menos no a la vista, en el cuerpo del mestizo latinoamericano.
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La narrativa de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), electrificada por la poesía, la llevó a las finales del Premio National Book Award en 2022 por Mandíbula. Mención que se replica al considerar, la crítica, las letras contemporáneas que conforman un fenómeno literario continental, con exponentes como Fernanda Melchor (México), Mariana Enriquez (Argentina), Samanta Schweblin (Argentina) o Daniela Catrileo (Chile).
Si atendemos a lo dicho por Roberto Bolaño, de que una prosa que arriesga debe colocar un espejo en el cual mirarse y luego verse en otros, el libro Ojeda goza de espejismos.
Porque más allá de las asociaciones que como lector uno alcance a percibir, si en la figura paterna como el eco de un muerto a Pedro Páramo o en la oralidad que compone el cuerpo y la conciencia, estados disueltos en aparente contradicción, a El arco y la lira de Octavio Paz, la novela de Mónica Ojeda cruza el umbral de lo incierto y medita desde ahí la condición de su Ecuador: una realidad que llega a través del oído.
¿Qué tanto de la cultura rave permeó en esta obra? Pero además, ¿qué tanto de ella está presente en ti como autora?
He ido a festivales y he escrito mucho desde el lugar de la evocación, de la experiencia de festivales fuera y dentro de Ecuador, pero hace mucho tiempo que no asisto a uno. Entonces, ha sido una escritura de evocación, de imaginación y, luego, de estudio; cuando estuve escribiendo la novela me puse a investigar sobre un montón de festivales que me han parecido fascinantes en la teoría, como Burning man, lo que pasó en Woodstock (una congregación hippie ambientada con rock en agosto de 1969), descubrí en Ecuador un festival que se llamó Rock volcánico y se hizo en el cráter de un volcán en 1999. Yo era muy chiquita por entonces. Y al parecer fue Soda Stereo, lo cual me parece maravilloso. Y luego revisé el historial de Los Jaivas, un grupo de rock psicodélico chileno que llevaban sus conciertos a lugares inhóspitos: tocaron en la cima del Machu Picchu, tocaron en la Antártida; me parecía interesante esa mixtura entre la experiencia musical del cuerpo y la geografía en la que estás escuchando la música, esa sinergia, esa especie de contaminación positiva, la ósmosis que se da entre la música y el entorno. Nos importa mucho cómo y dónde escuchamos la música. A partir de todo esto creé el Ruido Solar.
Los festivales, en general, son muy comunitarios, va gente con los mismos gustos o que busca cierta experiencia. En la novela tiendes un puente entre las comunidades indígenas, y sus rituales, y las comunidades enfocadas en lo tecnológico-sonoro. ¿Cómo tendiste este vínculo entre lo moderno y lo ancestral?
Vivo en España desde hace seis años, pero trabajé con mi experiencia como costeña ―porque soy de la costa de Ecuador―; es una experiencia cercana porque es un país bien chiquito y si realmente eres una persona con inquietudes en torno a la naturaleza, a la literatura y las artes, te desplazas mucho dentro de Ecuador. Mi conexión con los Andes y el mundo andino siempre ha sido cercana y distante: distante porque soy de la costa, cercana porque me ha convocado y he estado en muchas ciudades de la sierra ecuatoriana, en el páramo, en la montaña, he asistido a fiestas en estos entornos, me he puesto la máscara del Diabluma, estas experiencias las he vivido con respeto y en el entendimiento de que mi cuerpo es un cuerpo mestizo o ha entrado a la categoría de lo mestizo. Mi educación ha sido con aspiración a la blanquitud, a mí no me enseñaron quechua. Es de adulta cuando he estado aprendiendo el quechua, a mi tiempo; ahora mismo entiendo el quechua pero no sé hablarlo, hay cosas sueltas. Se ha generado, educacionalmente, esa distancia entre el mundo andino y el de la costa. Cuando me senté a escribir, lo que hice fue trabajar desde esa posición, con personajes que pertenecen a la costa y suben a los Andes por su interés del mundo andino, y luego con todo mi conocimiento andino que he ido afinando a lo largo de la novela; es un mundo donde está vivo lo ancestral y es protegido y defendido, pero también está lo moderno y lo contemporáneo, y estas dos temporalidades se mezclan. Convive lo ancestral con lo radicalmente moderno. Para mí, el mundo andino es retrofuturista.
El culto al sol ha estado presente en la mayoría civilizaciones antiguas, desde las europeas, los celtas y romanos con sus fiestas solares, hasta las mesoamericanas. Sin embargo, tengo la impresión de que nos han llegado a través de filosofías contemporáneas que después son comercializadas.
Hay una especie de corazón que conecta los puntos geográficos más distantes en cuanto al culto al sol, el fondo de los relatos míticos, del pensamiento mítico ―que por cierto, no lo veo como algo del pasado, creo que seguimos en el pensamiento mítico, y además qué bueno― es el pensamiento de la literatura y el arte, si no tuviéramos pensamiento mítico no habría arte. Pero claro, ese pensamiento mítico, que es global y ha generado una historicidad del mundo y de las sociedades que lo habitan, tiene puntos en común con territorios que parecen distantes y que jamás se hubiesen tocado; por ejemplo, el mito de las sirenas se repite en muchas partes del mundo, sólo que no se llaman sirenas, al igual que los chamanes han estado ahí, sólo que no son exactamente iguales, y no se llaman chamanes, en Ecuador es yacha. El nombre “chamán” viene de los pueblos de Siberia, y se empezó a generalizar.
Lo único que va evolucionando en nuestro pensamiento universal es la fuerza de los relatos
Mónica Ojeda, escritora ecuatoriana
Hay un fondo mítico, un corazón del entendimiento de la vida, de la existencia, la naturaleza y los astros que nos llega hasta el día de hoy y que va mutando. Están los relatos de la ciencia que también trabajan con los astros y la naturaleza, e insisto: también son relatos. Luego están las vertientes ancestrales que defienden sus filosofías en nuestra contemporaneidad y se ligan con lo que hoy llamamos ecocrítica. La ecocrítica es la filosofía natural de toda la vida. Pero también se liga con el movimiento new ages, que a mí sí me parece más problemático pues lo que hace es tomar los elementos que encuentra exóticos y divertidos de las culturas tradicionales y los vacía de toda su potencia revolucionaria y de todo lo incómodo, lo lleva al norte global, ya digerido, para que el capitalismo pueda vendértelo. De todas maneras, lo único que va evolucionando en nuestro pensamiento universal es la fuerza de los relatos: los relatos van variando pero seguimos teniendo el mismo interés por el sol, por la luna, por la Tierra, varían los lugares donde nos vinculamos con ellos, incluso la razón poética.
Hablas de la “educación blanca”... ¿Cómo trabajaste con las culturas andinas sin trivializar sus tradiciones y su cosmovisión?
Como posicionamiento filosófico, no parto de lo blanco en absoluto, mi educación, sí. Es verdad que me educaron en el Colegio Jefferson, estaba en una clase que se llamaba Eisenhower; me enseñaron inglés al igual que español; estudié Literatura en una Universidad y lo que leíamos era, sobre todo, extranjero. Una educación absolutamente desprendida del territorio que habitas, una cosa muy loca, como para mirar un territorio abstracto que no está contigo. Siempre he sido muy crítica con la educación que recibí desde niña, y pretendo seguir siéndolo aunque me cueste; significa habitar un conflicto. No puedo negar que ese es mi lugar de origen y así es como me han educado, pese a tener el cuerpo que tengo, pero sí puedo criticar el conflicto, cuestionarlo, desplazarme a otros territorios de pensamiento.
Es importante que pensemos que el exotismo no está en los objetos artísticos, sino en la mirada de quienes reciben el arte
Mónica Ojeda, escritora ecuatoriana
Hice ese ejercicio al escribir la novela, habité el conflicto. Sería falso negarlo, y peligroso además. En mi literatura me interesa cómo se abre esta herida del mestizo, que es el conflicto de identidad. ¿Qué eres? No eres indio, no eres negro, no eres blanco ¿Y qué pasa con esa herida del mestizaje? ¿Dónde te posicionas? ¿De qué tradición eliges beber? ¿A qué decides responder? Quería que hubiese ese estado en crisis de los cuerpos: son cuerpos que vienen de la costa, van al festival andino y, de repente, uno de ellos se pone la máscara del Diabluma, pero sabe que en realidad el Diabluma no se llama así, sino Ayahuma, y que el Diabluma es un nombre colonial, lo sabe pero igual lo repite. Son personajes conflictivos y mi novela no pretende dar una respuesta, sino ahondar.
Desde el principio pensé en no abordar nuestras culturas indígenas desde una posición exotista, más bien desde el conocimiento corporal y físico, como yo me he acercado. Pero hay que ser conscientes de que el exotismo no está en las obras literarias, sino en quiénes las leen con desconocimiento y deslumbramiento: “Oh, mira, la fiesta del sol, qué sorprendente”. Para mí no lo es. El Inti Raymi se ha hecho en mi país desde hace mucho tiempo, no estoy exotizando el Inti Raymi. Pero si los leen los del norte global, en España por ejemplo, les parece rarísimo, exótico. Es importante que pensemos que el exotismo no está en los objetos artísticos, sino en la mirada de quienes reciben el arte; no son consumidores pasivos.
La novela de Daniela Catrileo, Chilco, creo que dialoga con tu obra…
Desconozco la novela de Daniela, pero la leeré…
Justo en ella Daniela narra el desarraigo al que está sometido un mapuche y cómo entra en una crisis de identidad tras salir de sus terruños, algo que más o menos le sucede al padre de Noa, Ernesto Aguavil.
Desde los Estados-nación latinoamericanos a veces quieren imponer un mapa territorial que no corresponde con la experiencia del territorio habitado. Mi madre y la familia de mi madre son de la costa, pero mi padre nació en Cuenca, una ciudad de la serranía ecuatoriana, y mis dos abuelos, los padres de mi papá, son de Quito. Si vamos hurgando en la historia familiar, vemos desplazamientos territoriales y herencias familiares que son de territorio, de cultura, de mirada política sobre el territorio. En cambio, los relatos de identidad nacional buscan la pureza, y además con intenciones fascistas: el costeño puro, el serrano puro. Igual no me interesa ni como persona habitar ese discurso mucho menos escrituralmente. Lo que sí me interesaba del personaje de Ernesto Aguavil es que encarna todo ese conflicto del que estamos hablando: su madre es medio chamana, medio bruja, pero él es un judeocristiano que ve todo eso como paganismo, ve a las culturas andinas desde un lugar de distancia absoluta, pese a que él es un ser andino que no ha podido separarse de su montaña y vivió en la costa con familia un tiempo y tuvo que salir corriendo, regresar a su montaña, y, sin embargo, tiene una visión panteísta de la naturaleza porque dice que “...la respiración del bosque es la respiración de Dios”, y no es consciente de que sólo así se acerca a su madre que tanto rechaza, no quiere tocar el recuerdo de la madre, le parece un lugar inhóspito de habitar. Ahí está el conflicto del mestizo latinoamericano, habita en Ernesto Aguavil y en los personajes del Ruido Solar.
Gilles Deleuze señala en La imagen-tiempo: estudios sobre el cine ese drama óptico, quizá para recordarnos que la obra de un artista nace a partir de una imagen en la mente, pero también me parece que esa imagen puede sustituirse por otro sentido: el oído, algo que los críticos llaman “realismo sinestésico”. En tu caso, podríamos decir que antes que la imagen, fue el sonido…
Bueno, me encanta también Deleuze, su pensamiento es hermosísimo, su obra es un dispositivo para pensar la literatura pero dándole la vuelta a la historia de la literatura... Y claro, el origen de esta novela tiene que ver con el oído cuando los ojos no pueden ver, tiene que ver con el escucha en medio de la noche, abrir la posibilidad de que otros sentidos sean portadores del conocimiento porque vivimos en una cultura donde el imperio de la vista dicta cómo tenemos qué pensar y cómo debemos relacionarnos con el mundo, pero el oído tiene un aspecto que conecta con la “tiniebla interior”, como dicen Nietzsche y Pascal Quignard, conecta con la “zona muda”, como dice Enrique Lihn, habita en nuestros cuerpos y no siempre se puede materializar, nos da aviso de otro mundo, invisible, que existe, sin embargo: porque es capaz de penetrar y salir de nuestros cuerpos una y otra vez, como el aire.
Me interesaba entender la escritura como un espacio sonoro, pensaba bastante en el ensayo de Pedro Lemebel, El abismo iletrado de unos sonidos, y en este ensayo él reivindicaba la oralidad en la escritura siendo él un escritor. Me parece interesante la idea de que la escritura es siempre un ejercicio de evocar voces que ya no están, es un ejercicio de reclamar la “oralidad perdida”; siempre que estamos hablando del sonido de la escritura, no sé de qué hablamos porque la escritura no suena hasta que alguien levanta la voz. Miento. Sí suena, suena imaginariamente, suena en nuestras cabezas, hay un sonido que nosotros inventamos cuando estamos leyendo. Esa vinculación escritura-sonido: escritura, como algo visible; sonido, como algo invisible que entra en el cuerpo, me parece muy atractiva.
El inconsciente vomita imágenes poéticas cuando el cuerpo tiene cosas que no sabe palabrear
Mónica Ojeda, escritora ecuatoriana
Dentro de la novela, conecta con la experiencia de los personajes, una experiencia de viaje interior donde las cosas no necesariamente son palpables sino que son sentidas, y luego son expulsadas: los sentimientos son expulsados en forma de imágenes del subconsciente, por eso todos los personajes empiezan a ver imágenes perturbadoras: yeguas ciegas, la “yeguada salvaje”, pero es porque el inconsciente vomita imágenes poéticas cuando el cuerpo tiene cosas que no sabe palabrear.
Violeta Parra, a quien citas en la novela, tiene un verso que dice “…me ha dado el sonido y el abecedario”, refiriéndose a la música. ¿Qué asociación poética le das a la música, Mónica?
A mí la música me ha dado el volcán. Para mí, el volcán representa todo ese deseo de vida que te da tu relación con la muerte, con la destrucción; como dice ese verso de María Auxiliadora Álvarez, una poeta venezolana que me encanta: “El derrumbe nos ha dado una nueva montaña”; los volcanes te muestran eso: la erupción va a destruir lo que esté en frente, pero luego va a fertilizar el suelo y de las cenizas renacerá un nuevo paisaje. A mí la música me da siempre esa sensación del volcán, de la montaña y el derrumbe, me desarma y me recoloca en otro espacio, a veces en el lugar de la conmoción, a veces en el lugar de la maravilla y otras veces sólo en el puro goce y el erotismo, pero también me lleva a la tristeza iluminadora, porque después de la muerte vienen las flores de la tierra baldía.