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El día que el mundo cambió, André Bonhomme siguió la misma rutina que había seguido los últimos cinco años de su vida. Poco antes de las ocho de la mañana se sentó a tomar un café en el estrecho balcón de su pequeño departamento, en la sexta planta de un edificio antiguo, pero bien conservado, exactamente a nueve cuadras del Museo del Louvre, en París. Era una mañana clara, de un azul con luz propia. Incluso después de haberlo visto todos los días desde su balcón, André no podía dejar de admirar el horizonte de la ciudad. No se perdía una sola mañana de gozo porque no siempre había tenido esta vista. Había llegado a París a los dieciocho años, decidido a dejar atrás el sur de Francia para encontrar un sitio en la capital. Callado y solitario, consiguió, en un sótano, una habitación que más parecía un armario. Con espacio apenas suficiente para una cama, el lugar estaba lejos de todo, especialmente del Louvre, el museo que André amaba más que ningún otro sitio en el mundo y donde trabajaba. Por la única ventana, André veía pasar a los parisinos apresurados, sus zapatos golpeteando el pavimento día y noche. Siempre tenía frío porque la iglesia al otro lado de la calle tapaba el sol sin importar la hora. Se sentía atrapado y triste en ese sótano. Pero nunca desfalleció. Al cabo de un año, consiguió ganar lo suficiente como para mudarse a este modesto estudio, en una buhardilla, bajo el toldo inclinado de un ático parisino, en una calle llamada Rue Blondel. Allí podía sentarse al aire libre y disfrutar de la vista, la luz y los colores de la ciudad y sus cielos. Eso había hecho toda la diferencia.
Los tejados de París son los mismos desde hace siglos y de pronto parece que la gente de la ciudad tampoco cambia gran cosa. André llevaba cinco años viendo a las mismas personas. La mayoría, sólo a lo lejos. Era demasiado tímido para hablar mucho tiempo con desconocidos.
Mientras bebía un sorbo de su taza de café, André vio a Anne, su favorita entre todas las personas que había encontrado en el barrio cerca de Rue Blondel. Quizá su persona preferida en todo París, sin más. Le parecía encantadora. Anne tenía la costumbre de aparecer todas las mañanas a la misma hora y abrir las ventanas de su departamento, al otro lado de la calle. Cada día, André contaba los minutos para poder verla, aunque fuera casi un parpadeo. Su esperanza diaria era que Anne le dirigiera una mirada. A lo lejos, André a veces parecía reconocer una sonrisa antes de que Anne desapareciera una vez más. No sabía mucho de ella, además de su nombre. Pero no eran un par de desconocidos. Habían hablado una vez —un intercambio rápido, en realidad— en el mercado. Para ella, la conversación probablemente estaba olvidada, pero André la recordaba bien. Ella le había preguntado si vivía al otro lado de la calle, en el pequeño departamento con el balcón de toldo blanco y azul. Él respondió que sí. «¿Desde allí se ve la Torre Eiffel, me imagino?», preguntó ella. «Ojalá yo tuviera esa vista». André había respondido alguna tontería y luego se había reprochado por no atreverse a ofrecerle a Anne un café y la oportunidad de ver la vista desde su balcón. O al menos algo de conversación, todo menos el silencio al que a menudo lo condenaba su timidez. Un día, pensó, quizá se atreviera a volver a dirigirle la palabra.
Cuando terminó su café, André dobló dos veces su servilleta de tela, cogió la taza y entró al departamento. No era gran cosa, pero bastaba para alguien como él, un hombre con un trabajo, una pasión y poca vida social. Se miró en el espejo, apretándose la corbata azul marino y el saco negro que llevaba todos los días al trabajo. Alto y muy delgado, apenas rozaba los veinticinco. Su pelo castaño siempre estaba ligeramente despeinado. «Pareces un niño hecho profesor», le había dicho su primo Lucas la primera vez que vio una foto de André con su uniforme diario.
Lucas tenía cierta razón.
André trabajaba en el Museo del Louvre. Pero no tenía un trabajo cualquiera. Tenía encomendada una de las tareas más importantes de ese museo y de cualquier museo del mundo. André montaba guardia junto a la Mona Lisa, el cuadro más famoso de la historia, pintado por un genio llamado Leonardo da Vinci. El trabajo de André consistía en mantenerla a salvo. Se pasaba el día de pie, justo a la izquierda de la obra maestra de Leonardo, mirando a la multitud por si alguien, en un momento de locura, intentaba dañar el cuadro. O, Dios no lo quiera, intentara robarlo, como había ocurrido casi cien años antes, cuando la Mona Lisa fue sustraída del museo y desapareció durante años. André estaba allí para evitar que algo así volviera a suceder.
André era un joven humilde de una ciudad relativamente pequeña del sur de Francia, y consideraba su trabajo como una vocación. La verdad es que si alguien le hubiera preguntado al André adolescente si alguna vez pensaba poder ganarse el honor de trabajar al lado de la Mona Lisa en el Louvre, probablemente se habría reído. Pero con el paso del tiempo, todo cobró sentido para él. André amaba el arte más que nada en el mundo. Más que la buena comida o las caminatas por el bosque. Lo había amado desde niño. La pintura había sido su compañera en momentos de soledad, cuando sentía que nadie más realmente comprendía quién era André y con qué soñaba. El amor de André por la pintura no era cualquier afición. Había estudiado y practicado. Había mirado los cuadros con tanta atención que a veces creía que podía contar el número de pinceladas y la dirección del pincel sobre el lienzo. A veces sentía que podía adivinar la intención del artista, el significado de una línea, de un rayo de luz, de una sombra enigmática. Sentía que lo entendía todo, de alguna manera.
Cuando estaba a punto de salir a la calle, André cogió las llaves que había dejado en la cocina y se aseguró de que el ventanal del balcón estuviera cerrado. No había ni una nube a la vista, pero no quería sorpresas. El verano anterior lo había dejado entreabierto y la lluvia había dañado dos de sus cuadros de paisajes. Al darse la vuelta hacia la puerta principal, André echó un vistazo a su caballete, el mismo que le había regalado su tío Louie cuando era adolescente. Tenía manchas de óleo seco por todas partes, prueba de las muchas horas que André había pasado frente a él, concentrado sin descanso en los pinceles y la paleta. El caballete sostenía un lienzo en el que había trabajado desde antes que llegara a París. Fue un proyecto que le sugirió su padre, antes de que la enfermedad le robara la voz.
«Deberías dejar de pintar el mundo e intentar pintarte a ti mismo», le había dicho su padre. «Y de paso suma un bosque, uno como el que caminábamos juntos cuando eras niño».
Y eso había intentado André: un autorretrato, rodeado de un bosque de pinos y cipreses, los grandes árboles que había visto en su infancia, vagando por los bosques cercanos a la casa de sus abuelos, donde le gustaba mirar hacia arriba y perderse en los mil rayos de luz que se filtraban entre las copas de los árboles. Su padre había muerto hacía unos años, y el lienzo seguía incompleto. André no se atrevía a terminarlo. Pensaba que había algo impreciso en la forma de su cara. La nariz le parecía torcida, rara, poco expresiva. Por mucho que lo intentaba, no le gustaba lo que veía. No era él.
André siempre había soñado con ser artista, y además se le daba bastante bien. La gente se lo decía y él mismo lo sabía. Pero no podía conformarse con ser sólo medianamente bueno con el pincel y el óleo. Quería ser grande, y para ser grande, un artista necesita algo más que pasión y habilidad. Tenía que ser capaz de ver cosas en el lienzo que nadie más podía ver. Tenía que revelar el mundo de una forma inesperada. Los artistas que se ganaron un lugar en los libros de historia, genios como Leonardo, o Rafael, o Rembrandt, todos compartían algo… misterioso. André no estaba seguro de poder pintar con esa mística.
Y por eso había solicitado trabajo en el Louvre el día que cumplió diecinueve años, casi recién llegado de la provincia. Su cálculo era simple. Creía que tal vez, si tenía la oportunidad de estar cerca de los cuadros más grandes de la historia del mundo, podría aprender sus secretos. Tal vez vería cosas que otros no podían ver. Y a pesar de ser muy joven y no tener toda la experiencia estrictamente requerida para ese trabajo, las autoridades del museo se encariñaron enseguida con él. Se dieron cuenta de que aquel joven alto, delgado y desgarbado, con ojos verdes y gafas, sabía cosas sobre arte que muchos otros no sabían ni apreciaban. Así que le dieron el puesto. Al cabo de unos meses lo enviaron a la Grande Galerie, y un año después a la sala 711 del ala Denon, un lugar maravilloso. El hogar de la Mona Lisa.
André había sido muy feliz allí.
Había sido muy feliz hasta que pasó todo.
André entraba en el Louvre todas las mañanas en cuanto se abrían las puertas para los empleados. Otros, como su compañero Jérôme, preferían esforzarse lo menos posible, llegar tarde al trabajo y marcharse cuanto antes. Para Jérôme, el museo no era más que un trabajo, un lugar donde ganar algo de dinero. Para André era algo muy distinto. Para él, el Louvre era la fuente de todo lo bueno del mundo. Le encantaba el olor de los viejos suelos de madera del museo y la forma en que la luz rebotaba sobre el barniz para iluminar suavemente los cuadros de las paredes. Le encantaba tocar el mármol frío de los barandales en las escaleras que subían hacia la Victoria alada de Samotracia, una escultura fabulosa y antigua de una mujer poderosa con las alas desplegadas, enfrentándose con gran valentía a una tormenta invisible. Sobre todo, le encantaban los cuadros de la galería. André podía describir cada detalle, desde los marcos hasta la pincelada más minuciosa.
Y luego estaban los rostros. Para André, las obras de arte de la Grande Galerie eran mucho más que personajes plasmados en un lienzo. Para él, eran personas vivas, con sentimientos, frustraciones y anhelos.
Para André, la Virgen del jilguero de Rafael no sólo estaba pacientemente sentada en un jardín: jugaba con los dos niños que tenía a sus pies. André descubrió que el San Juan Bautista de Leonardo da Vinci tenía un ingenio rápido y un sentido del humor bastante perverso, mientras que los hombres lúgubres de Caravaggio eran precisamente lo que parecían: embargados por la emoción, atrapados en el espacio entre la luz y la sombra. Cuando pasaba por delante de la Grande Galerie, André oía a menudo conversaciones y peleas al otro lado de la sala.
Había oído gritos de tristeza y expresiones inequívocas de alegría.
Realmente los había oído.
La verdad es que André Bonhomme creía en la magia. Creía en la posibilidad de que a veces ocurriera algo inexplicable y extraordinario. ¿Y cómo no iba a creer? Lo había experimentado de primera mano.
La magia, como el amor o la amistad, llega de improviso. Nos agarra de sorpresa, cuando menos lo esperamos. André tuvo su primer contacto con la magia cuando aún era muy joven. Ocurrió en el Museo de Bellas Artes de Lyon, al principio de una primavera, durante una excursión familiar con sus padres y su tío Louie. André recordaba haber tenido al menos diez años, pero su madre insistía en que era aún menor. Aunque los recuerdos de la infancia suelen desvanecerse con demasiada rapidez, André se acordaba del momento con toda claridad. Cuando la familia Bonhomme entró a la primera galería, el joven André salió corriendo tan rápido como pudo hacia el otro extremo del museo. Nunca supo explicar por qué lo había hecho. De niño era muy tímido y no le gustaba alejarse de sus padres, mucho menos en un lugar tan grande y misterioso como un museo, y menos aún en uno que visitaba por primera vez. Pero corrió: sus pequeños pies repiqueteaban contra el suelo del museo, los cuadros pasaban como árboles vistos a través de las ventanillas de un tren. Había entrado en otra galería, y luego en otra, y finalmente en otra. Cuando se detuvo y miró hacia atrás, sus padres ya no estaban allí.
André se encontró solo en medio de una pequeña sala, rodeado de rostros muy serios que lo miraban desde las paredes. Aterrorizado, no podía moverse. Y entonces, la vio. Allí, frente a él, una anciana le devolvía la mirada. Tenía el pelo blanco recogido bajo una cofia blanca y arrugada, y los ojos enrojecidos, inyectados de sangre. Pero la mujer no lo observaba como los cuadros normales, con sus miradas fijas e inmóviles. Lo miraba de verdad, como si observara a André desde el lienzo, a través del marco. Parecía una persona real.
—¿Qué haces aquí, niño? —preguntó de pronto, con voz ronca, la anciana del cuadro.
André sintió un rápido escalofrío, como si su cuerpo quisiera entrar en pánico. Había escuchado la voz con toda nitidez. No la había escuchado en su cabeza, como un invento suyo. No: esa voz venía de otra parte, venía… del cuadro. Su primer instinto fue huir gritando, buscando la seguridad de los brazos de sus padres. Pero entonces algo diferente se apoderó de él y empezó a caminar hacia la mujer retratada en el lienzo. Sentía como si saludara a un pariente lejano pero querido, después de una larga ausencia.
—Nada —le dijo a la mujer—. Estoy perdido.
—Nadie a tu edad está realmente perdido —respondió ella con gravedad.
Minutos después, los padres de André entraron corriendo en la galería. Su madre lo agarró, lo levantó y le dio una nalgada. Su padre se le quedó mirando y no dijo una palabra en todo el día, ni en el museo ni en el viaje de vuelta a casa. Sólo más tarde entró en la habitación de André con unas palabras para él.
—No vuelvas a huir así nunca más —dijo, con rigor—. Y no hables así contigo mismo en voz alta. La gente que te vea hablando solo y en voz alta va a pensar que estás loco.
André quiso preguntarle a su padre si por casualidad había oído su breve conversación con la mujer del cuadro, pero sus pensamientos se desviaron rápidamente hacia la forma en que su padre había descrito lo sucedido. Porque André no había estado hablando solo. En absoluto. Por alguna razón perdida en la bruma del misterio, André Bonhomme se había hecho de una habilidad extraordinaria e inexplicable: podía conversar con el mundo del arte. Había mantenido una conversación real con la anciana del cuadro. Y había aprendido mucho. Aprendió que no sólo era La loca de Théodore Géricault, un cuadro de un artista famoso, uno de los retratos más conocidos e impresionantes del museo de Lyon. Para André, que volvería al museo tan a menudo como pudiera durante el resto de su vida, ella se convertiría simplemente en Marie, una mujer noble que había perdido a su hijo en los primeros y violentos días de una guerra iniciada por el emperador francés Napoleón I. Una madre que se había entristecido de manera irremediable tras la muerte de su hijo en batalla. Antes de posar para Géricault, Marie había sido una persona real, y esa persona le había hablado a André aquel día en el museo cuando se había perdido. Triste, pero con un sentido del humor seco y chispazos de calidez maternal, Marie se convertiría en una amiga tan real y cercana como cualquiera podría pedir. A veces, André pensaba que Marie era incluso más sensible que una persona de carne y hueso.
Para André, la amistad con Marie sería un valioso tesoro. Al principio, André pensó que su nuevo talento podía acercarlo a otros niños de su edad, que siempre lo veían con extrañeza. André era tan callado que algunos compañeros de escuela pensaban que era mudo. Y lo molestaban por ello. Antes que tratar de acercarse, André prefería protegerse y quedarse en un rincón del patio de la escuela. Le daba miedo hablar, compartir una opinión o hacer sentir su presencia. Pero su talento mágico le abría una posibilidad. ¿Qué pasaría si los niños supieran que André podía hablar con los cuadros? Un día, emocionado, lo intentó. En clase de arte, André compartió lo que sabía de Marie. La maestra lo miró confundida y le preguntó cómo era que un niño de once años sabía tanto del cuadro de Géricault. «Hablo con ella», contestó André, reuniendo toda la seguridad y fuerza de la que era capaz. La reacción de la clase fue inmediata. Primero fueron unos niños en la fila de atrás y luego el salón entero. Al final, incluso la maestra. Las risas y las burlas le tocaron el corazón. Con los ojos llenos de lágrimas y los puños apretados de coraje, André tomó una decisión: mantendría su don oculto en lo más profundo de su ser, cuidándose de que nadie pensara que, en efecto, estaba loco. Su padre tenía razón.
La mañana en que ocurrió todo, André había notado algo inusual mientras paseaba por la Grande Galerie. Se acercó a uno de los cuadros más notables de Leonardo da Vinci en el Louvre: La belle ferronnière, un enigmático retrato de una mujer seria, de aspecto casi enfadado, vestida de forma muy elegante. La mujer del cuadro era un misterio, no muy distinto a la Mona Lisa. La mayoría de la gente pensaba que era sólo una amiga de Ludovico Sforza, un famoso noble italiano de hace muchos siglos. Pero André sabía la verdad. La mujer era la esposa de Sforza, Beatrice d’Este, conocida en vida como una dama muy inteligente, encantadora y de éxito. Beatrice decía lo que pensaba, a diferencia de muchas mujeres de finales del siglo XV que no siempre tenían la libertad de manifestarse. A Beatrice le gustaba platicarle anécdotas de su época en Milán y Venecia a André, aquel tiempo lejano en el que era una mujer de gran fuerza y peso en la sociedad.
Esa mañana, sin embargo, Beatrice parecía preocupada.
—No está bien, André. La oí llorar ayer… otra vez.
Beatrice no tenía que dar mayores explicaciones. André supo inmediatamente de quién hablaba. Durante semanas, André había oído rumores entre los cuadros de los pasillos sobre la infelicidad de la Mona Lisa una vez que el museo cerraba sus puertas, cuando ya no tenía que mostrar su famosa sonrisa a los miles de personas que acudían a verla cada día. Otros la habían oído llorar por la noche y estaban preocupados por ella. Sobre todo, porque la tristeza no era propia de la Mona Lisa. André la conocía como la joven Lisa Gherardini, congelada en el tiempo por la mano de Leonardo da Vinci cuando era una mujer de veintidós años. Su nariz expresiva y sus ojos inquisitivos eran un fiel reflejo de la mujer con la que André conversaba todos los días: alegre, divertida, sabia más allá de su edad. Pero últimamente Lisa parecía fuera de sí. De algún modo, en algún lugar, había perdido la alegría que la había hecho tan querida durante cinco siglos.
Todo esto preocupaba a André. Por supuesto, tenía un sentido del deber hacia el propio cuadro. La responsabilidad de garantizar su seguridad era un privilegio. El museo le había confiado la protección del retrato más extraordinario de la historia. André sabía lo importante que era su trabajo y apreciaba cada día que pasaba allí, junto a Lisa. Los visitantes sólo podían ver a un personaje pintado en un lienzo, pero André Bonhomme podía ver y oír a una persona real. Así como Marie había sido su única verdadera amistad durante la infancia y la adolescencia, Lisa se había convertido en la persona en la que André más confiaba. Mientras ambos se enfrentaban cada día a la multitud de asombrados visitantes, a ella le gustaba posar, acicalarse y hacer bromas que sólo André podía oír. En muchas ocasiones, André tuvo que contener la risa para que los visitantes no pensaran que estaba loco, como había dicho su padre.
A lo largo de sus años juntos, Lisa le había hablado de su infancia con sus tres hermanas y tres hermanos, corriendo de un lado a otro por las calles de la Florencia del siglo XV. Lisa le hablaba de un lugar y una época que, para André, resonaban como el mismísimo corazón de la historia humana: la ciudad de Leonardo, Miguel Ángel y Rafael, los grandes maestros de la pintura. A través de las palabras de Lisa, André retrocedía medio milenio, encontrando su vocación y sus pasiones a lo largo de los adoquines florentinos, sentado felizmente con los grandes maestros del oficio que amaba y que lo había acompañado toda la vida. Lisa era su amiga, como Marie, aunque nadie le creería si lo contara, cosa que no tenía intención de hacer.
André estaba en paz con su misterioso don y sus secretos.
Como desde hace mucho tiempo, la Mona Lisa está expuesta en la sala más famosa del museo más importante del mundo: la sala 711 del Louvre, una hermosa galería repleta de obras maestras. Aquel fatídico día, André entró en la sala 711 sobre las 8:30 de la mañana, media hora antes de que el Louvre abriera sus puertas al público. Era su momento favorito del día, cuando podía tomarse unos minutos para echar un vistazo a la galería, asegurarse de que todo estaba en orden, incluida la iluminación y la barandilla de protección, puesta ahí para mantener una distancia de seguridad entre la obra y los cientos de personas que entraban por los arcos de la sala cada hora, todas ellas con los ojos muy abiertos por la expectación de poder ver la pintura más conocida de Leonardo da Vinci. También le encantaba el principio del día porque podía hablar con la propia Lisa. La mayoría del tiempo, Lisa enfrentaba exultante las nuevas jornadas. Emocionada, metía un mechón de pelo oscuro bajo su delicado velo, se ajustaba la blusa y se preparaba para recibir a la gente que venía a verla. Le había contado a André lo mucho que le gustaba ver los gestos de asombro, sobre todo cuando se trataba de gente joven, como ella. Lisa decía que no podía imaginarse lo que era ser joven hoy en día. Por momentos, le confesó a André, anhelaba ver el mundo moderno.
Ese día, sin embargo, parecía cansada.
—No has dormido, ¿verdad? —le preguntó André.
Lisa suspiró.
—No. No puedo descansar. Nadie duerme cuando está triste —dijo.
A André le preocupó la confesión. Nunca la había oído retraída y melancólica. La miró consternado. Parecía… atrapada.
—Bueno —dijo, cambiando de tema—. Nos espera un día interesante. Vienen dos grandes grupos escolares.
André pensó que la noticia la animaría. A Lisa le encantaba ver entrar a grupos de estudiantes. Disfrutaba viéndolos reírse y señalarla y dibujarla. André sabía que a Lisa le encantaba ver a una pareja joven agarrados de la mano o abrazándose. La había visto intentar encontrarse directamente con sus miradas, igual que la gente hacía con la suya, tratando de desentrañar los misterios que se escondían tras su expresión. Lisa intentaba adivinar de dónde eran, qué les gustaba y qué les disgustaba, con qué soñaban.
Y entonces, para gran alivio de André, la Mona Lisa sonrió.
—¿Llevarán esa ropa de colores combinados que usan? —le preguntó.
—¡Estoy seguro! —dijo André, pensando en los uniformes escolares que a Lisa le parecían encantadores.
Justo entonces, el reloj dio las nueve y ambos oyeron abrirse las puertas del museo. André se colocó a la izquierda del cuadro. Dentro del marco, Lisa se acomodó y cruzó los brazos, con la mano derecha tocando suavemente su blusa de seda.
Luego esperaron.
Fragmento del libro La gran desaparición (Planeta), ©️ 2024, León Krauze. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México