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uando se trata de la historia de la higiene, la belleza y la cosmética, existe una asombrosa amnesia cultural. Personas de todos los períodos de la historia a las que les preocupan las presiones para tener buen aspecto suelen hablar de ello como si fuera algo nuevo, algo provocado por la aparición de la alfabetización de las mujeres, las revistas femeninas o las redes sociales. Naturalmente, todo ello cambia nuestra manera de entender nuestro aspecto, pero, desde un punto de vista histórico, Instagram, la cultura de los selfies y demás no son más que los puntos álgidos más recientes de una larga saga. Los debates sobre el embellecimiento femenino han tendido a ser complejos y aparentemente contradictorios: por un lado, han insistido en la libertad de las mujeres para ataviarse como deseen y, por otro, han alegado que la cultura de la belleza no es más que otra presión que se ejerce sobre las mujeres para que se sometan. Como veremos en este capítulo, las propias mujeres han estado debatiendo sobre el potencial opresivo y empoderador de la belleza desde hace al menos seiscientos años.
Cosméticos: argumentos en contra
La humanista bresciana Laura Cereta (1469-1499) fue una niña aficionada a la lectura a la que educaron en un convento desde los siete años. Cuando regresó a su casa cumplidos los once para ayudar en el hogar, leía en secreto por la noche textos clásicos en su habitación. En su correspondencia en latín, que pretendía que tuviera una amplia difusión, Cereta defendía convincentemente la igualdad intelectual entre la mujer y el hombre o incluso la superioridad de esta, y alegaba, como haría Moderata Fonte un siglo más tarde, que las niñas solo sufrían la falta de una educación adecuada. Tras citar a numerosas mujeres famosas y cultas de la historia, Cereta reprendía a una de las personas con las que mantenía correspondencia por haberla calificado de «excepcional» y argumentaba que «la naturaleza otorga a todos los seres humanos por igual la libertad de aprender».
Durante su vida tuvo que afrontar el problema harto conocido de que las tareas domésticas no le dejaran tiempo suficiente para investigar y escribir. No tuvo hijos —su marido murió dos años después de la boda, cuando Cereta solo tenía diecisiete años—, pero se había visto obligada a abandonar sus estudios para cuidar de la casa de su padre cuando era una adolescente y estaba siempre exasperada por las necesidades de su familia. «El tiempo es un bien terriblemente escaso para aquellos de nosotros que dedicamos nuestras capacidades y nuestra labor por igual a nuestras familias y nuestro propio trabajo», se quejaba en una carta de 1486. Era necesario hacer sacrificios, levantarse temprano, leer toda la noche, adquirir conocimientos. En su opinión, todas las mujeres tenían la oportunidad de educarse si, como ella, elegían el camino del aprendizaje. ¿Por qué no lo hacían? Más allá del trato que recibían de hombres poco comprensivos, también era culpa suya. Las mujeres estaban demasiado preocupadas por trivialidades, entre ellas tener que parecer atractivas:
Algunas mujeres se preocupan por el peinado de su cabello, la elegancia de su ropa y las perlas y demás joyas que lucen en los dedos. A otras les encanta decir cosas bonitas, ocultar sus sentimientos tras una máscara de tranquilidad, disfrutar del baile y llevar perritos con una correa
En otras cartas, Cereta reprende a las mujeres que recurren al chismorreo y critica a las que se interesan por la moda y la belleza:
Muchas mujeres se ponen pan en el rostro para suavizarlo y muchas exfolian erróneamente su cutis lleno de arrugas. En realidad, son pocas las mujeres que no se pintan la cara enrojecida con unos polvos de albayalde blancos como la nieve. Otras se empeñan en parecer más hermosas con sus vestidos exquisitos y exóticos de lo que el creador de la belleza dispuso para ellas. Me avergüenza la irreverencia de algunas que enrojecen sus níveas mejillas con un tinte escarlata y usan sus ojillos furtivos y sus bocas risueñas para perforar los corazones ya envenenados de los que las miran … ¡Ay, cuán aviesa es la debilidad de nuestro sexo en sus deleites!
Al censurar el interés por el aspecto externo, Cereta estaba defendiendo la vida del espíritu y la mente. Veía el interés de las mujeres por su imagen como una especie de falsa conciencia, como algo que harían bien en evitar si querían lograr la paridad con los hombres gracias a la educación.
La susceptibilidad de Cereta con las mujeres que perdían el tiempo con su aspecto puede que esté relacionada con las dificultades que tuvo toda su vida para que la tomaran en serio como erudita. En una época en la que la fluidez verbal de las mujeres se solía equiparar con la promiscuidad, Cereta insiste en que su valor radica en las cualidades superiores del intelecto, no en el aspecto físico. En una carta a un amigo se describe a sí misma como «una pequeña mujer que es humilde tanto en su apariencia como en su vestimenta, ya que me preocupo más por las letras que por los adornos».
Su predecesora intelectual Isotta Nogarola (1418-1466) sufrió aún más debido a su prominencia en la escena pública por ser una mujer inusualmente culta. Fue acusada de adulterio y promiscuidad, incluso de incesto, en habladurías que a veces le resultaban insoportables: «Se mofan de mí por toda la ciudad, las mujeres se burlan de mí», se quejaba en una carta de 1439.
El llamamiento de Cereta a las mujeres para que evitaran preocuparse por su aspecto pertenece a una corriente del pensamiento feminista que reaparecería en los siglos siguientes. Por ejemplo, la actitud de Mary Wollstonecraft (1759-1797) hacia la belleza femenina en Vindicación de los derechos de la mujer, de 1792, tiene mucho en común con Cereta. En este libro argumentaba que a sus iguales les «enseñaban desde la infancia que la belleza es el cetro de la mujer» y la mente, «vagando en su jaula dorada, solo busca adornar su prisión». Parece que se vuelven a repasar los pros y los contras del embellecimiento femenino cada vez que los cambios sociales ponen en entredicho de algún modo las categorías de género, como ocurrió en el siglo XX cuando las mujeres asumieron un papel activo en tiempos de guerra, cuando surgieron nuevos medios como la fotografía o, ahora con la omnipresencia de las redes sociales. A finales del siglo XX se pedía a las mujeres que se resistieran al «mito de la belleza»,pues vendía unos cánones de belleza inalcanzables para obstaculizar el avance del feminismo o, en los últimos años, que se recordaran a sí mismas que «ya son suficiente».
Sin embargo, la reprobación del interés por la ropa y el maquillaje también puede sonar a misoginia y ese fue el caso de muchos folletos y libros del Renacimiento, que se deleitaban en satirizar la cultura de la belleza femenina. Folletos reimpresos con frecuencia, como Le malicie e sagacita delle donne, se burlaban de los «miles de ampollas, paquetitos y frascos» llenos de las «porquerías con que se cubren las mujeres». Los ataques contra las prácticas cosméticas femeninas fueron habituales y se volvieron cada vez más virulentos durante la reforma de la Iglesia católica en los siglos XVI y XVII. El escritor Giuseppe Passi hace muchas observaciones sobre las mujeres y los cosméticos, todas ellas mordaces, en su tratado I donneschi difetti [Los defectos de la mujer], publicado en 1598. Algunos de sus pensamientos recuerdan a los de Cereta:
Toda su atención y pensamiento están dedicado únicamente a lavarse, adornarse, embellecerse, ponerse rizos, hacerse tirabuzones, ondularse el cabello, blanquearse la cara y colorearse la frente con diversas lociones y cosméticos … tienen siempre delante espejos, peines, paños, frascos de cerámica, tarros de cristal, cajitas, vasijas pequeñas, cofres minúsculos llenos de de mil vanidades, preparadas según su invención.
Según su razonamiento, las mujeres están obsesionadas con el embellecimiento y el adorno a expensas de cualquier otro posible pasatiempo.
Los argumentos feministas a favor de la belleza
Con esta forma de pensar misógina en mente, quizás no sea de extrañar que la actitud crítica de Cereta hacia el embellecimiento de la mujer la convirtiera en un caso atípico, sobre todo entre las escritoras feministas de los siglos XV y XVI. Muchas mujeres sostenían que los problemas que tenían para ser consideradas como iguales no se debían a que pasaran demasiado tiempo pensando en su imagen, a cómo llevaban el pelo o al dinero o el tiempo que invertían en cosméticos; al contrario, su aspecto era uno de los pocos ámbitos en el que tenían cierta autonomía. Argumentaban que el problema no era la actitud de las mujeres hacia la belleza, sino los hombres.
Todavía ahora algunos hombres se quedan perplejos cuando se les explica que el interés de las mujeres por la ropa y el maquillaje no tiene que ver simplemente con atraer la atención del sexo masculino. Christine de Pizan (1364-1431) fue probablemente la primera mujer en analizar esta cuestión. Era hija de un médico veneciano, pero se trasladó con su padre a la corte francesa cuando era una niña. Enviudó a los veinticinco años y, enfrentada a la miseria, se empezó a ganar la vida como escritora. En 1405, publicó dos textos que se convertirían en hitos de la historia del pensamiento feminista, La ciudad de las damas y El tesoro de la ciudad de las damas. Su personaje Dama Rectitud responde a una pregunta de la autora sobre si es justo lo que dicen algunos, «que muchas tienen la culpa porque, engalanándose con ricos atavíos, solo buscan coquetear y seducir a los hombres». Presagiando muchas críticas feministas desde entonces, Rectitud señala que aunque es un defecto interesarse en exceso por el propio aspecto, también quiere añadir que
las mujeres hermosas que visten elegantemente no hay que reprochárselo ni pensar que solo lo hacen para coquetear con los hombres porque a todo el mundo, sea hombre o mujer, le puede encantar la belleza, el refinamiento, las prendas vistosas, el ir bien aseado y con dignidad y distinción.
Prosigue hablando de que san Bartolomé fue una especie de dandi y señala que Lucrecia, la famosa y virtuosa romana que se apuñaló a sí misma después de ser violada, no fue atacada debido a su belleza, sino por culpa de los malos pensamientos de su violador.
Casi doscientos años más tarde, Moderata Fonte esgrimía un argumento muy similar en Il merito delle donne:
No es inadecuado que nosotras las mujeres expresemos nuestro natural refinamiento interior exteriormente con el vestido y el ornamento femenino. Por supuesto, los hombres dicen que todas estas galas que llevamos denotan un corazón corrupto y a menudo ponen en peligro nuestra virtud, pero están muy equivocados… La vestimenta de mujer difícilmente podría poner en peligro nuestra virtud si los hombres molestos nos dejaran en paz.
Que los hombres deben responsabilizarse de sus propios actos era un eje central del pensamiento feminista renacentista y es una batalla que aún se sigue librando.
Algunas escritoras sostenían que era adecuado que las mujeres se interesaran por la belleza porque son por naturaleza más bellas que los hombres. Una importante defensora de este argumento fue nada menos que la hija de Giovanni Marinello. Lucrezia Marinella (1571-1653) aparece representada en un grabado copiado de una pintura de 1601. Sus cejas oscuras arqueadas y su cabello rubio rizado bien podrían derivar de las recetas del libro de su padre. Su mirada penetrante sugiere que la belleza no es lo único que tiene para ofrecer. De hecho, Marinella llegó a ser una de las escritoras más famosas de la Edad Moderna y fue descrita en vida como «una mujer de asombrosa elocuencia y sabiduría», «excepcional en la escritura de prosa y poesía» y una «mujer maravillosa y verdaderamente erudita». Era una prueba del poder de la educación de las mujeres.