Lo imagino tendido sobre la cama. El cuarto en el que murió quizá se tornó aún más oscuro. ¿Tenía electricidad? El frío, ¿era tan fuerte como lo es en enero? Cuando leí su acta de defunción, fechada un 20 de enero de 1913, aquí era verano y el frío me parecía un país a lo lejos: “Hoy a las nueve de la mañana, en la casa número 6 bajos de la avenida de la Paz, falleció de enteritis aguda, consunción, el ciudadano , de 66 años, grabador, según consta el certificado que fue suscrito por el Médico J. Martínez Calleja”. Entonces al leerla tuve que imaginarme el frío de la Ciudad de México, luego el frío de su muerte, y para hacerlo, miré como se ve a través de un espejo esmerilado; allá estaba él, en esa habitación, arropado por el invierno, en brazos de la muerte. Luego imaginé a los tres hombres que lo encontraron muerto y que acudieron a la “fosa de sexta clase del Panteón Civil de los Dolores”, en la que su cuerpo se confundió con el de tantos otros que murieron sin un epitafio, sin un lugar al que llevar flores. Y pensé en un vidrio para poder presentirlo al otro lado, y para que el muro del tiempo no se alzara sobre esta sucesión de días y de noches.

Todo lo que sabemos sobre Posada toma este aspecto. Aunque hemos visto muchas de sus litografías, cincografías y se han hecho análisis de su obra, su técnica, e inventarios aquí o allá; aunque sepamos que fue Jean Charlot quien lo vio con los ojos de quien encuentra en la ceniza el brillo de una estrella; aunque Diego Rivera lo haya colocado junto a Goya; y aunque sepamos que fueron sus manos quienes confeccionaron este vestido de la mexicanidad, su vida, sobre todo los últimos años, es una luz inasible en el cielo abierto.

Sé que antes de su muerte, Posada se encerró a beber sólo. Lo sé, y lo sabemos todos quienes hemos leído cualquier bibliografía sobre su obra: “A Posada le gustaba beber (…). Durante todo el año apartó cincuenta centavos al día; los puso en una pequeña caja. El 20 de diciembre se rompió la alcancía (...) Y para el Año Nuevo, comenzó a beber, solo. Bebió, bebió, bebió hasta terminar todos los tambores de tequila, que le llevaron un mes, un mes y medio. Durante quince días, después de eso, ya no pudo trabajar; le temblaron las manos (...) Estos litros de tequila terminaron matándolo”. Quien habla es uno de los hijos del editor Vanegas Arroyo, y sus palabras han bastado para que las biografías sobre Posada y su obra lo citen festivamente: “Posada tomaba así”; “A Posada le gustaba encerrarse a tomar cada fin de año”. Pero, para comprender lo que significan estas palabras, lo que encierran sus dos extremos, creo que se debe leer junto a este testimonio una pieza anterior, la de la muerte de su hijo un 18 de enero de 1900. Frente a ello, ¿cómo es posible entender la vida de un padre que ha dejado de serlo?, ¿qué muere en un padre cuando pierde un hijo?, ¿qué clase de mutilación puede significar?

Intento acercarme con reverencia a ese museo que habitaba en su corazón, como habita en cada humano, y mirar las piezas no para tratar de repararlas o de lustrarlas, sino para acompañar como se hace con un amigo. De esta manera, si coloco un fragmento a lado del otro, si miro en conjunto las piezas, puedo mirar a un hombre que, posiblemente, encontró en el alcohol una forma de vivir su pena, el duelo por la muerte de un hijo. Y luego si miro hacia atrás, trece años antes, puedo dibujar a un hombre tal vez menos apesadumbrado, menos solo, en compañía de su hijo y de su esposa, aunque de ella sepamos aún menos.

Su nombre era María de Jesús Vela, y sé que, en León, Guanajuato, Posada vivió junto a ella, en 1888, una inundación que lo hizo perder todo, regresar brevemente a Aguascalientes y, después, mudarse a la Ciudad de México. Ambos vivieron en la gran ciudad, pero con el tiempo cualquier otro dato sobre ella es incierto. Sólo he encontrado, gracias a las palabras de Ángel Cedeño Vanegas, en su libro Antonio Vanegas Arroyo, andanzas de un editor popular (1880-1901), un rastro escurridizo y desolador: “En los años veinte del siglo pasado, los que dieron información sobre Posada fueron mi bisabuela doña Carmen Rubí de Vanegas y su hijo, mi abuelo, Blas Vanegas Rubí, quienes a su vez obtuvieron los datos del propio Posada, pues su esposa doña María De Jesús Vela lo había abandonado cuando murió su hijo Sabino Posada Vela”.

Y entonces, quizá, debo sumar a las piezas anteriores esta débil huella, e imaginar a Posada en el día siguiente de la muerte de su hijo, luego en el siguiente, el día que ocurre el abandono, la renuncia de una mujer también triste. Lo imagino sin él y sin ella. El silencio le estalló en el centro de su corazón. ¿A quién recurrir?, ¿con quién hablar?, ¿a quién pudo haberle dicho, como se canta a lo largo y ancho de este país, “tómate esta botella conmigo”?, ¿cómo celebrar que un hombre viva su pena en soledad?, ¿cómo no mirar en Posada a otros tantos hombres que viven sin palabras, en la cueva fría del alcohol?

Le he preguntado a un médico sobre el diagnóstico con el que se certificó su muerte. ¿Qué significa enteritis? Me dice que éste es un término en desuso, que antes se utilizaba para nombrar a una diarrea, a una inflamación del intestino, pero “es probable que tuviera cirrosis, seguramente su hígado ya estaba mal. Debió haberle dado una hemorragia, un sangrado del tubo digestivo alto, por várices esofágicas, luego, tuvo un cuadro de melena, heces de color negro y fétidas”. Al leer este diagnóstico pienso que su muerte se vuelve más comprensible, la entiendo mejor, como cuando se acompaña a los padres viejos o a los hijos a la consulta con el médico y hay que preguntar todo, con meticulosidad. Pero a medida que escucho, no puedo dejar de preguntarme, ¿a quién sirve este empeño?, ¿qué busco en la muerte de uno de los hombres más importantes de este país?, ¿qué cambia si ahora entiendo que Posada fue, quizá, un hombre cada vez más triste y solo?

Sin embargo, quiero confiar en que pasar esta tarde intercambiando información con este médico contribuye a restaurar algo en el otro lado; que pensarlo como un hombre, además de como genio, mengua de alguna forma la soledad en la que murió. Quiero confiar en que escribirlo aquí sirve para que la habitación donde él murió se llene con nuestra presencia, y podamos decirle, con palabras de consuelo: “Aquí estamos para ti, del otro lado, te vemos”.

Al pensar en su muerte también he pensado en la forma en que lo hacen las ballenas en el mar; su cuerpo desciende a lo profundo del océano y el ecosistema marino inicia un festín, pues muchas criaturas se alimentarán de él. La muerte no es en vano. Así pienso su cuerpo en la fosa común, un descenso, para luego nutrir lo venidero, a quienes pintarían y pensarían este país después de él.

Por ahora, dejo aquí estas palabras para que se conviertan en lo que aspiro que sean: polvo. Luego alguien del futuro o del pasado pueda decir: “vino alguien que enterró al muerto, hace poco: echó sobre su cuerpo árido polvo y cumplió los ritos necesarios”.

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