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No hay recuerdo sin presente. Ciudad sagrada donde el Hijo del Hombre se debate con el ansia de huir. Ciudad de la paz, donde la tierra impone su designio. Ciudad en disputa permanente a pesar del excesivo sufrimiento. Ciudad sagrada que resguarda al menos a tres religiones. Cosa de ver. Además de judíos, musulmanes y cristianos da cabida a otras creencias y prácticas, igual que acoge a gnósticos y ateos. ¿No es acaso territorio humano?
Oh Dios, vinieron las naciones a tu heredad;
Han profanado tu santo templo;
Redujeron a Jerusalén a escombros. (Salmos 79-1)
Su antigüedad se pierde con el tiempo.Tribus antiguas las de Israel y Palestina. Hermanos del desierto y la sequía, de la devoción y las plegarias, hermanos en armas, sometidos a los rayos inclementes de horas infinitas. ¿Cómo despojar a la intención, de las manías, de los vicios y de fanatismos sin provocar más aflicción?
No es ligero el peso de la historia. Un fardo inútil en la espalda de muros blancos y resecos. Ha sido sitiada, destruida, asediada tantas veces. La ferocidad proviene de la debilidad. Roma, Constantinopla y las Cruzadas se fundieron en el tiempo. Cada cual tiene a su medida sus heridas y su propia doctrina. No hay solución terrena, hasta la consumación del tiempo. ¿Será justo el rubor o la mesura? ¿Para seguir honrando a tantos muertos?
Los siglos que la escoltan no han abatido la desconfianza ni a la perversa sed de bienes materiales. La querella no cesa tampoco, a pesar de la violencia y de la sangre derramada, de los asedios, las sequías y los repetidos atentados.
¿Cómo redimir su carácter levítico con tanta saña y tal resentimiento? En mi boca se quema el paraíso. Suele ocurrir que la mayoría vence a los mejores.
Nos sentamos a esperar que amaine la tormenta. Estallidos y estruendos remotos se suceden en cadena. Voces provenientes del arcano nos sugieren el silencio. La ciudad se prepara a cerrar los ojos para recordar al día siguiente. El Muro de las Lamentaciones ha quedado vacío.
En algún recodo las campanas y el incensario anuncian el Miserere. La calma momentánea está asociada con la mirada reposada de una niña. Miramos el reloj: marca una hora. Miramos el firmamento: marca la eternidad.
¡Jerusalén construida cual ciudad, bien compacta y unida! (Salmo 122).