Con su habitual escepticismo, René Wellek en su canónica y regañona Historia de la crítica moderna (1750-1950) advierte sobre el hervidero de teorías estéticas (alemanas, sobre todo) que, tras la publicación de la Crítica del juicio (1790), de Immanuel Kant, infestaron las librerías y las universidades, al grado de que se puede definir al romanticismo —el cual advino inmediatamente después— como una suerte de estética aplicada para todos los gustos. Es más, si Wellek tiene razón, el crítico literario es una de las consecuencias del romanticismo, y no al revés. Ello —que arrumba a las reglas neoclásicos al rincón de la retórica— le ofrece a Kant un lugar de primer orden en la historia del género, pues si la Crítica del juicio es escasa en referencias del orden literario —como poquísimas son las composiciones citadas por Schopenhauer en su supremo elogio de la música— emancipa filosóficamente, al acto estético, de los reinos de la moralidad, la ciencia y la utilidad. El arte, según Kant, es una satisfacción desinteresada sin relación directa con la verdad, lo placentero o lo útil.

Kant estaba lejos de saber que estaba autorizando una conclusión extrema de su aserto, como la doctrina de “el arte por el arte”, pero metía en un problema sin solución a la crítica del futuro. Por más desinteresado que se encuentre un artista trepado en la cúspide de la más inaccesible de las torres de marfil, no hay ser humano, aún en la más autista de las condiciones, que sea capaz de despojar absolutamente a su creación de un mínimo de utilidad, así sea la de satisfacerse a sí mismo. En poetas que al parecer nunca tuvieron intenciones de publicar —el caso de Emily Dickinson es el más polémico— o en prosistas como Samuel Pepys —quien llevó un diario secreto dado a la luz un siglo después— persiste el “interés” por crear y comunicarse, lo cual lleva, tarde o temprano, a la utilidad. No hay obra literaria, que aún ejerciéndose con toda libertad (o irresponsabilidad), no oculte su pretensión de influir en el mundo, por más minúsculo que éste sea.

Friedrich Schiller (1759-1805), que en México sólo nombra una calle y que hace mucho dejó de leerse en el mundo como el transitorio pero decisivo camarada de J.W. Goethe que supo ser, fue uno de los más fervorosos lectores de Kant, al grado de quedar asociado con el filósofo regiomontano (nacido y muerto en Königsberg en la Prusia oriental) como padre del idealismo alemán, materia que —nos advierte Wellek— nos está vedada a los críticos porque conduce a la filosofía, ese “hospital de los poetas fracasados”, según la nombró Hölderlin.

Fue Schiller quien como dramaturgo, historiador y poeta creyó escribir desinteresadamente, es decir, guiado por “la libertad de la razón”, en términos sólo similares —dice Wellek— a los de Sartre. Así, hizo de su teatro (que sobrevivió gracias a la ópera) una búsqueda de la identidad alemana en una nación imaginaria que aún era un archipiélago de rijosos principados. Lo hizo contra su “voluntad kantiana” pues lo que él creía resultado de su libertad estética, fue visto y escuchado como una lección de moral. Y su obsoleta Historia de la guerra de los treinta años (1790), a su vez, le sirvió para proclamar, espíritu ajeno a toda religión escriturística, que “la historia era el verdadero juicio final”. Su poesía, finalmente, autorizó la versificación de sus ansiedades filosóficas, entonces mal vista.

Su pelea, la de quien abandonó la medicina militar por la literatura, fue que la futura Alemania se adueñase del alma griega, cuyos dioses, tras abandonarnos a todos, nos dejaron habitando sólo “una bola de fuego inanimada”, como dijo Schiller en unos versos célebres. Pero su averiguación dedicada a la literatura griega le permitió escribir una de las obras fundadoras de la crítica, la Poesía ingenua y sentimental (1795), el primer ensayo que supera la querella parisina entre los Antiguos y los Modernos. No, no bastaba la conformidad con que éramos niños sentados sobre los hombros de los Homeros y de los Virgilio, lo cual nos permitía ver más lejos que ellos. Era necesario, para Schiller, distinguir, en plano de igualdad, a la poesía antigua de la poesía moderna.

Ingenuos eran los griegos en contacto con la naturaleza, mimetizados en su perfección y sentimentales los modernos, agobiados por las pasiones, a las que nos vimos sometidos cuando abandonamos ese estado de naturaleza bien distinto al de Rousseau, a disgusto como estaba Schiller —editor de una de las primeras revistas literarias genuinamente modernas— con todo cuanto estuviera escrito en francés, la lengua de esa “civilización” a la que se resistía. Pero el esquema schilleriano estaba lejos de ser sincrónico: Goethe, su gran contemporáneo, encarnaba, en altísimo nivel, a la poesía ingenua, mientras que Eurípides ya tenía rasgos de poeta sentimental.

Por más primitiva que parezca esta distinción, de ella se derivará la oposición entre el clasicismo y el romanticismo, el duelo entre realistas e idealistas, y el pleito entre lo apolíneo y lo dionisíaco postulado por Nietzsche, a quien Schiller se anticipa con frecuencia. Y esa crítica binaria no deja de ser paradójica. El ingenuo Homero es realista porque vive en un mundo ideal y Goethe lo es también al recrear una “realidad ideal”. La ingenuidad es realista y los excesos románticos, que Schiller no llegó a padecer, le habrían parecido imperfectamente ingenuos, vulgares. Siempre vuelven a querellarse los diacrónicos Antiguos contra los sincrónicos Modernos. Depende de la creencia en el Progreso y Schiller descreía de la Edad de Oro.

Poco tenía de ingenuo como crítico un Schiller, para quien la libertad emanaba de la forma, esa forma suya que a nosotros nos sabe a rancio. Supo ver en la gemebunda poesía pastoril del siglo XVIII —presente desde la Arcadia romana hasta la Nueva España— la falsificación venal de los ideales griegos. Y la libertad pregonada en 1789 por los revolucionarios en París le dio horror, como a tantos, cuando vio inhiestas las primeras cabezas en las picas. Rüdiger Safranski, biógrafo de Goethe y de Schiller, quien no contento con escribir un libro sobre cada uno, escribió, a manera de síntesis, un Goethe y Schiller (2009), recuerda que la Asamblea Nacional, ansiosa de honrar a quienes creía fraternos de la causa de la Revolución, lo nombró ciudadano de Francia en 1792. Pero el correo hizo de las suyas porque el apellido estaba mal escrito y Schiller recibió su diploma cuatro años después, cuando todos sus promotores ya habían sido guillotinados. “Me alegra”, le comentó Goethe, “que lo encuentre en el reino de los vivos aquello que viene del reino de los muertos”.

Schiller escribió la “Oda a la alegría” en 1785. Ocho años después Beethoven se prendó de ella y un fragmento llegaría a ser el movimiento final, para coro y solistas, de su Novena sinfonía. Actualmente es el himno de la Unión Europea y durante más de dos siglos ha sido cantada por tirios y troyanos (Hitler incluido, quien festejó como precursores suyos lo mismo a Schiller que a Beethoven); convertida en un argumento, a favor o en contra, de la Ilustración. En términos de Schiller, aquella oda —supongo— la escribió como ingenua para que la humanidad combatiente la usara como el epítome de la poesía sentimental.


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