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Su nombre es Ignacio sin diminutivos. Así lo llamó siempre su esposa y así llamó mi padre a mi hermano mayor, Ignacio, por admiración a san Ignacio de Loyola, el santo militar que fundó una orden religiosa y escribió unos ejercicios espirituales que siguen condicionando nuestro diario transcurrir. Ignacio Solares se mantuvo fiel a su nombre y procuró en todo momento meditar y estar cerca del amor de Dios. Me gusta imaginar su último día narrado por su esposa. El dolor de no tenerlo se compensa por la convicción de que se marchó en su momento más glorioso, cuando no había en él ninguna duda y la plenitud lo rondaba en todas sus formas. Debo a Myrna Ortega la posibilidad de seguir conversando con mi amigo gracias al libro que me obsequió en el hospital donde Ignacio libraba su última batalla en este planeta.
El contador de historias tiene la obligación de mantener en vilo a sus escuchas. De tal capacidad depende la vida del que narra, la respiración de su discurso. Lo comprendieron tusitalas como Robert Louis Stevenson y Marcel Schwob al eternizar fragmentos de vida en historias narradas a los nativos de Samoa. Antes lo supo Sherezade al salvar su cabeza una noche más gracias al suspenso en que dejaba la historia contada.
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Ignacio Solares proporciona una muestra elocuente de temas que lo han obsesionado a lo largo de su fecunda aventura creativa, traducida en novelas, obras de teatro, ensayos y en esa lección de rigor, sustracción y geometría llamada cuento. El narrador de la historia “La instrucción”, señala: “El paso del entusiasmo a la rutina es una de las mejores armas de la muerte”. La frase puede ser aplicada a varios momentos de nuestra personal odisea. Como lectores de sus historias, podemos convertirla en eje de una poética y una fe de vida: sólo vale la pena contar aquello que, por absurdo, extraordinario, diferente que parezca, es superior a la realidad o mejor aún, explica lo que llamamos realidad con el arma tangible de la fantasía. De ahí que el personaje de “La ciudad prohibida”, del que nunca sabemos si es un adulto con retraso o un niño de mirada inédita, lleve a cabo una aventura sin paralelo con el sólo intento de entrar en la esencia de la urbe.
La existencia es absurda. La justifica y redime la capacidad humana para hacer de esa premisa una aventura que conduzca a la momentánea grandeza. Los personajes de Solares se enfrentan a situaciones límite y su heroísmo nace a pesar de ellos mismos: el ingreso a una cantina del centro puede convertirse en un viaje de consecuencias supremas donde uno ya no es el que era sino el fantasma de los otros y de sí mismo. Paradójicamente, la situación vivida por el personaje de “La mesita del fondo”, por patética y terrorífica que parezca, mueve igualmente a la risa. No otra era la intención de Franz Kafka, el gran maestro del humor negro, al ofrecer rostros y situaciones que han llevado a sucesivas generaciones de lectores a acuñar un adjetivo: kafkiano describe en principio lo grotesco, lo que no puede suceder, como en la novela El sitio, que mereció el premio Xavier Villaurrutia en 1998. Más profundamente, más auténticamente, describe la angustia y el secreto heroísmo de ser hombre en un cosmos que trata de nulificar sus pretensiones, como el capitán que dirige su barco seguro de que “de tantas fragmentarias proezas sobreviven fulgores instantáneos”.
No hay Historia definitiva, pero una historia puede hacerla plausible. Dentro de la tradición del mejor Martín Luis Guzmán, para evocar a un autor dentro de nuestro mexicano domicilio, Solares ha escrito novelas históricas donde un suceder alterno revela luces y tinieblas de la Historia. Devoto cazador de fantasmas, en la introducción a los ensayos agrupados bajo el título Presencia de lo invisible escribe: “...por más tangible y concreto que parezca el suelo que pisamos, siempre estamos rodeados por ‘otro’ mundo oscuro e invisible que en cualquier momento puede manifestarse”. Dentro de tal espectro caben novelas como Madero, el otro y La noche de Ángeles, donde ofrece una visión alterna de dos figuras esenciales de la Revolución: el presidente obsesionado con el espiritismo y un artillero de talento tan vasto como su nobleza, que a lo largo de un último viaje nos lleva a un repaso de su ejemplar biografía. Pero ese enfrentamiento con la vida palpitante del otro lado del espejo se manifiesta igualmente a los sin nombre, como los dos personajes de “Muérete y sabrás”, cuya existencia oscila entre el presente y el peso inevitable, cíclico de una Historia que nos envuelve en su torbellino y sus constantes regresos.
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Tenemos elementos históricos para saber que hubo un conjunto de hechos: el narrador conjetura, explora, entra en la mente del personaje que crea a partir de esa figura irrepetible —por fortuna— en la historia de la Revolución. Explorador constante del poder y sus vericuetos, que en una novela suya como El jefe máximo logra sus más altas notas, el principal mérito de Solares como narrador es convertir a sus personajes en seres que nos reflejan y retratan nuestras miserias y grandezas. Otra de sus grandes virtudes como contador de historias es la naturalidad con la cual las ofrece. La anécdota y la metáfora están allí, sin afectaciones, impecablemente fundidas. La gimnasia del periodismo ha dotado a Ignacio Solares de una prosa de frases breves donde el esfuerzo no se nota: el escritor lo ha vertido en el proceso de la escritura. De ahí que sea uno de nuestros autores imprescindibles y ejemplares.
Ignacio Solares pertenece a una estirpe de veteranos y devotos cazadores de otredades, de fantvampiros. Dentro de su amplio espectro caben todos. El Gran Elector o La moneda de oro y su capacidad para alimentarse del inconsciente colectivo. Su novela La invasión trata acerca del despojo que, tras la firma de los Tratados de Guadalupe Hidalgo, aún sigue sufriendo tanto nuestro país como el común planeta en que resistimos.
Ignacio Solares creyó en las utopías y en los seres fantásticos. Uno de sus libros trata acerca de Julio Cortázar, utopista, cronopio y en sus ratos libres vampiro, como puede verse sutilmente en un texto como “Figuras en un círculo rojo”. Ejemplar es la entrevista que Ignacio hizo a Nicolae Ceausescu, y las atroces y maravillosas analogías que en su viaje a Transilvania halló entre el gobernante rumano y Vlad el Empalador.
No quiero terminar este recordatorio de mi amigo Ignacio Solares sin agradecer públicamente la dedicatoria que hizo a mi persona del cuento “La ciudad prohibida”. Y sin mencionar la picardía con la cual se refirió al final de su breve e intensa novela Serafín. La identidad del personaje es tan misteriosa como los múltiples caminos de una narrativa en constante movimiento. Una tarea más que nos deja Ignacio Solares. Un nuevo enigma.