A un año del fallecimiento de Ignacio Solares, ¿cómo podemos honrar su memoria? ¿Cómo podemos adentrarnos en el pensamiento que movía a un entrañable amigo más allá del retrato convencional? Tal vez debemos usar el instrumento al que acudió para revelar lo que se movía detrás de los personajes de novela que trazó. En su novela Madero, el otro, deja una clave que nos permitió entender el perfil de Francisco Madero, más allá del apunte histórico y biográfico, para penetrar su interior, sus sueños, su contacto con el espiritismo, sus pesadillas, la forma en que respiraba, el hilo y la cadencia de su pensamiento.
¿Cómo es posible lograr esto? La dificultad es marcada por uno de los novelistas más admirados por Ignacio Solares. Las lecturas de este creador eran parte de nuestra amistad. Se trata de Isaac Bashevis Singer, quien señalaba que la primera mujer que amó en su vida le dijo que ella tenía la extraña facultad de saber lo que se movía en el interior de otra persona. Podía leer sus pensamientos, sus deseos más íntimos. Le comentaba a Bashevis que no estaba alardeando. A veces no era muy conveniente enterarse de lo que alguien vive por dentro. Por eso, decía, Dios nos había dado un cráneo, para que nadie pudiera asomarse en los espacios que no queremos mostrar.
A pesar de esa advertencia, justo es ese el trabajo del novelista, y en especial de un creador como Ignacio Solares quien dedicó su vida a sondear y explorar lo que está detrás de nuestras miradas, lo que se ocultaba detrás de un gesto o una palabra. ¿Cómo se logra traspasar el cráneo de un personaje? ¿Cómo se pueden traspasar los rincones más íntimos de los lectores de los libros de Ignacio?
Para ello es necesario estar situado en un lugar que rebasa tanto al creador como al recreador o lector. Se trata de una invitación a salir de nosotros mismos a la vez que entramos a lo más profundo de nuestro ser. Vamos a hacer el ejercicio para asomarnos al novelista Ignacio Solares. Para ello hay que imaginarlo sentado en su estudio, dejándose invadir por la noche. Está en silencio. Contempla la luz de las estrellas que se filtra en su memoria. Se enciende en su mente la palabra Intervalo. Se pone de pie y busca un libro en donde aparece un poema hindú el Vijñana Bhairava. Se sienta de nuevo y empieza a escribir un apunte que le explica y le explicará lo que está haciendo tanto en la novela Madero, el otro como en otras de sus obras: ¿Qué pasa si hay dos o más versiones sobre lo que le aconteció a un personaje histórico o a un personaje anónimo que estamos creando? El poema contesta: “En el momento en que se perciben dos cosas, por más contradictorias que sean, tomando conciencia del intervalo que se crea entre ellas, hay que ahincarse en ese intervalo. Si se eliminan simultáneamente las dos cosas, entonces, en ese intervalo resplandece la Realidad”.
Si nos colocamos en ese intervalo, vamos a apreciar la gran felicidad que siente Nacho con este hallazgo. Le explica lo que ha estado haciendo. Estamos en el intervalo entre una palabra y la otra, entre una idea y otra, entre un relato y otro. Desde ahí podemos espiar las palabras que siguen, las escenas que siguen, los tiempos que se hilan desde ese silencio. Ahí está claramente la otredad radical que se experimenta en la literatura. Así, por ejemplo, puede amanecer en el cuerpo de una persona insomne que quiere salir de su casa y vivir en las noches a solas en otro departamento para evitar los ruidos que no lo dejan dormir —en su novela El sitio—, o despertar dentro del cuerpo de un hombre desconocido —como en la novela Anónimo— o morar en el cuerpo y espíritu de Francisco Madero en el momento en que está muriendo.
Nacho coloca su atención en el intervalo que en la tradición cabalística es llamado fuego blanco. La escritura es fuego negro (letras negras) sobre fuego blanco (los espacios entre las letras y las palabras). Si la percepción se encuentra en el intervalo, la escritura puede asomarse, como en la novela Nen la inútil, desde un ojo que ve distintas épocas porque está situado fuera del tiempo (en el intervalo). Tal vez por eso le interesaba tanto a Nacho en dónde estaban asentadas las miradas de los novelistas. En varias ocasiones lo escuché decir que Vicente Leñero tenía la tentación en su narrativa de ser una especie de Ojo de Dios. Nacho hablaba del intervalo, una brecha que de acuerdo con textos antiguos podría ubicarse entre lo visible y lo invisible, entre el absoluto y lo relativo, entre la nota musical y el silencio o simplemente en un parpadeo, entre un abrir y cerrar de ojos, que eso es la vida.
Y en ese parpadeo, nos asomamos a una imagen que brilla de manera intensa en mi memoria. Ocurrió en el intervalo entre el sueño y la vigilia. Desde ahí soñé con un libro. Era una nueva novela de Ignacio Solares sobre Plutarco Elías Calles. La imagen fue tan clara que le hablé por teléfono muy temprano en la mañana. Creo que justamente desde la otredad, desde el intervalo entre las palabras y los silencios, podemos ver ese momento. Nacho me escucha y se queda callado sin ningún comentario.
Tiempo después de esa llamada, Nacho escribiría que se le habían quedado un montón de escenas que le parecían fundamentales para entender a Calles. Se le habían quedado en el tintero desde que había escrito una obra de teatro sobre los claroscuros de ese personaje de la historia de México. ¿Tal vez en esos apuntes estaba el germen de una novela?
En una nota que apareció al final de esa novela-reportaje titulada El jefe máximo, Nacho plantea el proceso que lo inclinó a escribirla: “El pleno convencimiento llegó cuando una mañana, sin ningún antecedente, me habló mi amigo Pepe Gordon y me dijo:
—Soñé que estabas escribiendo una novela sobre Calles, sus sesiones espiritistas y Gutierre Tibón.”
La conclusión de Nacho lo retrata no tan sólo de cuerpo entero sino de espíritu entero. Simplemente dijo: “Había que continuar”. ¿Nos habíamos conectado a través del intervalo?
Cuando hablamos de este pasaje en el diálogo que sostuvimos en el libro Novelista de lo invisible, le dije a Nacho que en mi sueño vi incluso la portada de esa novela. Con humor le comenté que la publicada no coincidía con la que soñé. Nacho se atacó de la risa contagiosa que lo caracterizaba, con una alegría que movía a su cuerpo desde el vientre y se le escapaba hasta los ojos.
Esas sesiones en las que conversábamos en torno a su vida, a su obra y los temas que nos obsesionaban tenían ya un sabor a despedida. Las apreciábamos intensamente. Estamos sentados en el pequeño patio trasero de la casa de Nacho, envueltos en los verdes de las plantas y los grises de la enorme roca natural que sirve de muro y delimita al jardín. Nacho tiene puesta una chamarra negra que contrasta con su barba y cabellos blancos. La luz de la tarde suaviza los rasgos. Está un poco cansado, pero a la vez tiene un aire jovial y sereno. Arrecia el viento. Nos ponemos de acuerdo para la próxima sesión en la que nos veremos, Nacho me acompaña hasta la puerta.
Lo que sigue lo veo desde el intervalo. Nacho está sentado en su estudio, dejándose invadir por la noche. Está en silencio rodeado de centenares de libros. Sabe que la transición está cerca. Su curiosidad de reportero puede más que el temor. Por fin sabrá. ¿Se podría mandar una nota desde la otra orilla? Cierra los ojos y empieza a meditar, una práctica que realiza desde hace varios años. Lo que experimenta Nacho viene a mí en unos versos del poeta William Bulter Yeats, uno de los personajes de una novela que escribo en estos días. El aire de Nacho me acompaña fraternalmente en este proceso. La traducción y recreación es de Octavio Paz:
De pronto, una descarga
cayó sobre mi cuerpo, gracia rápida,
y por veinte minutos fui una llama:
ya bendito podía bendecir.
Nacho sonríe. Es una descripción exacta del fuego sagrado del silencio. Más allá de las tormentas y dramas vividos ahora todo es claro. Una profunda serenidad lo invade. Está encendido por dentro. La llama bendita de la gracia permite bendecir. Esa es una de las claves de sus novelas: compartir el fuego de la comunión.
Nacho abre los ojos. La luz de las estrellas se filtra en su memoria. Tiene trece años y mira con asombro el paisaje silencioso de la Sierra Tarahumara apenas puntuado por el ulular de unos búhos moteados. Se queda pasmado mirando el cielo nocturno. ¿Cuándo ves el cielo percibes que todo eso está vivo, vivo como nosotros? ¿Estamos también allá fuera? Los tarahumaras dicen que sí, que de eso se trata la vida, de caminar incansablemente hasta que cada uno se sitúa como otra estrella en el mundo, un mundo que se sostiene con sus ritos. Nacho arde por dentro: es un mundo que también se sostiene con la mirada de la literatura y de la vida misma. Recuerda sus visitas a la Tarahumara con el padre Blanco, un maestro jesuita con quien había estudiado. Una noche Ignacio le preguntó qué veía en el racimo de estrellas que los cubría como un manto. El sacerdote las miró un momento, con sus ojos escrutadores y pugnaces detrás de los lentes y contestó, en un tono dulce y convincente: “Veo vida”.
Así resulta que la nota de lo que va a pasar después de lo que llamamos muerte ya la ha escrito Nacho en sus novelas. El secreto está en el intervalo presente eternamente en todo lo que vemos, vimos y veremos. Se supone que, como en una de las obras de Nacho No hay tal lugar, pero el espionaje de los novelistas de lo invisible, al revelarnos lo que sucede en nuestro interior, descubre también lo que ocurre dentro de la naturaleza: en el hueco entre nuestros pensamientos, en el vacío entre las estrellas resplandece un misterio: somos una soledad acompañada.
Me parece que desde ahí, con su sonrisa cómplice, sigue observándonos un entrañable espía del aire