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«¡AHORA TAMBIÉN EN NUESTRA CASA SE DERRAMA!»
¡AHÍ ESTOY! Notaron que la vista de Dovolja era irremediablemente larga cuando él tenía unos siete años. Previo a eso, la mayoría lo sospechaba. Después, ya nadie confiaba en una mejoría. Dios lo había obsequiado más que a otros para con las vastedades. Sin embargo, de cerca, en una familia campesina numerosa eso significaba decepción: el hijo más chico iba a tener una vida más difícil que sus abuelos, padres, hermanas, hermanos... Y la vida de todos ellos sería aún más difícil con él. Ciertamente, tenían en su pobre hogar una boca más que alimentar, mas no un par de manos que pudieran trabajar: Dovolja jamás podría hacer las labores con las que un labriego, con tan poca tierra, de por sí apenas subsistía. En su caso, tierra arrendada por aparcería, por lo que desde el principio podían olvidarse de la mitad de los rendimientos de sus cosechas.
¿Qué podían encargarle? No veía ni para recoger los vegetales junto al camino, mucho menos para recolectar hongos en los bosques. Se quebraría el cuello, se caería a un barranco, se perdería aun donde no había encrucijadas... Bastaba con que en el bolso pusiera por equivocación una rúsula vomitiva, una verde cicuta o una falsa oronja magullada, que soltara un poco de su leche, para envenenar también las setas comestibles.
¿Qué podían encargarle? No vería por dónde deshierbar, no seguiría la hilera de la siembra, destruiría las plántulas desde las raíces... Por muy pequeña que fuera una azada, se lastimaría con ella los tobillos... Se haría aún más daño cuando tuviese la edad de usar la hoz, la guadaña, el hacha... ¡¿Quién lo iba a cuidar así después?! Ni hablar de que apilara heno con una horquilla tridente, mataría al prójimo, tarde o temprano le clavaría a alguien un diente en el vientre o entre las venas del cuello. Ni siquiera podrían darle la horquilla más corta para rellenar el pesebre con heno, lastimaría las ubres de Granava, la única vaquita que tenían, cuyo desmesurado nombre no le fue de mucha ayuda para crecer. Por la poca leche que daba, lo único peor sería que no tuvieran leche en absoluto.
¿Qué podían encargarle? Moriría de hambre bajo un manzano con ramas dobladas de frutos en el año más fecundo. No podía ver siquiera los frutos maduros, mucho menos separarlos de los que pronto iban a pudrirse.
¿Qué podían encargarle? Siempre andaba a tientas, aun en lo plano parecía errar, apenas veía lo suficiente para no tropezarse con su propio pie... Ojalá no se le ocurriera ahorcajarse en palos.
A decir verdad, a lo lejos veía más que bien. Varias veces le mostró a unos pastores descuidados por dónde se habían escapado sus cabras u ovejas, porque él podía distinguirlas aun en un cerro del que no se sabía con seguridad si pertenecía al horizonte. Y no solo después de que la lluvia veraniega aclarara el aire, sino también cuando la espesa niebla invernal invadía todo alrededor... Por eso, tras una larga deliberación, le encargaron cuidar a Granava, la única vaquita que tenían. Si se extraviara en la lejanía, al menos podría ver la casa. Si perdiera a Granava en algún paraje, al menos podría encontrarla cuando se alejase. Sí, eso era lo mejor, ¡que llevara a la vaquita a pastar, y se ocupara de ella, él no daba para más! Porque comer y no hacer nada, dado que ya tenía ocho años de edad, no era posible de ninguna manera, al menos no en el campo.
Antes de salir por vez primera, le dieron algunos consejos, porque en realidad sí le tenían cariño:
—Dovolja, ¡no vayas inmediatamente detrás de Granava, sabes que puede dar patadas!
—Hijo, golpetea con esta vara a derecha e izquierda alrededor tuyo, ¡si oyes un siseo, brinca al lado opuesto, es la serpiente preparándose para atacar!
—Cuando conduzcas a Granava al Abrevadero de Abajo, no te inclines encima, ahí el agua está profunda, por eso se le llama Abrevadero de Abajo, aunque esté en el Valle de Arriba. ¡Si caes adentro, te ahogarás en cuanto abras la boca para pedir auxilio!
Pero, al partir por primera vez, sin saber por qué, él hizo todo lo contrario. Caminaba detrás de la vaquita, casi pegado a ella. Aunque Granava solía crisparse por cada tábano, jamás se sintió molestada por él, no daba coces. Dovolja iba sin la vara, al poco tiempo se oyó un siseo, hasta sintió una víbora deslizarse por su pantorrilla, pero como si quisiera acariciarlo y no atacarlo. Y cuando llegó al Abrevadero de Abajo en el Valle de Arriba, enseguida se inclinó encima del agua, deseoso de ver su propio rostro. No se cayó adentro, pero curiosamente, se vio a sí mismo, aunque distorsionado por las ondas. Por lo que se dijo, se gritó a sí mismo en realidad:
—¡Ahí estoy!
¡A OJO! Así, cada santo día, Dovolja cogía la reata de la vaca y partía con ella rumbo a los pastizales cercanos... Luego fue agarrando confianza y antes de cumplir los nueve años comenzó a irse a otros bastante alejados de la aldea... Porque no le era difícil determinar a simple vista dónde era el pasto más abundante, más jugoso, con menos maleza, menos abrojos... Desde su casa podía divisar pastizales como esos aun en las laderas de Aquel-monte-allá, que se encontraba enseguida después del último monte visible para los demás, lo que significaba que hasta ahí no llegaba nadie, al menos no de su comarca... Y cuando por fin llegó a Aquel-monte-allá, supo que no se había equivocado. Oía a Granava rumiar y masticar con placer. Y cada tanto, con su lengua vacuna, le lamía tiernamente las mejillas en señal de agradecimiento... Él, a su vez, disfrutaba del aroma embriagador y de la suavidad de la hierba bajo las plantas de sus pies. A veces se quitaba toda la ropa y así, desnudo, se hacía rodar desde la cima de la ladera hasta donde quisiera...
Cuando satisfacía su deseo de rodar, solía sentarse en una piedra grande, solitaria, a observar su aldea durante el resto del día... En particular, su casa... Especialmente a sus familiares en el patio, los mismos familiares que no podía distinguir de cerca con claridad, al regresar por la tarde con Granava, la vaquita de nombre desproporcional... En realidad, Dovolja creció alejándose de las cosas para poder verlas. Así soportaba más fácilmente su defecto visual. Poco a poco se dio cuenta de que su alargada vista tenía cierta ventaja.
Por ejemplo, no solo podía distinguir con claridad desde su casa a Aquel-monte-allá, sino también al halcón que volaba encima de él... Y al llegar a Aquel-monte-allá, no solo veía al halcón que seguía volando encima, eso lo podría hacer cualquiera desde ahí, también podía ver sus ojos... Eso por sí mismo ya era insólito, porque un halcón no era muy grande que digamos, mucho menos sus ojos, pero el milagro mayor era que Dovolja podía ver sus pupilas... Aunque eso tampoco era «gran cosa», puesto que Dovolja, en esas pupilas, las pupilas del halcón que planeaba en lo alto, podía ver los contornos de lo que el halcón miraba desde arriba: muchos otros pueblos, tupida o ralamente punteados de casas... Los trazados de campos y praderas, de viñedos y huertos, ribeteados con setos de espino para que no se deshilacharan con los fuertes vientos... Arroyos y ríos, senderos y caminos cual gruesas hebras o delgados hilos entretejidos en cruces, confluencias o vados, para atravesar una corriente de agua... En esa red de hilos vio a los labriegos «captados» tras su arado, nadadores con líos encerados en la cabeza, barcas mecidas y balsas viradas, vendedores rondando las ferias, rebaños de corderos arreados para ser vendidos, bodas con invitados solemnemente vestidos, cortejos fúnebres afligidos, perseverantes viajeros caminantes, lentas carretas de carga, veloces jinetes-heraldos, despliegues de tropas militares, guardias fronterizos en retirada... Poco tiempo después, conforme el Imperio otomano se iba expandiendo, también a los refugiados... Una vez vio incluso una suerte de procesión religiosa, el traslado de la reliquia de un santo, de un ícono milagroso, quién podría saberlo... Y, desde luego, bosques... Si se fijaba un poco mejor en los ojos del halcón: bosques que, arbusto tras arbusto, retoño tras retoño, árbol tras árbol, avanzaban en primavera, echaban nuevas raíces y así, de manera apenas perceptible, iban poblando las cadenas montañosas... ¡Qué vida tenía Dovolja a sus diez años! No podía ver junto a sus pies a una tortuga avanzar apenas en la hierba o callar inmóvil bajo su caparazón, respirando su siglo con lentitud... ¡Pero sí podía ver a un halcón y todo lo que esa ave magnífica veía, volando sublime, planeando por encima del mundo, como si fuese un huevo de Pascua lujosamente adornado, pintado en vísperas de Semana Santa!
Otro consuelo eran los cambios que se daban en la casa. A sus espaldas oía cada vez menos aquellas peroratas:
—El pequeño no tiene capacidad para otra cosa más que cuidar a la vaquita. Lástima, no tendrá ningún futuro. ¿Por qué tuvimos que darle un nombre tan grande? Nos equivocamos de nuevo, como antes con Granava, disgustamos al Señor que decide todas las cosas... Tanto a la gente como a los animales hay que nombrarlos solo después de ver cómo se van desarrollando... Dudo que podremos casarlo siquiera. ¡¿Qué muchacha habría de querer a alguien que no puede hacerle ojitos al bailar la ronda?! ¡Y si alguna apareciera, él no podría cuidarla! ¡La besaría al tanteo, hasta que ella se hartase y comenzara a citarse con otros detrás de los almiares!
—Si al menos fuera un ciego de verdad podríamos mandarlo a mendigar. La gente buena le daría limosna para mirarlo lo menos posible. Aquellos aún mejores, para que se quitara de su vista lo antes posible.
—Sírvele menos, de por sí es defectuoso, lo agradecerá, ni siquiera se dará cuenta.
Esas cosas escuchaba Dovolja cada vez menos a sus espaldas, y cada vez más a menudo lo sorprendían los elogios:
—Dinos, querido, ¿adónde llevas a Granava? ¡Parece que tus apacentaderos la han hecho cada vez más barriguda, falta poco para que su volumen alcance el tamaño de su nombre! Dios es grande, él no se equivoca jamás, a veces se retrasa, ¡pero nunca se equivoca!
—¡Dovolja, nuestro ojo claro en los cielos, Granava da tanta leche como si no fuera nuestra vaca! ¡Ahora cuando hervimos la leche ordeñada, también en nuestra casa se derrama! Desde otras casas vienen a ver cuánta leche tenemos... Se sientan alrededor del caldero y miran sin parpadear cómo sube la espuma... ¡Aunque también a algunos les da envidia!
—¡Sírvele más, se lo merece, que vea cuánto se lo agradecemos!
No obstante. Y de nuevo, no obstante. Aunque a algunos no les gustan las repeticiones, fruncen el ceño, como que todo en la vida lo hacen de manera irrepetible, todo lo que dicen es de triple importancia: primera, central y última, eterna, a la vez. No obstante, lo más hermoso era que poco a poco, y luego casi cada noche, los familiares le pedían a Dovolja, ya de once años, que les contara todo lo que veía el ojo del halcón volando por encima de Aquel-monte-allá:
—Hijo, sigue contando... ¿Qué hace esa gente?, ¿se vive mejor en sus pueblos? ¿Cómo está su trigo sembrado en primavera?, ¿cuándo siembran la cebada, el centeno y la avena?, ¿cuándo recogen el mijo, cosechan el sorgo?
—¿No es posible? ¡¿También hay de eso?! ¡¿No exageres, acaso esas caravanas son tan largas?! ¿¡Eh, si las mulas fueran hormigas, y los bosques hebras, llenarían un hormiguero en la hierba?! ¡¿Pues, cuánto tiempo tardan en pasar?! ¡¿Y van todavía más lejos?! ¡¿Hasta dónde?! ¡¿Hasta la capital, Belgrado?! ¡¿Y al otro lado?! ¡¿Hasta el mar?! ¡¿O sea, todo eso sí existe?! Confesamos que dudábamos un poco... Lo escuchamos, pero no lo creímos. ¿Eso quiere decir que en Belgrado y a las orillas del mar también hablan así de nosotros?
—¡Vaya, Dovolja, qué manera más bella y extensa de contar la tuya! ¡Y todavía más hermoso es que nosotros mismos, sin movernos un ápice... contigo, con tu relato, nos sentimos de algún modo más grandes! ¡Sabemos que no lo somos, pero nos sentimos más importantes!
A eso último, sincero como solo puede ser un niño de doce años, Dovolja contestaba:
—No hay cuidado. También yo, cuando les cuento, me siento grande, sé que no lo soy y que eso no es posible, pero esa sensación dentro de mí ¡es más grande que yo mismo!