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Federico Ruiz Vasconcelos llegó a la Ciudad de México cuando la Revolución había estallado. El movimiento lo orilló a dejar su tenería en Oaxaca y le impidió regresar a España, su país de origen. Una vez en la capital del país, desde Europa le enviaron remesas en cristal y herrajería que casi remata a un judío en su local de la calle Cinco de Mayo, en el Centro Histórico, pero afuera del negocio un hombre le ofreció dinero por sus herrajes. Motivado por su primer cliente, Federico fundó en 1917 la Montañesa, un negocio de herrajes testigo de las transformaciones del Centro y que ahora la gentrificación desplazó.
De Federicio, la Montañesa pasó a manos de su hijo, Federico Jr., y de éste a su hijo Ramón Ruiz de la Concha, que junto a su hijo Andrés, de 25 años, llevan la actual administración. Al inicio, el negocio estuvo ubicado en la Plaza Primo de Verdad, en Pino Suárez, luego se cambió al número 1 de la misma vialidad, más tarde la Montañesa se mudó al local 100 de la calle Uruguay, donde permaneció abierto hasta febrero de este año, cuando el incremento de la renta al doble los expulsó del local. En su espacio, ahora entra y sale mercancía meneada por “coreanos”, como llaman a los comerciantes extranjeros, que han concentrado buena parte del mercado popular en las calles de esta zona. En Allende, por ejemplo, comerciantes de vestidos de novia han cerrado sus locales, reemplazados por anuncios con letras chinas que decoran las fachadas.
Aunque la gentrificación es un tema en boga por el número de casos de desalojos, desplazamientos y ocupaciones que se empalman con la llegada de extranjeros y “nómadas digitales” —quienes pueden costear los precios del mercado inmobiliario—, este fenómeno, que tiene antecedentes en el propio Centro, “no está caracterizado por desigualdades étnicas o de nacionalidad, sino por desigualdades económicas y políticas vinculadas a la capacidad diferencial de consumo y a la propiedad privada, el poder sobre inversiones inmobiliarias y urbanas”, explica Vicente Moctezuma Mendoza, antropólogo e investigador del SNI, autor de El desvanecimiento de lo popular: gentrificación en el Centro Histórico de la Ciudad de México (Colegio de México, 2021).
La Montañesa nunca fue propietaria de los locales en donde se ubicó. En contraste, uno de sus comercios vecinos es Hermanos Migliano, administrado por Antonio, Eugenio y Alberto Migliano, un negocio especializado en herrajes y peletería fundado por el abuelo Juan en 1889. Estos hermanos de ascendencia italiana son dueños de una parte del edificio localizado entre Pino Suárez y Uruguay; en esta última calle, en el número 108, La Montañesa tuvo que instalarse improvisadamente en una vieja casa cuyo portón de madera contrasta con la vida interior, alejada del bullicio. El establecimiento abre de lunes a viernes, de 10 de la mañana a 2:30 de la tarde, pero es a puerta cerrada; las ventas se concretan en línea y sólo se recoge el material o se envía. Adentro, Ramón se pasea de un lado a otro, respondiendo llamadas telefónicas de sus prospectos clientes. Mientras, Andrés, su hijo, exhibe las chapas que decoran un cuarto adaptado como bodega.
Como Ramón se percató del cambio de costumbres y que raramente la gente compra baúles y portafolios, la Montañesa se aplicó a surtir ferretería ligera y accesorios para tienda de ropa. Ciertamente conservan herrajes exclusivos niquelados o de latón, que en su apogeo se importaron desde Inglaterra, Italia o Alemania dentro de barricas de madera, pero que hoy están almacenados en cajones despostillados. Otra rama del comercio es la venta de antigüedades. “Nos dimos cuenta de que el negocio de herrajes conlleva la adquisición de curiosidades antiquísimas: lámparas de bronce, relojes de cuerda, máquinas de escribir: tenemos Remington de los años 50, un par de globos terráqueos del siglo XIX, en fin, una variedad de souvenirs…”, dice Ramón, que muestra uno de los primeros patines que Federico Jr. fabricó, hecho con herrajes y correas de cuero. “Hay que diversificarse”, afirma.
Este comercio centenario no es el único que ha atravesado las transformaciones del Centro Histórico. Así como La Montañesa, hay más negocios antiguos que han sobrevivido al tiempo, a los avances tecnológicos y los procesos de gentrificación registrados a lo largo de la historia, aunque otros, si bien no murieron, salieron de sitios privilegiados del Centro, como es el caso de la tienda de ropa High Life, de 1889, que se ubicó en la esquina de Madero y Gante; hasta hace dos semanas, la franquicia Nike-Jordan abrió su sucursal de ropa, la “más grande de Latinoamérica”. O la desaparición de la tienda de ultramarinos La Villa de Madrid en Uruguay 36, reemplazada por una sucursal de la paquetería Estafeta.
Las olas de gentrificación en el Centro Histórico han obedecido a dinámicas de expansión urbana, desde que el propio Centro dejó de ser la totalidad de la Ciudad de México y las clases altas abandonaron sus propiedades para establecerse en nuevas colonias que se construyeron hacia finales del siglo XIX y principios del XX, como la Juárez o Condesa, cuenta la historiadora María Guadalupe Lozada. Ese abandono —precisa Moctezuma—, supuso por un lado el acceso a la vivienda de sectores populares y de clase media, la reubicación de comunidades indígenas a la Lagunilla y Tepito, asentadas en los terrenos expropiados, y la proyección de otro tipo de colonias para gente de bajos recursos, como la Doctores, Guerrero y Obrera, lo que en algún momento los burócratas llamaron la “herradura de tugurios”. “Así, el Centro se transformó en un lugar muy popular”, afirma.
Las casonas se convirtieron en vecindades y los palacetes en habitaciones y cuartos de azotea, habitados también por una nueva élite intelectual, transgresora de los convencionalismos, algunos de estos sitios se volvieron sede de espacios culturales como la revista Ulises, montada por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia en Brasil 42; “pero todavía no hay un interés por el valor de los edificios sino hasta los años 30”, señala la directora general de Patrimonio Histórico, Cultural y Artístico. “El boom inmobiliario de los 30 hizo que edificios antiguos fueran derribados y se construyeran torres y rascacielos en predios donde había antiguos conventos, como en la esquina de San Juan de Letrán —hoy Eje Central— y Bellas Artes, o la Lotería Nacional que se edificó sobre una casa porfiriana. Después llegó el estilo arquitectónico Art decó al Centro, sobre calles como López, de aquel lado del Eje, otras más alrededor de la Alameda; finalmente en los años 50, la Torre Latino”, narra.
Pasada la mitad del siglo XX, hay una fuerza que empuja a los sectores populares —apunta el investigador—: que es la centralidad comercial: a los dueños de los edificios les resulta más lucrativo rentar los espacios de los inmuebles a las accesorias, tiendas, talleres, convertirlos incluso en bodegas antes que atender la demanda efectiva de residencia, “por eso a finales del siglo XX hay una pérdida de población, que se debe a que los propietarios de los edificios dejan de rentar a los de bajos ingresos para buscar otros nichos de mercado o sustraen la propiedad para especular con el valor a futuro”.
Los días en los que La Montañesa envió herrajes hacia Rodeo Street, Los Ángeles, quedaron atrás. El negocio tambaleó hace ocho años y estuvo a punto de irse a la quiebra, reconoce Ramón, quien también exalta el genio de su hijo Andrés, la mente maestra que sacó a flote el negocio. Gracias a él, dice, "La Montañesa todavía sigue dando pelea". Desde adolescente, desde que cursaba la secundaria, Andrés se encariñó con el comercio de su familia. Lo visitaba frecuentemente y, por su espíritu curioso, preguntaba sobre los tejemanejes del establecimiento. Su abuelo Federico Jr., que para entonces era ya un nonagenario, le dijo a Ramón, padre de Andrés, que el muchacho sería el que continuaría el legado de los Ruiz de la Concha. Y para eso, Andrés estudió una licenciatura en administración para seguir empujando una de las herradurías más antiguas del Centro Histórico.
Una gentrificación promocionada
Tras el sismo de 1985, se realizaron acciones para recuperar el Centro Histórico, más de 45 mil viviendas fueron afectadas. El terremoto entrañó un viraje en las condiciones de inquilinato en esa zona: anterior a la catástrofe, 70% de los habitantes eran inquilinos y 30%, propietarios de algún inmueble; luego del 85, 60% de los arrendatarios se convirtieron en dueños de sus residencias gracias a una movilización popular que impulsó el Programa de Rehabilitación Habitacional-Popular, en 1989. Dicha fragmentación de la propiedad “constituyó un límite a las posibilidades de gentrificación”, precisa Moctezuma.
En línea con la declaración federal de Zona de Monumentos, en 1980, y la reconocimiento de la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad, el núcleo central de la capital mexicana se volvió objeto de renovaciones espaciales con el fin de preservar su valor, la más ambiciosa se dio mientras Andrés Manuel López Obrador fue de jefe de Gobierno (2000-2006). Esta acción tiene dos lecturas.
Para Lozada, fue una medida política en beneficio del patrimonio histórico de la nación donde se fortaleció el Fideicomiso del Centro Histórico. “Se cambiaron tuberías de la época porfiriana, en todo caso desgastadas, las banquetas fueron rehabilitadas de la A a la Z, se recuperaron predios abandonados y comenzó un proceso de repoblamiento” que, en algunos casos, reconoce como “blanqueamiento” o gentrificación, sobre todo en la zona comercial de Madero y calles anexas como 16 de Septiembre, mientras que en la Antigua Merced, conformada por el comercio tradicional, se “desalojó la Plaza García Bravo donde había un edificio porfiriano, sacaron a los habitantes y se hizo una plaza comercial, para variar”.
En cambio, para Vicente Moctezuma y Claudia Zamorano Villarreal, antropóloga por el Ciesas y doctora en sociología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, la gran remodelación implicó consolidar la idea de que el Centro Histórico era un terreno deshabitado, sin conocer el porcentaje de personas que rentaban. “Muchos de los funcionarios que en ese momento impulsaron la renovación y ‘repoblamiento’ —junto a la Iniciativa Privada— podrían ser adversos al término de gentrificación”, señalan, “aunque al final sí les interesaba que sectores medios y altos pudieran vivir en el Centro Histórico”.
Lo que sucede —ahonda Moctezuma— es que los procesos de gentrificación entrañan una “producción de desconocimiento”, el geógrafo Tom Slater lo llama “ignorancia”. Grupo Carso, de Carlos Slim, adquirió muchas propiedades en torno a la zona sur-poniente, entre Regina y San Jerónimo, las rehabilitó y finalmente se lanzó una campaña que invitaba a los artistas, estudiantes o integrantes del sector cultural a habitar departamentos modernizados.
“Esa estrategia se implementó en otras partes del mundo. En Nueva York, el geógrafo Neil Smith relata cómo los artistas fueron utilizados como punta de lanza: ellos hicieron chill out al barrio”, dice Vicente; “incluso se aplicó una política conocida como No Broken Window, basada en la teoría de Ventanas Rotas (Broken Window): se restauró la estética de las fachadas y los signos visibles de desorden para atraer a estos sectores”, apunta Zamorano. Consolidada cierta imagen y condiciones del espacio público como la seguridad, en una segunda ronda de gentrificación aumentaron los alquileres y los artistas fueron expulsados. En el Centro Histórico, la historia está documentada por la investigadora Alejandra Leal Martínez en su artículo “Peligro, proximidad y diferencia: negociar fronteras en el Centro Histórico” (Alteridades 17, número 34).
La memoria y lo popular
Iván Leura Zepeda proviene de una familia de afiladores de Nogueira de Ramuín, un pueblo de Castilla. Heredó el negocio del abuelo Don Ernesto Leura Bueno y de su tío Ernesto Leura Zepeda. La Alfiladuría Casa Leura se estableció en 1890 en Puente de Peredo, en el barrio de San Juan; décadas después, en 1930, este comercio centenario se trasladó a la calle López, donde continúa sacando punta.
En esa zona del sureste del Centro, se levantó un enorme Chedraui cuyo estacionamiento da a la calle Vizcaínas. “Fíjate que sí, ya no hay tantas carnicerías. La gente prefiere comprar la carne en el supermercado que en las carnicerías. Desde hace rato que no veo alguna carnicería abierta y tampoco me han traído cuchillas de esas máquinas con las que muelen carne”, menciona el afilador. El hombre que supera los 40 años, junto a su hermano Alejandro, es propietario del local.
El afilador reconoce que el giro que trabaja puede dejar de existir por el cambio tecnológico, aunque duda que la precisión sea la misma. “Una sierra de 6 mil 800 revoluciones, que no se afilan ni con la (piedra) novaculite ni con el carburo en polvo sino con diamante, pues el proceso de afilado es más rápido con máquinas automatizadas, de las digitales… Ahora, a nosotros la gente nos busca porque somos perfeccionistas... la gente quiere que sus alicates o tijeras corten bien, y para eso afuercitas es manual”, dice mientras troza un cartón doblado con unas pinzas afiladas. Además, la afiladuría tiene un contrato con el Centro Médico del IMSS 20 de Noviembre para aguzar equipo quirúrgico.
Iván atesora la memoria de su negocio con afecto, preservar los registros que dan fe de la vida en esa pequeña pieza compuesta por máquinas de afilado fabricadas por el abuelo y el tío. En la recepción es fácil ver recuadros clavados a la pared donde se aprecia el rostro de don Ernesto, un retrato de Iván junto a la periodista Cristina Pachecho, vitrinas que resguardan dos enormes Biblias y una imagen de la Virgen de los cuchillos. De un álbum de fotos, sustrae otro retrato de su abuelo montado en una harley davidson chopper. “Le gustaban mucho las motocicletas, viajaba y rodaba de aquí para allá”. Recuerda que hacia la primera mitad del siglo XX, su abuelo abría desde las 2:30 de la madrugada pues participaba en el programa de Radio Cañón titulado Las memorias de don Ernesto, donde se hablaba del porfiriato. “Nos anunciábamos en el programa de Chabelo, en la XEW, en La hora de puebla. Y no te creas: todavía nos buscan para salir en la televisión, hace como dos años vinieron a grabar los de Hoy”.
El peso que Iván le da a su historia del negocio y a su continua faena del día a día es clave si atendemos el análisis que Moctezuma desarrolla en El desvanecimiento de lo popular. Él identifica cómo los discursos pueden empantanar cierta imagen de lugares y comercios donde la vitalidad está en juego. El ejemplo que utiliza el autor son los editoriales de la revista cultural y de difusión Km.cero, publicada mensualmente por el Fideicomiso del Centro Histórico, que hacen notar al Centro como un sitio “inimaginable, apenas reconocible en los vestigios”, “un lugar del vacío”.
“Este significado contrasta con la presencia de miles de habitantes que continuamente poblaron el Centro y encontraron condiciones para sobrevivir y reproducir su vida social ahí, con los miles que encontraron recursos de subsistencia en el comercio callejero en sus calles, con los miles que en este mercado resolvieron necesidades de consumo, entre muchos otros”. ( 120 p.)
Para Iván Leura, el barrio San Juan sigue siendo un lugar de comercio popular: hay casas ferreteras, zapaterías, peleterías y peluquerías, ambulantaje, mucho movimiento de personas que llegan al Centro a comprar o a hacer mandado. Ahí, en esa zona del Centro, el canto callejero se sucede en el estribillo de ofertas y remates, oiga. Sobre la banqueta del Eje Central se tienden comerciantes ambulantes que torean a la gente, sin más seducción que la pura labia. Bocinazos de auto y bocinas encendidas en locales de tecnología y luces led espaciales, lo que más le acomode, se alternan con los organilleros en la calle López, a la altura de Ayuntamiento, y los alcornoques paran el tráfico porque dudan en cómo cruzar una arteria importante que hace transitar, a vuelta de rueda, a conductores que traen el claxón clavado a las manos. "Aquí todavía es barrio", dice un amigo de Iván que lo acompaña.
En otro tipo de lenguaje, una de las repercusión de la gentrificación, según los expertos, está ligada a la “identidad del paisaje”. Cuando una zona es gentrificada, se suceden varias formas de represión, la más conocida es la expulsión, otra de ellas es el “desplazamiento simbólico”: los habitantes que no han sido desalojados enfrentan la modificación de su entorno, cierre de establecimientos populares donde se abastecían, reemplazados por una nueva oferta comercial que no responde a sus necesidades. “El paisaje urbano, que forma parte de la identidad y la manera en que se relacionan con el vecindario, deja de ser: es un desplazamiento de la memoria”, dice el antropólogo.
Hasta ahora, la Red de desalojos ha documentado ocho expulsiones de inmuebles habitacionales, algunos adaptados con comercios, entre las calles que figuran, se encuentran dos del sureste del Centro: Luis Moya y López.
Otro aspecto es el turismo de bajo costo o las experiencias de barrio con etiqueta que, en contraste, generan ingresos para los comercios populares. A la vuelta de López, a una cuadra y media, sobre Arandas número 28, se encuentra la pulquería Las Duelistas, fundada en 1912. El dueño actual del establecimiento es don Arturo Garrido, quien estuvo a punto de cerrar por la pandemia. Quien atiende la barra es don Carmelo. El comercio maneja convenios con empresas turísticas de la Ciudad de México y Tlaxcala para recibir a extranjeros a fin de que conozcan la historia del sitio y del pulque, y de paso beban los curados. “Las visitas sólo se dan en la mañana, ya en la tarde —cuando cae la flota— llegan a venir, pero solos”, dice uno de los despachadores. En un recorrido, se observa a un grupo de estadounidenses parados frente a un local de comida callejera, en Vizcaínas.
Al otro lado del Eje Central, en Mesones 20, frente a la legendaria Casa Veerkamp —la primera tienda de instrumentos musicales desde 1908 que sobrevive— se encuentra el Taller de Gráfica Nahual, establecido en el primer piso. El artista plástico de la Facultad de Artes y Diseño, Roberto Martínez, creó el taller en Tláhuac en 2011; aprovechando la centralidad cultural en 2016 se instaló en Tacuba 87, edificio del que fue desalojado a principios de año porque el propietario, Ramón, decidió asociarse con agentes hoteleros. El edificio de Tacuba será ahora un sitio de hospedaje.
Mientras Roberto se encuentra de viaje, Sergio Aguilera se encarga de las tareas y cursos que se imparten en el taller, entre otros, grabado, encuadernación, ilustración, acuarela y pintura al óleo. Aguilera, cuya formación es a prueba y error, ha colaborado, junto a Roberto, con Demián Flores en las muestras El Gran Cocodrilo, en honor a Efraín Huerta, en el Museo de la Ciudad de México, en julio de 2014, así como en la muestra Milpa gráfica. El taller ha realizado dos veces el Tzompantli exhibido en la megaofrenda del Zócalo, la última convocatoria fue de 2023. El taller también participa en el proyecto artístico internacional Blam: que consiste en intercambiar piezas entre galerías de tres ciudades: Berlín, Los Ángeles y Ciudad de México. Gráfica Nahual tiene su propia sala donde se exhibe la muestra conjunta. Una de las paradas que la semana pasada tuvo la muestra fue en la Galería Alex Obiger, en la capital de Alemania.
“Tacuba es una parte bastante lucrativa, está en el Primer Cuadro, nosotros nos localizábamos frente a la Catedral, teníamos una gran vista”, precisa Sergio, quien agrega: “Tenemos buena relación con el dueño, no terminamos mal, nos avisó con mucho tiempo que quería convertir el inmueble en hotel, lo venía pensando; nos dio tres meses para conseguir otro espacio, y gracias a la comunidad que forma Gráfica nahual, nos quedamos en el Centro”.
La alcaldía Cuauhtémoc, donde se localiza el Centro Histórico, encabeza la lista de cuartos de hotel en la ciudad, con más de 29 mil habitaciones, con una tarifa promedio de mil 600 pesos, aproximadamente; hasta febrero de este año, la derrama económica turística representó 10.7 millones de pesos, según las últimas cifras de Turismo de la CDMX. En cierto contraste, la capital del país se ha convertido en una de las ciudades más caras para adquirir vivienda, reconoció Martí Batres el 1 de agosto, al presentar una iniciativa para frenar el alza inmobiliaria, dado que el sector de menores ingresos destina 51% de su salario para pagar la renta, mientras los de mayor poder adquisitivo, el 8%.
El caso de la calle Tacuba obedece al dinamismo inmobiliario que Claudia Zamorano vincula a la especulación inmobiliaria y a la llegada de Airbnb, así como a las modificaciones en el espacio público en materia de seguridad. Ella ha analizado cómo el entorno en el que se abren espacios de residencia temporal se distingue por un fuerte dispositivo de control de amenazas, donde el discurso de “prestadores de servicio” de la app —no así de los que alquilan sus propiedades— impulsa la seguridad de las calles para que los extranjeros, no los propios habitantes, se sientan seguros.