Más Información
Con reformas laborales, expertos ven estrategia de Morena; van a fortalecer su número de simpatizantes
Alito Moreno se reúne con familiares de prisioneros de Israel en Marruecos; pide su liberación antes de Navidad
SEP debe informar sobre objetos peligrosos en revisiones escolares: Inai; violencia escolar ha ido en aumento
Videojuegos, el nuevo gancho del crimen para captar menores; los atraen con promesas de dinero y poder
Gracias al ensayo de Georges Bataille sobre Franz Kafka, popularizado en La literatura y el mal (1957), sabemos que en el semanario Action, dominado por los comunistas, se hizo una encuesta, en mayo de 1946, sobre “Sí había que quemar a Kafka”, al considerarlo, mediante tres preguntas imperativas del orden “social y político”, como representante de una literatura negra (las mayúsculas son de Action), es decir, del todo pesimista y “reaccionaria”, ajena a la necesidad para aquellos tiempos, subrayada por los editores, de una literatura optimista.
A Bataille, curiosamente, no le llamó la atención el envío de ese cuestionario bárbaro a los escritores franceses, sino que Action se abstuviese de explicar por qué habrían de quemarse libros. Trece años apenas habían pasado desde la primera gran quema nacional-socialista, en la Plaza de la Ópera en Berlín, de la “literatura degenerada”, escrita por autores judíos, comunistas o sencillamente antihitlerianos. Ello prueba que —derrotado Hitler y el todopoderoso Stalin— el totalitarismo había envenenado los aires.
Aunque todavía las dictaduras sudamericanas rociaron de gasolina a los libros marxistas y el mes pasado visité una biblioteca universitaria en Texas donde se exponían los libros prohibidos por esa institución y se invitaba al alumnado a denunciar aquellos que les parecieran perniciosos, ya nadie habla de quemar a Kafka, festejado en el centenario de su muerte, apenas en junio de 2024, como el gran escritor del siglo XX. Quien ha sido enviado a la picota es Max Brod (1884-1968), su mejor amigo y quien no sólo desobedeció la voluntad de Kafka de “quemar” su obra, sino la editó y divulgó hasta el límite de sus fuerzas y de su propia vida.
Autor prolífico, ni el centenario de su adorado Franz hizo que se reeditaran los libros de Brod. Con la excepción de sus biografías de Tycho Brahe y de Heinrich Heine, y desde luego, la póstuma dedicada a Kafka (1974), su bibliografía es de difícil acceso. Del doctor Brod, también compositor, es más fácil conseguir su agradable CD con sus lieders goethianos, una rapsodia y un meritorio quinteto para piano y cuerdas, que sus libros. El benefactor estaba siendo arrimado, desde hace años, hacia la leña verde por los profesores, quienes, tras agradecer su buena ley, han desechado, por inepta, no sólo su edición de las inconclusas novelas kafkianas, sino el tratamiento de la materia de la cual se nutren con frecuencia: los Diarios del propio Kafka.
A partir de la edición “científica” (se me eriza la piel cuando los filólogos usan esa expresión) de las obras de Kafka editadas en 1990 por S. Fischer Verlag y a cargo de Hans-Gerd Koch, la hoguera estaba lista para Brod. En la nueva traducción al inglés, obra de Ross Benjamin (Schocken Books, 2022), el traductor y prologuista lee, en cuanto editor, los cargos. Algunos son viejos: mientras huía de los nazis y alcanzaba refugio —sionista de vieja data— en Tel Aviv, donde murió, Brod, sin usar guantes profilácticos, reordenó capítulos de las novelas, inventó títulos, segregó partes y las volvió capítulos, y extrajo del diario lo que consideró eran cuentos logrados y autónomos. Tachó lo juzgado incoherente por él (como escribía en la cama a veces Kafka es ilegible), además de regalar páginas autógrafas a algunos amigos.
Los nuevos cargos, enumerados por Benjamin, corresponden a lo que nuestra época juzga imperdonable: como todos los jóvenes sensibles e inteligentes, a Kafka le daba curiosidad el homoerotismo y no era ajeno a la belleza masculina. Dejó párrafos al respecto, pacatamente omitidos por Brod. Más comprensible es el que el amigo entusiasta corrigiera ortografía, imprecisiones al citar en inglés o francés, comentarios denigratorios sobre personas entonces vivas o algunas expresiones incómodas para el mismísimo Max, cuyo sionismo militante Kafka —en ningún caso apolítico— no compartía del todo. Brod a su vez despreciaba a los rústicos judíos del Este, adorados por el autor de El castillo. Benjamin encuentra en Brod un esfuerzo normativo propio del judío integrado, el de adecuar la prosa de Kafka al Alto Alemán, expulsando de The Diaries todo aquello que provenga del checo, del yiddish o, simplemente, del alemán hablado en Praga.
En español, digamos, hemos tenido suerte filológica con Kafka. Si bien la traducción que los antiguos leímos primero (la de Feliu Formosa de 1975) proviene de la de Brod, Jordi Llovet (en 2000 para Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores) puso a traducir los diarios a don Andrés Sánchez Pascual y a un asistente, partiendo de una edición alemana me parece que intermedia, la de Gerhard Neumann, quien en 1982 ya había detectado buena parte de lo denunciado por Koch y, en consecuencia, por Benjamin.
¿Hay que quemar a Brod? Juiciosamente, Frances Wilson, en una reseña titulada a su vez con justicia “Descriptions of a Struggle” (The New York Review of Books, 6/IV/2023) pide justicia salomónica. Dice que, si la interferencia editorial de Brod es exasperante, la de Benjamin es doble, inevitablemente exasperante. ¿Tenía sentido seguir a Kafka hasta la ignominia textual repitiendo siete veces un fragmento casi idéntico que al escritor no le convencía, como lo hizo Benjamin? El traductor se jacta de devolver a los diarios su condición de “laboratorio de la producción literaria de Kafka” y cada lector podrá elegir entre la versión “romanceada” de los Diarios por Brod o el archivo-taller minuciosamente reensamblado por Benjamin, quien, a ratos, me fatigó. Durante la hora del lobo encontré consuelo en la versión de Sánchez Pascual.
Tuve la curiosidad, ya para terminar, de buscar las respuestas al cuestionario francés de 1946. Una de ellas, la del poeta Francis Ponge (1899-1988), es enigmática. Le llama la atención a su inquisidor sobre el uso dictatorial de los imperativos, propio del periodista. Contesta que hay que quemar no precisamente a Kafka, sino a su “agujero”, refiriéndose muy probablemente a “La madriguera” (traducida como “La obra”), uno de los últimos cuentos que escribió y casi tan extenso como La metamorfosis (me resisto a su traducción correcta, que sería “Transformación”). En “La madriguera”, un animal de naturaleza indeterminada se oculta en un orificio perfecto, su propia obra de castor. La madriguera, se ha dicho, es donde el escritor moriría escribiendo.
Ponge fue amigo de casi todos los belicosos cabecillas de la literatura francesa. Le daba risa que Albert Camus se escandalizara ante un mundo que era dichosamente absurdo y me atrevo a suponer, en cuanto a Kafka, que el deseo de los comunistas de quemarlo era, para Ponge, similar a la obsesión existencialista por presentarlo como el fantasma de un mundo oscuro y alienado. Kafka era, en opinión de Ponge, un ser vivo oculto bajo la tierra, moviéndose en libertad por un sistema de madrigueras, lo cual vuelve notorio de dónde sacaron Deleuze & Guattari su idea de Kafka.
Le importaba saber a Ponge, según le respondió a Action, quién sería el matarife, carnicero o tapa-agujeros que tendría el valor o los medios para liquidarlo. No se trataba de quemar a Kafka, refugiado más allá de todo peligro, sino de volver irrespirable ese subsuelo de la literatura sobre la cual se levanta la ciudad, ese inframundo donde, probablemente, Max Brod y Franz Kafka se buscan, uno a otro, recelosos.