Confabulario

Guillermo Fadanelli y el "Desorden. Crítica de la dispersión pura"

Por cortesía de Random House, un adelanto editorial del nuevo libro de Guillermo Fadanelli titulado "Desorden: crítica de la dispersión pura", que ya se encuentra en las librerías mexicanas

Guillermo Fadanelli publica "Desorden. Crítica de la dispersión pura"
28/05/2024 |19:22
Guillermo Fadanelli
autor de OpiniónVer perfil

No somos reales

A toda hora me encuentro escribiendo una novela, más allá de cómo sea considerada en el universo de los géneros literarios o artísticos. Y cuando sueño, sueño novelas. ¿Y qué? Yo estoy escribiendo en este mismo momento una novela acerca de la dispersión, y eso es suficiente para que su contenido se expanda o contamine mi mundo y el de quien se asoma a estas páginas; un mundo que por supuesto incluye todo aquello que podría hacerme daño, las plantas, el viento envenenado o las constelaciones. Podría escribirla, como lo hago en este momento, más allá de un plan definido, o inventar una estructura. Prefiero el primer camino. Quisiera creer, y no me molesta que se considere una exageración, un vestigio o prueba de locura, que la novela es el toalgodo. ¡Absolutamente el todo! La novela no representa o simula ese todo, sino que lo es, y por ello no podemos escribir una novela que no nos corresponda. No es posible hacer algo distinto. Por eso el lector no se halla en este momento escribiendo una historia que no sea la suya. Recorremos una historia, la nuestra: sólo una. Si la filosofía es, como supongo, una rama de la literatura (Edmund Husserl, por ejemplo, consideraba a la ciencia una extensión de la filosofía), entonces insistiría en que los conceptos, ideas, disparates, ocurrencias o enunciados son personajes que, como en cualquier novela, intentan levantar o derrumbar una casa, asear el baño, ilustrar a un familiar, cometer adulterio, limpiar la cocina; o sencillamente seguir de largo hacia quién sabe dónde, a una pared o a un precipicio. Thomas Hobbes escribió que en la naturaleza humana existen tres principales causas de disputa: la competencia, la desconfianza y el deseo de la fama. Pero no hagamos caso, por ahora, de este extraordinario anciano pese a que considero no le faltaba razón. Explicarse demasiado o en exceso expresa la ansiedad de suavizar nuestra ignorancia, y también revela el temor, la necesidad de saber o ratificar que uno es algo que sabe cosas. Las explicaciones toman la medida de nuestro miedo, pero las novelas son ensayos del carácter humano, aproximaciones a un centro imaginario, oscuro, que tarde o temprano absorberá cualquier clase de vida: esta obra es una ficción que no miente demasiado, puesto que es lenguaje humano y espejo de todo lo que llama la atención de nuestra experiencia y cuya presencia podemos presentir, intuir, sufrir, disfrutar, etcétera. La novela no miente porque la mentira es su sustancia. ¿Cómo puede engañarnos lo que engaña siempre? ¿Por qué tendría el loco que hacer locuras? Si no soy comprendido, jamás seré del todo culpable, así es. John Locke, otro pensador de vieja cepa, escribía que él no deseaba explicar, sino mostrar, como Isaac Newton y tantos otros más. Aquel que explica que se vaya a su casa y no salga sino a freír salchichas. Si se excede en la explicación de su argumento, de inmediato será reprobado por los sabios humildes. Voy a repetir algo que he leído en las Meditaciones cartesianas, y de ello Husserl no tiene ninguna culpa: la esencia del ser es engañarse a sí mismo: tornarse un misterio fundador que la fenomenología trascendental intentaba disipar.

“Usted parece ser un hombre que sabe a dónde se dirige”, me espetó, risueña y atenta, hace acaso ya dos décadas, una mujer que apenas si conocía mi nombre; además, y no lamento expresarlo, mi rostro carece de rasgos memorables, no suelo hablar más de lo que se me exige, mi sombra se halla aburrida de seguir al bulto de mi cuerpo y, sobre todo, mi conversación es poco interesante, según he podido comprobar a lo largo de mi ya extensa vida. Seré un viejo a quien nadie le extienda la mano, ya lo veo venir.

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Apenas mis propias palabras me emocionan o creo expresar algo trascendente, los demás ponen pretextos y se marchan. Así las cosas, he renunciado a despertar interés, aunque aún me apena causar molestias o solicitar dinero prestado (sólo se pide prestado cuando no se puede pagar, ¿no es obvio?). Me he comprometido a no olvidar las palabras de aquella mujer que me llevaron a preguntarme: ¿cómo es que podemos hacernos una idea tan equivocada acerca de otro ser humano, de alguien que es un supuesto semejante, y de quien uno cree poseer algunas certezas sobre su carácter o temperamento? Y ello sin contar a los innumerables vecinos que viven en el edificio de nuestra propia persona. El extraño, el otro, es decir, uno de los tantos farsantes que nos habitan, tarde o temprano se hará presente y romperá una taza, tirará el vino en la mesa, o hará algo mucho peor: expresará una convicción irrebatible en nuestro nombre. Pedro se convertirá en Juan, en María, en Melchor, o en una piedra. Todos podemos enfermarnos de cáncer, pero ninguno podrá transmitir o compartir, sin perder algo en el camino, lo que sucede en su mente, conciencia o subjetividad durante este terrible episodio. Aquí titubea el concepto de intersubjetividad: uno está solo. La transmisión perfecta o exacta de nuestros sentimientos es imposible. No sabemos qué piensa el otro: no sabemos quién es, ya que en cualquier momento puede tornarse otra persona. En este punto la ciencia siempre fracasa respecto a la mente e imaginación humanas: su saber al respecto de lo que sea se presentará todas las veces como una fantasía más de la literatura: una fantasía que podemos comprobar, ya que nosotros la inventamos, como afirmaría Giambattista Vico, John Locke, o antes que ellos Nicolás de Cusa al respecto de las matemáticas, por ejemplo. Las descubrimos porque las inventamos. He allí una de las características del lenguaje escrito: perder en el camino una porción de su carga ontológica, de su inmunidad, de su arrogancia, a la hora de interpretarse, expresarse o exhibirse. Siempre se pierde un poco de vino.

La Janine, de Albert Camus, o la Emma Bovary, de Gustave Flaubert, llegan a nosotros como perturbadores fantasmas reales: fantasías que rompen floreros y nos hacen tropezar. Más secretas, ellas, Janine y Emma, cuanto más se desnudan (alusión a un poema de Tomás Segovia) o simulan entregarse a los cándidos amantes. Cada vez que una mujer te abraza te está ofreciendo el pésame, de ahí su sabiduría natural, según creo yo encerrado en mi humilde torre pasajera. Desde el día en que aquella persona me catalogó como una persona que sabe bien a dónde se dirige, mantengo en la memoria ese malentendido cada vez que me dispongo a comenzar a escribir cualquier clase de libro e incluso una nota, un correo electrónico o un X (mañana se llamará de otra manera). Son las letras las que dan existencia a los muros imaginarios y no al revés; las letras, si se les sabe seducir, superan en obstáculo al hierro o a los ladrillos; sin embargo, la gramática, la glamurosa gramática no crea muros definitivos, sino acaso ilusorios y evanescentes líquidos. Sólo escribimos o decimos tonterías. ¿A dónde me encamino a la hora de escribir estos garabatos que, avanzada la tercera década del siglo XXI, semejan más signos decorativos pintados dentro de una cueva olvidada que instrumentos de transmisión de conocimiento o de conversación? No lo sé, aunque sospecho que son los aperos de un colosal y cruel oficio: una lápida que no encuentra su acomodo. Nadie podría intentar explicarlo que expresa si no existiera un auditorio cautivo y medio esclavizado. La seducción literaria envuelve a una pequeña porción de los seres humanos, se desplaza silenciosa, y así acumula un hato de víctimas para convencerlas de que el sueño, la idea y la realidad finalmente han coincidido. El sueño ya no es una segunda vida, como leímos en el poema de Gérard de Nerval, sino que ambos, vida y sueño, se unen para disolverse en el caos primitivo y original. El lenguaje —el bla, bla, bla— en su intento novelesco de unir ambos mundos, sueño y realidad, se enfrentará todas las veces a la certeza de que nos persuade, de que sólo existe una realidad y ésta es aquella que las ciencias pueden verificar. ¿No es éste un tema muy viejo? ¡Los hechos pueden verificarse, medirse, aventarse a la cabeza del otro como piedras y ellos son la realidad porque te abren la cabeza! ¡Y asunto resuelto! ¡Y se acabó! ¡Ni la Biblia ha sido tan definitiva! ¡Ni las parrilladas de los domingos poseen tan poderosa contundencia!

Ahora bien, el hecho de que afirmaciones como las que acabo de lanzar, desde mi modesta opinión, parezcan un disparate, no significa que no sean un escollo o un obstáculo para la interpretación que hacemos de la mente y de sus creaciones, las cuales, como creo sucede, no podremos conocer del todo porque no tenemos la más remota idea de qué cosa es la maldita mente, es decir, la gran novela de la que provenimos y cuyas páginas encarnamos y poblamos, aunque las neurociencias se esfuercen en ofrecer teorías al respecto y las hipótesis materialistas nos ahoguen en el ir y venir de sus afirmaciones. ¡La mente es una gran novela! ¡Es la novela! Y esta afirmación no es literatura: sigamos. Conocer totalmente a un objeto, a un ser humano, a un perro, o creer que tenemos una idea que se corresponde totalmente con la realidad, tiene como consecuencia su inmediata desaparición o fuga en el horizonte: si la idea y la cosa son lo mismo, entonces no hay idea ni cosa separadas. Conocer es similar a hacer desaparecer lo conocido, absorberlo, volverlo mito y discusión. “La reflexión mata la vivencia primitiva”, escribió Edmund Husserl, pero el humano es un ser que reflexiona o es capaz de hacerlo, no es una marmota. A estas alturas, luego de tantos siglos y milenios de bregar en el lenguaje, sólo la dispersión me parece real o me entrega alguna clase de certeza. La recámara ordenada, bien hecha, está siempre a punto de ser deshecha, las cobijas caerán al piso y los objetos del clóset saldrán y causarán terror. Lo disperso siempre alcanza su promesa y su actualidad.

La prostitución como finalidad de este libro

Dar por hecho que este libro se halla premeditadamente dirigido a alguien o a cierto grupo de personas, a un grupo de bastoneras o a una cofradía de masones sería una grosería, puesto que entonces reduciría todo el acto literario a enviar mensajes a desconocidos por parte de un escritor-personaje que, ése es mi caso, tampoco tiene demasiado claro hacia dónde desea marchar: ¿adónde se ha ido la mano directora y recia y autoritaria de mi padre? ¡Añoro su autoridad simbólica! Tal vez si Franz Kafka hubiera comprendido que su padre sólo era un símbolo, no habría escrito su desdichada carta contra aquel pobre hombre. Se los confieso: ni siquiera sonámbulo sabría a dónde quiero llegar exactamente. Me gustaría ser un robot para cumplir funciones y dejar de hacer preguntas ociosas. A la hora de escribir, sólo el lenguaje parece real; los lectores, por el contrario, y sin afán de desconocerlos, se revelan como una contundente falacia o una mentira que, además, ya el lenguaje incluye, en vista de que ellos mismos son los creadores de esa falacia: la señorita Falacia, el Falacia Pérez, etcétera. El lector, o la suma de lectores, no tiene lugar más que como personaje del lenguaje. El hipócrita lector de Baudelaire se transforma en el nebuloso lector. ¿A alguien le importa tal cosa? Quiero decir que yo, personaje-escritor-lector, me comportaré de forma incorrecta en el espacio moral al que nos quieren condenar los medios y los genios de la comunicación: ellos sí creadores y manipuladores de mensajes intercambiables, dúctiles y procesables: “¡Hay que vender!”, “¡hay que hacerse entender!”, “¡hay que comportarse correctamente!”, “¡no hay que pensar demasiado!”, gritan los próceres de la publicidad y la política.

Las novelas (libros de ficción, ensayos, relatos, vidas, etcétera) carecen de extensión precisa; el número de páginas no tiene que ver con la extensión de un libro; en cambio, sí el cansancio, el agobio o el asombro que causan y que pueden agotarse luego de unas cuantas palabras y un par de comas o puntos, como en este caso. La brevedad de las obras de Juan Rulfo podría ser un ejemplo de lo que intento expresar. Sus obras han sido apenas un soplo que desata una tormenta y transforma la tierra. Yo tengo cuarenta años leyendo a Rulfo y no puedo terminar de comprender el mensaje. No hay allí ningún mensaje. Quien termina de leer sus libros es un tanto ingenuo y quizás, si me pongo dramático, un cobarde. ¿Quién quiere terminar un libro? La decepción y el azoro sobrevendrán apenas se llegue a la última página porque apenas si habremos leído el fragmento de algo que carece de límites: la relación entre las cosas no culmina.

¿Usted cree que sus bromas son muy graciosas? Si es así, pues más vale que desista de esa vanidad: no se mienta de esa manera: no hay nadie simpático por esencia: ¿había negros simpáticos en Montgomery durante los años cincuenta? Según la historia la respuesta es negativa. Yo abandoné esa ilusión, la de ser simpático, hace muchos años, y preferí transitar hacia la abierta antipatía, la cual tampoco es definitiva, pero me complace. Ser antipático es una especie de salvación religiosa: un descanso. Es como ser un cristo. ¿Alguien intenta comprender estas páginas para obtener cierta clase de provecho o presumir que sabe más que antes? ¿Se hará más rico, más sabio, más pobre? ¿Fundará una teoría trascendental de la introducción que lo explique todo o sobre la que basar el conocimiento? La guillotina se comprende en el momento en que la hoja toca nuestro cuello, pero no las palabras. Ojalá los pájaros leyeran este libro para que mis palabras se diseminaran en los aires y se dispersaran hacia todos los rumbos.

En caso de existir, el amor sería un holgazán. ¡No!, sería la holgazanería pura, ya que es sólo y pura ensoñación, deseo de ser, novela ordinaria y excitante por momentos, pero sobre todo es una invención. Cada quien trama o vive su propia novela. Lo deseable, en mi caso, se los confieso, sería desaparecer con el único y explícito propósito de existir, eso me otorgaría alguna clase de vida, pero expresar tal cosa devela ya de entrada un carácter vanidoso y un tanto melodramático. De todas maneras, lo sugiero a manera de exabrupto ontológico: ¡desaparezcan para existir! ¡Aléjense de la mira! La idea de que el pensamiento es vagabundeo mental y lingüístico se halla demasiado explotada, aunque lleve consigo cierta sabiduría.

No existe una definición de pensar que sea canónica o dogmática y que debamos seguir como zombis. Es difícil saber qué significa exactamente pensar, pese a tantas hipótesis al respecto (incluso, Alan Turing pensaba que había creado una máquina de pensar cuando él se refería más bien a computar). Aquí no se hablará demasiado acerca de ello; más bien, se utilizarán las palabras desde su más franca relatividad y fe en su significado: no en un significado incontrovertible, sino el de la capacidad que tienen las palabras de relacionarse con las otras cosas del mundo y engañarlos: las casas con las medias de seda; las camisas con los abejorros. ¡Fe en las palabras y en su relación con el resto de las cosas! Las palabras son eslabones de una amistad llamada lenguaje. He aquí, ¡por fin!, el asunto del libro: el oficio de las palabras es la prostitución, así que uno debe permitirles hacer su trabajo, sea a la hora de escribir acerca de moral, política, fenomenología, actualidades, albercas o ficciones. La comprensión de la dispersión como pasado, actualidad y horizonte nos aproxima a la conversación flexible y a la libertad (como lo deseó Friedrich Schiller). ¡Qué bello desmadre!

Fundamentalmente ruido

Lanzarse al vacíoen mi caso significa, según yo, perder el miedo a entrometerse, sin vergüenza, a donde a uno no le llaman. Meteco, se dice en México: metiche. Ir a la búsqueda de las palabras y de la experiencia ya pensada, pero no vivida por uno todavía: he aquí una de las tantas formas que la dispersión toma para ofrecernos promesas. Ya en obras pasadas, hayan sido leídas o no, he escrito acerca de lo anterior; de manera que soy repetitivo hasta el agotamiento y me considero el marino más abúlico de un barco cuyo nombre podría perfectamente llamarse Eterno Retorno y no precisamente Pequod. Lo que hoy escribo se reiterará durante el resto de la eternidad, ¿o qué? No existe la posibilidad de escribir una obra distinta a la que escribo ahora, lo afirmé ya; haber podido escribir algo distinto es improbable; ¿cómo podría uno saber lo que pudo haber sido, sino sólo como un mero juego de las hipótesis o el relato? Si escribes algo distinto a lo que ahora escribes, entonces ello es lo único que eres capaz de escribir. Vaya obviedad. Además, si son amables, tendrían que comprender que yo no podría ser yo bajo ninguna excusa o argumento. Alguien o algunos más se dedican aquí a contarles historias. Nadie lo sabe. Sólo en la dispersión uno encuentra residuos de sentido, botellas, fotografías, condones, libros, frases... Hace un tiempo dragaron o limpiaron el lago de Chapultepec y encontraron en el fondo un Volkswagen: magnífica metáfora para darle sentido al efecto de la dispersión. Escribiré en primera persona (me es sencillo) y merodearé acerca del fenómeno de la dispersión como un esbozo de conocimiento relativo o evanescente: algo que les sirva para todo y para nada. La primera persona, Guillermo Fadanelli en este caso, es la única forma gramatical que desconozco a fondo (cada vez que me sostengo en mí mismo no sé exactamente dónde estoy parado) y, también, aunque citaré probablemente demasiado a otros autores o libros, me ahorraré las fuentes y notas a pie de página, ¡qué martirio! Es más caritativo disolverlas en el contenido narrado y de ese modo hacerlas entrar a la fiesta o al velorio sin mayores invitaciones. Les ofrezco como muestra de amistad filosófica no remitirlos a ningún pie de página.

Luego de varias décadas dedicadas a leer libros de la manera más desordenada posible, de Baruch Spinoza y Michel Foucault a Enrique Vila-Matas y Fernando Vallejo, por ejemplo, uno aprende a mal querer las notas o las aclaraciones a pie de página que buscan la precisión o la eficacia argumental; en todo caso, prefiero apostar e inclinarme por la autoridad explícita, impuesta, o la simpatía emanada de las propias palabras (yo leí El viejo y el mar, la novela de Ernest Hemingway, llevado por la atracción de sus primeras páginas y sin afán de obtener provecho de su lectura); evitaré la aclaración puntillosa y erudita, puesto que una erudición abigarrada y densa puede llegar a borrar el ímpetu selvático al que nos empuja la dispersión, único horizonte vital probable, y al cual los científicos denominan, si mal no recuerdo, universo.

Aun en el seno o en la selva o en el desmadre del caos podemos levantar una casa. Esta decisión o desplante, el hecho de evitar la notación erudita, notas, extensas bibliografías, es sencilla de explicar: lo que sucede es que no sé dónde buscar las fuentes primigenias o el origen de los relatos, además de que confío en que mi holgazanería resulte sabia. Quien afirme saber, en el mundo de la novela o en la novela del mundo, la cual incluye los ensayos de aspiración filosófica y científica, etcétera, es decir, más novelas, digo que quien crea saber exactamente lo que quiere o lo que sucede a su alrededor es un pesado o alardea de más para ganarse alguna clase de respeto o de credibilidad. ¡O lana! Que su tribu lo perdone o, en su defecto, que lo admire y venere. Quien diga que su pareja es fiel, por ejemplo, tendría que volver a nacer. “¿Escribo o me hago el importante escarbando, otra vez, en mi bamboleante biblioteca para reiterar lo que de todas formas escribiré?”, me pregunto y al mismo tiempo me lamento, y la pereza y el desgano me invade: “preferiría no hacerlo”.

Las explicaciones, repito y lo volveré a hacer, son los más evidentes y aburridos lamentos humanos; representan el declive de la filosofía; la tara de la novela. La explicación no explica, sino que ofrece consuelo he dicho antes; el resentimiento, como creía Friedrich Nietzsche, es el poder que domina el mundo y las explicaciones siempre llegan tarde; el insulto es una oración, pero trataré de amenguar, para no amargar su lectura, todas estas pulsiones. A fin de cuentas, las ideas acerca de la ciencia, la economía o la filosofía, por ejemplo, ya se encuentran inventadas, contenidas, sugeridas y narradas en la intimidad de su oficio. En gran medida, las ciencias y su pesado cargamento de hechos, hipótesis y certezas pueden considerarse también relatos míticos que se hacen acompañar de otros lenguajes, como el matemático o el químico, y se cobijan en el examen de la verificación empírica, lógica, física, matemática, sexual o mental. Y, antes de que abandonen la lectura de este libro, quiero asentar que yo nunca logré poner en duda el hecho de que mis padres fueran mis padres, más bien disfruté o sufrí su cercanía y su existencia. Odié y amé su luz tanto como su desaparición y su ausencia, su temperamento como su osadía de vivir. Tampoco me arrepentí o realicé algún intento para modificar mi nombre: Esteban Arévalo; Guillermo Fadanelli; Sergio Juárez; Blaise Rodríguez; Mario Stevenson, y varios desgraciados títulos más que engordan esta canasta cuyo contenido es la dispersión en busca del sentido extraviado. Por otra parte, no quisiera que una reflexión demasiado necia alterara la vivencia primitiva a la que se refería Edmund Husserl.

Vamos directamente al grano o al asunto, aunque no sepamos en qué consiste totalmente dicho asunto. ¿O quieren saber de antemano adónde vamos? ¡A la aventura, desgraciados y valientes! Mi libro es una Crítica de la introducción y la dispersión pura. Es posible que exagere la nota si hago explícita mi sospecha de que se vive hoy en día —año 2024— dentro de una esfera, espacio o mundo en el que reina una cierta atrofia cultural dentro del escenario donde la comunidad humana actúa; cierta atrofia alimentada por una ruidosa, delirante y confusa comunicación, un tsunami informativo que convierte las antiguas nociones de persona, individuo o ser humano libre, en el de pasajeros de un barco cuyo destino los mismos pasajeros desconocen. Esa confusión ética propiciada por la tecnología destruye o degrada los intentos de crear formas más imaginativas, firmes y maleables de convivencia fuera de las estrategias impuestas. Jamás llegué a pensar que la imaginación pudiera imponerse desde una empresa. ¡Qué comodidad! No me molesta. Quiero decir que uno va a recorrer el mundo —la calle, una oficina, la casa, el cobertizo, el bar— de manera similar o análoga a la de un soldado que va a la guerra para asesinar a desconocidos a causa de razones que no comprende o ni siquiera sospecha. Que es empujado a matar en nombre de una patria o de alguna abstracción.

André Glucksmann escribió que en el siglo XX, al comienzo de las guerras europeas, la mayor parte de muertos eran soldados y al final de estas guerras eran civiles los que morían. La comunicación (donde sucede algo similar) se ha trocado en una nube gris, cuya densidad no permite ver o reflexionar claramente. El afán comunicativo (pienso en Jürgen Habermas) se diluye en su propósito: es fundamentalmente ruido. ¿Cómo es posible que la comunicación ciegue? Lo hace. El siglo XX es la vitrina más clara para cerciorarse de lo sencillo que es colonizar, humillar, hacer desaparecer éticamente a personas en nombre de fantasías políticas e ideológicas, ambiciones territoriales, deseos de poder y demás atrocidades por parte de los gobiernos, personas investidas de cualquier poder, entidades colectivas e instituciones de la más diversa naturaleza. Hacer que alguien desaparezca éticamente es despojarlo de decisión moral.

El poder intelectual es intangible para la mayoría de las sociedades lingüísticas, por más que se respete su ataúd dentro del cual sus símbolos se empeñan en renacer o significar. Masno quiero fingir: cuando me refiero al poder intelectualaludo a la capacidad que tuvieron o poseen a veces todavía las ideas en su lucha contra la patanería iletrada. La literatura y la filosofía se han ido al cajón de los zapatos o se han convertido en asignaturas dentro de centros de educación especializados: en autos acomodados en un estacionamiento. ¿Los libros como un estacionamiento de automóviles no usados? Puede ser.

Hoy en día, si deseas comenzar una conversación con un desconocido, te responde por medio de una consigna, una leyenda, un comercial o una pancarta. Ofreces un argumento —por cortesía— y te devuelven un panfleto (no todos los panfletos son malos). Es decepcionante decirlo, pero las universidades han llegado a ser un enorme cementerio ético y una fábrica de máquinas, cuyo destino se encuentra ya determinado: ¿en qué universidad te aceptaron?, ¿qué parte del mercado ocuparás?, ¿te han integrado a una estrategia de progreso hegemónico? Las universidades son parecidas a un burdel y hay que saber aprovecharlas, de lo contrario...

Somos testigos del advenimiento de nuevas plataformas de comunicación global, tecnologías y prácticas comerciales que, sin embargo, dejan intacto el deterioro económico, ético y civil de la mayoría de los consumidores en el “nuevo” mundo global: un “saqueo global”, diría Anthony Giddens, a quien más tarde volveré a citar, ¡y con la misma frase!

Olvidar las lacras sociales que han forjado un pasado socialmente desgraciado es sencillo. Basta aludir a la esperanza. ¡Ya viene el médico! ¡Hay que soportar y aguardar la llegada de un mundo mejor! ¡El nuevo presidente comenzará una época de prosperidad! ¡La tecnología provocará la igualdad! ¡Ay, el mundo mejor! El pasado continúa apropiándose del presente—como lo escribió Henri Bergson— y el futuro es lo más antiguo que existe, sin necesidad de acudir a Martin Heidegger para refrendarlo o a su célebre Carta al humanismo. El futuro ya tuvo lugar, ¿existe una frase más perturbadora? ¡El futuro ya ha sido!