Estoy leyendo con mucha dicha y mucho provecho (sigo a Horacio) la magna biografía de Gregorio Marañón (1887-1960). La escribió Antonio López Vega y apareció en Taurus de España. La primera edición es de 2011; la primera reimpresión, de 2024.

Este médico, fundador de la endocrinología moderna en su país, se volvió un humanista e historiador de primera fila.

Hay biógrafos biografiados y hay historiadores que hacen historia. Marañón se inscribe en las cuatro categorías: concretó una serie de biografías y monografías de las que su biógrafo nos da puntual cuenta (puede mencionarse el fino análisis clínico e histórico del conde duque de Olivares, el hombre más poderoso de España en momentos cruciales para la cultura universal) e hizo historiografía (escribió) e historia (actuó en la arena pública).

Ya muy joven era una figura de prestigio nacional e internacional, y las circunstancias hicieron que un presidente de la República española, en el primer lustro de los años 30, lo invitara a formar gobierno durante uno de los momentos más críticos y cruciales de la historia de la Península Ibérica (él tuvo que rechazar la oferta).

El subtítulo es sintético: Radiografía de un liberal. Como liberal Marañón experimentó cuatro regímenes ya tan sólo en su propio país: 1) la monarquía de Alfonso XIII, 2) la República tras la caída del rey el 14 de abril de 1931 luego de unas elecciones libres, 3) el gobierno de aparente transición de Francisco Franco tras la derrota de la República en 1939 y 4) una dictadura que invadió muchas vidas privadas, incluso la de Marañón y su familia y amistades.

Justo entre el punto 3) y 4) se presentan algunas de las páginas más dramáticas del volumen del doctor López Vega, director del Instituto Universitario Ortega-Marañón.

Resulta que la entrada triunfante en Madrid de las tropas franquistas a inicios de 1939 no implicaba por fuerza la permanencia del caudillo en el poder, menos en un poder omnímodo.

¿Nos hemos preguntado alguna vez si alguien puede morir de dolor por su país? Veamos a don Miguel de Unamuno, que ya no alcanzó a sobrevivir a aquel año punible de 1936, año del golpe contra una República debilitadísima por las disensiones internas y por los intereses afectados.

La biografía nos cuenta que José Ortega y Gasset se encontraba en tal abatimiento corporal y anímico durante esas horas que la vida se le iba de entre las manos. Marañón se convirtió en uno de los salvadores del célebre polígrafo.

Don Gregorio había salido con horror de la capital en un momento en que una bala perdida o un exceso de celo por parte de un interrogador o un vigilante le habría costado todo al ilustre endocrinólogo y humanista.

La violencia del bando republicano le pasó tan cerca que nunca volvió a tenerles confianza a los “rojos”. Eso no significó un apoyo incondicional a los radicales del otro bando.

Un testigo de la Revolución mexicana y de la guerra civil española juzgó que la segunda fue más sanguinaria que la primera, porque en México mucha gente se cambiaba de bando por simple sobrevivencia (y, si se quiere, por conveniencia), mientras que la ideología roja era implacable con la ideología enemiga, la “nacional”, y viceversa.

Por años no hubo mediación posible en España: matar o morir.

Matar o morir, de preferencia con saña, pretendiendo desaparecer ideologías y creencias.

Una ideología puede convertirse en la mejor estrategia para no tener una idea.

Más de una vez una ideología se vuelve, de modo entrópico, una inmensa maquinaria echada a andar de una vez y para siempre: una impersonal trituradora de carne humana.

Gregorio Marañón fue hombre de ideas y de acción. Esto nos lo transmite la biografía. También fue un ser humano solidario, generoso, valiente.

Pues bien, tras la guerra civil y a las puertas de la guerra mundial, en aquel 1939, el liberal Gregorio Marañón medió por gente famosa y no famosa, tratando de salvarlas de los fusilamientos masivos a cargo de Francisco Franco, burócrata de la muerte, banal practicante del mal.

Jorge Luis Borges nos ofrece una óptima descripción del liberalismo: “El mejor gobierno es el suizo, pues ningún suizo sabe cómo se llama su presidente.” Administren bien, por favor, dirijan bien, y háganlo de manera discreta.

En aquellos años el menú político nos ofrecía varios platos: dictaduras del proletariado, dictaduras fascistas, totalitarismo nazi, monarquías absolutas, monarquías parlamentarias, democracias más o menos directas, democracias más o menos indirectas, buenas representaciones de la democracia, entre otros.

Los sustentos solían ser ideologías, por lo común pantallas para proteger intereses políticos y económicos: marxismo, otra vez fascismo, “ideología de la Revolución mexicana”, liberalismo, etcétera.

El liberalismo tiende hacia el centro.

En sus mejores manifestaciones busca la convivencia pacífica de ideas e ideologías.

Y el poder —por definición— se dirime en las urnas.

En aquellas horas arduas, Marañón nos dejó una brillante descripción del estado de ánimo del liberal cuando el mundo se polariza tanto que ya no queda sitio para una oportuna mediación, necesaria si se busca impedir la violencia; escribe el doctor López Vega:

Pero entretanto ¿qué debía hacer el liberal? En un momento en el que el liberalismo político no sólo no tenía cabida, sino que era denostado, Marañón apostaba en La Nación bonaerense en junio de 1940 porque el liberal se caracterizase por su ambivalencia, esto es, por:

Una actitud del alma y, por lo tanto, un gesto que preside no sólo nuestra vida pública, sino también el menor latido de nuestra intimidad (…). En suma, la actitud liberal es compatible con todas las creencias, con todas las políticas, con todos los oficios y las profesiones, pero no con todas las conductas.

El signo del liberal es, por razón de su ambivalencia, glorioso en los tiempos de paz, tristísimo en las contingencias en que la vida social se arremolina (…). Mas cuando, en la hora grave, hay que elegir entre uno y otro lado de la barricada, el liberal, el pobre liberal, no sabe lo que hacer, porque sabe que tiene que hacer algo y no sabe cómo decidirse. No porque ignore, como el hombre que duda, dónde está la razón, sino porque no alcanza a quitar la razón del todo a nadie ni a dársela a nadie por entero.

Por eso se le ve ir de aquí a allá con una aparente ligereza que es sólo generosidad profunda. Por eso, en los dos lados le miran con desconfianza. Las dos puertas se le entreabren hoscamente y se le cierran en las narices. Muchas veces, desde ambos lados le lapidan. La tragedia que es toda revolución no lo es, sin duda, para nadie tan grande como para el liberal (pp. 335-336).

Las sociedades de hoy son liberales allí donde buscan y ejercen libertades de las personas, fomentan la democracia y defienden prácticas y principios como la educación, tan amenazada y despreciada en casos como el de aquel famoso “¡Muera la inteligencia!” de un cavernario contra Unamuno a mediados de 1936.

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