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Primero falleció Carlos Fuentes, después Álvaro Mutis y, finalmente, el tercero de un famoso, histórico y único grupo de escritores: Gabriel García Márquez. Los últimos dos estaban ligados por fuertes lazos de amistad: ambos nacieron en Colombia y ambos vivieron en la Ciudad de México hasta el final de sus días.
Conocí a García Márquez en su casa de México en la primavera de 2006, cuando mi galerista hizo arreglos para tener una sesión de fotos con el escritor. Él, así como algunos de mis amigos mexicanos que conocían a García Márquez, hablaban de éste con mucho respeto y lo describían en términos exultantes. Yo también pensaba que era un hombre amable y bienintencionado, de voz suave, gentil y sencillo. Me gustan las personas con principios y orden en sus vidas porque son responsables, metódicas y confiables. Desde el primerísimo momento, García Márquez te hacía sentir en confianza. Cuando te daba su palabra sabías que la respetaría; cuando estrechabas su mano sentías calidez y cordialidad; cuando sonreía sabías que la sonrisa era genuina; y cuando decía “No” era un “No” fulminante. Se expresaba de sí mismo con libertad, con complicidad, sin vacilaciones, excepto en aquellas raras ocasiones cuando recurría a su inagotable sentido del humor para rehuir de una conversación incómoda.
Su casa, ubicada en un acaudalado suburbio de la Ciudad de México, era una gran residencia de dos plantas de estilo colonial, amueblada con buen gusto y funcionalidad; ahí todo estaba limpio y ordenado.
El jardín, hermoso y bien cuidado, era bastante grande; estaba pensado para evocar la casa del abuelo del escritor, el lugar donde había crecido en Colombia. Estaba cubierto por un césped interrumpido por flores. Una gran magnolia blanca en flor, un árbol de mandarinas con frutitas colgando aún de las ramas, otros tres o cuatro árboles y algunos ficus grandes estaban calculadamente plantados en varios puntos.
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La mayor parte de las paredes del recinto estaban cubiertas de bugambilias llenas de color. Al fondo del jardín, separado de la casa, estaba el espacioso estudio con sala de estar. En la esquina exterior del estudio había una estatua de piedra de regular tamaño de San Francisco de Asís de frente a la casa principal. En una añeja declaración, García Márquez había dicho que no creía en Dios, pero le temía.
Había orden en cada rincón del estudio. Al verlo, uno podía suponer que García Márquez había dedicado gran parte de su tiempo a asegurarse de que las cosas estuvieran en su sitio indicado para poder encontrarlas fácilmente.
Como era de esperarse, casi todas las paredes estaban cubiertas de libros. También había muchas pinturas, la mayoría mediocres; sobre los muebles había portarretratos del autor y sus seres queridos, y frente a su escritorio colgaba un retrato decente, aunque no excepcional, del autor, pintado recientemente.
En varias habitaciones había numerosos objetos de arte antiguo y contemporáneo, latinoamericano y no solo mexicano. Dos o tres íconos bizantinos y un antiguo y muy expresivo pene pequeño y erecto hecho de arcilla, colocado dentro de una vitrina, revelaban que el escritor estaba abierto a todo tipo de arte.
Por teléfono me había pedido que me quedara al menos dos horas con él porque, además de la sesión de fotos, también quería platicar conmigo. Sabía algunas cosas sobre mí y tenía en alta estima mi trabajo pictórico porque, según sus propias palabras, “incluía elementos del realismo mágico” que le gustaban. “Algunas de tus pinturas”, me dijo, “podrían haber sido el telón de fondo de mis historias”. Creo que la diferencia entre mis pinturas y sus libros es que los temas de mi trabajo son productos puros de mi imaginación, mientras que él en sus libros, en su particular estilo insuperable, simplemente describió lugares, gente y sus historias, con elementos mágicos como componentes naturales. Esos elementos son una parte integral de sus vidas, como yo lo experimenté particularmente en los pueblos y aldeas de América Latina. Por ejemplo, cuando García Márquez comenzó a mostrar signos de la demencia que padeció en sus últimos años, una mujer culta, del equipo de siete personas que él ocupaba como personal, me confió que había visitado a un psíquico y le había pedido a un espíritu conocido como Águila Roja que ayudara a sanar al gran escritor. No sé si su esposa Mercedes, una católica devota, estaba al tanto de eso.
En nuestra primera comunicación telefónica, García Márquez me preguntó qué ropa debería usar. Por las fotografías que había visto, sabía que él vestía elegantemente, así que pensé que podría llevar algo parecido en nuestra sesión de fotos y le respondí que podía ponerse lo que le agradara. Cuando llegué a su casa, su atuendo fue la primera sorpresa con la que me encontré. ¡Vestía una ajustada camisa de mezclilla azul almidonada, con dos plumones en su bolsillo (siempre llevaba dos plumones, como pude confirmar en nuestros posteriores encuentros), combinada con unos pantalones vaqueros azules y un par de vistosos botines azules de piel! Por lo menos había una mejora frente a los estridentes colores que eran sus favoritos en la juventud.
En aquella visita me dijo, entre otras cosas: “Yo soy un tipo solitario; después de todo, le temo a los escritores porque pueden ser hostiles y envidiosos. ¡Prefiero pasar el rato hablando con gente de otras profesiones o con artistas como tú!” Continuó con una sonrisa: “Homero es mi amigo, pero yo también soy buen amigo de los griegos”. Él creía que Homero era el escritor más grande de todos tiempos, y me dijo que, cuando él quería relajar su mente, podía solazarse con autores clásicos griegos, con quienes estaba bastante familiarizado. Había viajado a Grecia en cuatro ocasiones.
Es un hecho que me he encontrado con dificultades de diversa índole al tratar de fotografiar a gente que tuvo la fortuna de alcanzar la fama, así tuviéramos una relación amistosa. Sin embargo, todos se mostraron relajados frente a la cámara y posaron con naturalidad. García Márquez fue un caso único. Este gran escritor, con numerosas distinciones, millones de lectores y abundantes experiencias, se comportó como si fuera a ser fotografiado por primera vez, lo cual atribuí a la humildad que llega con la edad.
Cuando comenzamos la sesión fotográfica, en algún lugar del jardín, él se paró, tieso, con los brazos en posición de firmes, rígido, inmóvil y serio, casi como si tuviera pánico. Me preocupó que, bajo esas circunstancias, no pudiera capturarlo en una pose interesante, así que le pedí que se relajara. “¿Cómo puedo relajarme cuando me estás apuntando con la cámara?”, se quejó con timidez y gentileza. Le recordé que yo no era un paparazzo sino un admirador de su trabajo que lo había visitado como amigo, y que pretendía tomarle una fotografía artística que le hiciera justicia para que no pareciera distinto a como era en realidad. “Dimitri, sé muy bien quién eres”, dijo recalcando cada palabra, “y por eso acepté esta sesión de fotos. Antes de llamarte por teléfono tenía frente a mí tu ‘tomografía computarizada’. Tengo que decirte que conozco a la gente de antemano, quién es indicado para ser mi amigo y quién no”, continuó con un dejo en su voz que yo era incapaz de explicar. Sin embargo, no descarto la posible explicación de que hubiera heredado las habilidades premonitorias de su abuela, que él ha descrito en sus libros, y en las cuales presumo que confiaba.
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Era el mediodía del primer sábado de junio cuando lo retraté; era un día caluroso y húmedo, nublado pero bastante luminoso. “La luz del día es buena para tomar fotos”, dijo García Márquez, mientras yo daba un paso atrás para tener una toma abierta que incluyera parte de la casa. “Ah, ahora me siento mejor”, comentó con cierto alivio, sonriendo. Le dije que yo también había pasado apuros y que estaba preocupado porque entendía que no se sintiera cómodo y porque ese no era para nada el propósito de mi visita, y precisamente por eso me había sentido todavía más ansioso y nervioso. “Sí, ese es el punto”, comentó, “así que me siento mejor”, y finalmente comenzó a relajarse.
En mi opinión, García Márquez siempre debió haber lucido una sonrisa: era cuando mostraba lo mejor de sí; el destello más nítido de su personalidad; el Gabo que conocí ese día: un hombre amable, educado, tímido y gentil. Ese fue el hombre que creo que finalmente logré captar.
Parece que a García Márquez y a Mercedes les gustó uno de mis cuadros que habían visto en un libro, así que cuando le pedí después que saliera de la casa para tomarle una fotografía en la calle, me expresó bromeando su deseo: “¡Ah, eso va a costarte, pero me conformaré con uno de tus cuadros!”.
Cerramos el trato con un choque de manos. ¡Después de todo, iba a ser un honor para mí que conservara una de mis pinturas en su casa!
En los siguientes meses, Mónica, su secretaria, y yo intercambiamos varios correos electrónicos. Ella me comentó qué fotos le habían gustado más a García Márquez. En una de las que se tomaron en el jardín podía verse una jaula con un loro. Aunque el loro era hembra, le decían Pepito. Cuando murió, dos años después, le lloraron profundamente durante algún tiempo y Mercedes se negó a que lo reemplazaran porque no deseaba que otro pájaro le recordara a su compañero alado durante 35 años. En uno de esos correos García Márquez me indicó qué cuadro quería que le diera.
Al año siguiente, en la primavera del 2007, me reuní con él en Cartagena, donde su país natal festejó sus 80 años con oportunas celebraciones. En Cartagena, García Márquez, su esposa y una nutrida escolta policiaca abordaron un tren que se volvió a poner en servicio luego de años en desuso, y, tras un agotador viaje de muchas horas, llegaron al pequeño pueblo del escritor, Aracataca, donde fueron saludados por una multitud entusiasta. Dudo que entre ellos hubiera muchos que hubieran leído alguno de sus libros.
Desde la estación del tren, el escritor y su esposa llegaron a la plaza en una carreta, acompañados de gente que trataba de darles la mano a lo largo del trayecto. Cuando llegaron ahí, el alcalde los sentó en sillas de plástico que fueron elevadas para que todos pudieran verlos mientras daba su discurso en honor a los visitantes distinguidos. Cuando me reuní con él en Cartagena algunos días después, me describió las celebraciones como si hubieran sido parte de un mal sueño.
La parte antigua de Cartagena es tan pequeña que sólo toma unas horas recorrer todas sus calles y admirar antiguos edificios construidos por los conquistadores españoles. Las calles estrechas tienen curiosos nombres poéticos, como Calle de la Estrella, Calle de la Soledad o Calle de las Damas. ¡La calle donde se ubica la casa grande y más bien moderna del ateo Gabo, con vista al océano Pacífico, se llama Calle del Curato!
Debido a los festejos por el cumpleaños, no pudimos reunirnos hasta el último día antes de que yo tomara el avión a México para continuar con mi visita planeada ahí. Nos encontramos en el hotel donde me estaba hospedando. El escritor llegó en un gran Jeep con cristales polarizados, escoltado por un policía armado.
Cuando cruzó la entrada, garboso y sonriente, gente que lo reconoció fue hacia él para tomarle fotos con cámaras y celulares. Antes incluso de que pudiera saludarlo, me empujó con la mano, diciendo: “Rápido, vamos a tu cuarto”, mientras el policía trataba de contener a sus admiradores.
Supe desde nuestro primer encuentro que los admiradores podían asustarlo. Personas, la mayoría mujeres, podían pararlo en la calle para decirle cómo sus libros habían cambiado sus vidas, y él temía que sus vidas hubieran cambiado para mal y lo atacaran. Creo que esas fobias llegaron como parte de la edad avanzada. Lo llevé conmigo y le di la pintura que había elegido. Le pregunté si quería que se la diera en México, pero sin pensarlo mucho me dijo: “No, no me gustaría conservarla aquí, en la casa de Cartagena”.
Luego, inesperadamente, como si quisiera corresponder, preguntó: “¿Quieres tomarme una foto?” Era un día caluroso, húmedo y algo nublado. No quería fastidiarlo, pero esa era una oferta generosa que no podía rechazar. No había suficiente luz en la habitación, así que le pregunté si podía fotografiarlo en la amplia terraza del hotel con una vista exquisita de la ciudad. Me preocupaba que el calor pudiera ser intolerable para él como lo era para mí.
“No”, respondió, “salgamos, me gusta el calor”.
Vestía una camisa de lino con rayas blancas y azules, y un pantalón de lino azul. Una vez más, como en la primera sesión de fotos en México, él no sabía qué hacer con su cuerpo, y esperaba que lo guiara y montara sus poses.
No quería mantenerlo de pie, así que lo senté en una silla junto a una mesa blanca. Posó sus manos sobre ésta y comenzó a golpear las teclas de un piano imaginario, mientras tarareaba juguetonamente alguna melodía. Coloqué un vaso de agua fría sobre la mesa para darle un toque desenfadado a la imagen, pero no sirvió de mucho y no tomé más que dos o tres buenas fotografías. Cuando finalmente nos despedimos con un cálido abrazo, acordamos encontrarnos de nuevo en México al año siguiente.
Según planeé, lo visité de nuevo en la primavera de 2008. Nuestra cita de nuevo fue al mediodía.
La tarde previa a nuestra cita caminé rumbo a mi hotel desde la casa de Álvaro Mutis, quien había sido tanto un amigo querido como un vecino para García Márquez. En el enorme salón central del hotel vi a Gabo y a su mujer sentados con el dueño, que era amigo suyo. Mercedes me reconoció a lo lejos y me saludó con alegría y calidez. Su marido se levantó y, mientras extendía su mano amablemente, me miró fijamente, tratando de recordar quién era yo. Desafortunadamente la demencia había comenzado a pasar factura. Parecía más delgado y demacrado.
En un esfuerzo por ayudarlo a recordar, Mercedes dijo: “Es Dimitris, nuestro amigo griego, el pintor”, mientras que el dueño del hotel contribuyó diciendo: “Es tu amigo, el fotógrafo”. Creo que las dos ocupaciones diferentes con las que le fui presentado de nuevo lo confundieron aún más. Sin embargo, al día siguiente, cuando entré a su casa con mi asistente, que cargaba las maletas grandes con mi equipo fotográfico, Gabo había recobrado la lucidez y dijo con su característico y aún inagotable sentido del humor: “¿Qué es todo esto? ¿El Laboratorio?”.
Para que se sintiera más cómodo, le pedí a mi asistente que se quedara afuera, cerca de la entrada del jardín, para estar los dos solos, mientras que a cierta distancia discreta estaba Mónica, su secretaria, quien parecía haberse vuelto más indispensable para él.
Ese día vestía un overol verde oscuro, muy parecido al que usan los pintores o plomeros, pero de marca de diseñador. Había un plumón rojo asomándose en el bolsillo, rompiendo la monotonía del único color de la tela de algodón.
Había traído de Grecia una pequeña figura de plata de un pez y se la regalé, para recordarle el pececito que su abuelo elaboraba en oro en Aracataca, como lo describe en su libro Cien años de soledad. Después le regalé una serigrafía multicolor que yo mismo había hecho, dedicada a su esposa. La había firmado “Para Mercedes, con amor”. Mientras la miraba, dijo: “Qué bonito. Todo está en flor, como en mi jardín”, y luego agregó, bromeando: “Este amor que dice aquí ¿es amor artístico o debo ir por mi pistola?”.
En esa reunión me dijo que estaba a punto de terminar una nueva novela y luego me pidió que quedara esta información entre nosotros. Su secretaria me dijo después que escribía durante las mañanas y las tardes y que ella lo ayudaba a conectar los capítulos porque su memoria “se estaba debilitando”. Finalmente, la novela se publicó en marzo pasado en unos 35 países, titulada En agosto nos vemos.
García Márquez también me expresó su entusiasmo por Obama: “Ese es mi presidente”, dijo; no obstante, en un sitio de honor había una foto de él con Bill Clinton. También me dijo que salía con menos frecuencia, pero que todavía le gustaba jugar tenis, aunque no podía jugar durante mucho tiempo.
Cuando levanté mi cámara para tomarle una foto, hubo un cambio inmediato en su humor. Estaba petrificado, su cuerpo entero se puso rígido como si lo hubieran forzado a sentarse en la silla eléctrica.
“¿Qué es esto, otra vez?”, dije, riéndome. “¿Por qué me miras con horror?”.
“No te tengo miedo a ti, Dimitri, sino a tu cámara”, me contestó; fue más o menos la misma respuesta que me había dado el primer día que nos conocimos.
En algún momento de la sesión de fotos se sentó detrás de su gran escritorio de madera, que estaba limpio y ordenado como si estuviera en una sala de exposiciones. Le pedí a su secretaria que me diera algunas hojas en blanco que puse frente a él y le pedí que hiciera como si estuviera escribiendo algo para que pudiera fotografiar sus manos trabajando. Pareció recordar su juventud en Colombia, cuando dibujaba caricaturas y las vendía: usando su plumón, rápidamente dibujó una cabeza de perfil con una gran nariz aguileña y un mostacho y me la regaló. “Es tuya”, me dijo, “para que me recuerdes”. “¡Es mi autorretrato!”.
Aquel día tomé bastantes fotografías, creo que la mayoría interesantes. Cuando me marché por la tarde, renovamos nuestra cita para el siguiente año; una cita que, debido a su enfermedad, nunca se cumplió.
Volví a México no el siguiente sino dos años después, en 2010. De nuevo era primavera, creo que es la época en que el país muestra lo mejor de sí.
En ese viaje hablé con su secretaria varias veces y ella se cuidó de repetir que la familia me apreciaba y que siempre sería bienvenido en su casa, pero siempre salía con alguna excusa de que Gabo no podía tomar la llamada. Me di cuenta de que su enfermedad había progresado y trataban de ocultármelo.
Varios amigos mexicanos en común confirmaron después mis sospechas; me dijeron que estaba tan enfermo que apenas podía reconocer con dificultad incluso a miembros de su propia familia. Estaba plagado de fobias, le daba miedo la oscuridad y quería que su secretaria o su esposa estuvieran siempre junto a él.
En la primavera de 2014 de pronto lo vi en un noticiero y se veía muy bien; no obstante, parecía algo desorientado, se mantenía firme y sonreía como si quisiera llevar la contra de lo que se decía sobre su salud. Lo vi salir de la puerta de su casa, vestido impecablemente, con una rosa amarilla en la solapa, acompañado de su secretaria, para saludar a periodistas y vecinos que se habían reunido para felicitarlo en su 87 cumpleaños.
En esos precisos días yo había estado planeando otro viaje a México y buscaba reunirme de nuevo con él. Su hermano Jaime ya había hecho una declaración pública sobre la demencia del escritor, así que esperaba que la familia no tuviera razones para ocultarme más su enfermedad. En lugar de eso, como sabían que él siempre salía bien en mis fotografías, tal vez agradecerían la oportunidad de tener algunas recientes.
Desafortunadamente, antes de salir hacia México, Gabo, el legendario escritor de ficción del siglo XX, falleció repentinamente el 17 de abril.