Las películas como pulso medidor del estado del mundo generan posibilidades de pensar que no siempre se encuentran en la cartelera más comercial, generalmente caracterizada por un marco de percepción homogénea e incluso una reducción en cuanto a la oferta y variedad de filmes. En el caso del Foro, la apuesta siempre ha sido mostrar otras alternativas del hacer y pensar fílmicos que desafían en más de un modo al espectador común.

Este año la selección es sustanciosa, con una predominancia por el cine-ensayo con películas como Retratos Fantasmas (2023) de Kleber Mendonça Filho, Ahora cae la luz vertical (2022) debut de la directora griega-catalana Efthymia Zymvragakim, Las últimas cosas (2023) de Deborah Stratman ensayo poético-ciencia-ficcional con citas de Roger Caillois y Clarice Lispector , o Notas para una película (2022) del gran cineasta chileno Ignacio Agüero. Los estallidos ficcionales del más reciente trabajo de Lisandro Alonso, Eureka (2023), Príncipe ( 2023) de Pierre Créton, Samsara (2023) de Lois Patiño, Yo vi tres luces negras (2023) de Santiago Lozano Álvarez; o lo docuficcional y metapuesta en escena fílmicas como en Agua Caliente (2022) de Diego Hernández, Ramona (2023) de Victoria Linares Villegas o Las cosas indefinidas (2023) de María Aparicio. De este panorama resalta también el abecedario poético-documental de la cineasta uruguaya María Arrillaga que aborda a la última gran poeta de la generación del 45, Ida Vitale o los homenajes fílmicos: al cine silente colombiano en Mudos Testigos (2023) de Jerónimo Atehortúa Arteaga y Luis Ospina o al universo del relato liminar rulfiano mediante la estética del cine mexicano de los años cincuenta en Antes de que lleguen los zopilotes (2023) de Jonás N. Díaz.

En el afán de denominaciones aleatorias encuentro dos películas que se estructuran bajo lo que llamo lógicas del desvanecimiento cuya forma no es la misma, una desde la ficción, otra desde lo ensayístico, pero que tienen inquietudes similares al reflexionar sobre las transiciones flexibles o sucesiones/disyunciones en el orden temporal de la película. La primera es el regreso del célebre director argentino Lisandro Alonso con su Eureka, después de un hiato de 10 años desde Jauja (2014). El título pareciera un guiño al descubrimiento victorioso e inusitado que experimenta el espectador con una película tripartita que va mutando desde el inicio. Constituida en primera instancia por un western televisivo y metacinematográfico en el mejor estilo fordiano-wellmaniano de casi media hora de duración, esta historia de venganza en blanco y negro, protagonizada por Viggo Mortensen y Chiara Mastroianni, se disipa para dar paso, mediante un travelling de distanciamiento, a una narración de suspenso. En este siguiente momento (y a color) nos centramos en la joven Sadie que vive en ese sistema terrible de las reservaciones indígenas, en este caso del pueblo sioux en Dakota del Norte, una realidad de violencia y desolación cuya única escapatoria será mediante la acción de lo quimérico, revelado en una frase de alcances cosmogónicos y pronunciada por el abuelo sabio: “Para nosotros lo importante es el espacio, no el tiempo, el tiempo es una ficción, un invento del hombre; el camino del guerrero es largo y eterno, tienes que ser fuerte.” Finalmente, tenemos la tercera parte también a color, una especie de recreación del viaje del héroe en la selva amazónica, ese viaje sin regreso que nos recuerda a Los muertos (2004), en una línea fronteriza entre la vida en comunidad y el desarraigo mediante el despojo, la ambición. Más allá de las obvias referencias al cine de Apichatpong Weerasethakul, Werner Herzog o David Lynch, esta película de oscuridad boscosa entre la ficción y el sueño múltiple me recuerda a la voluntad de fabulación desatada del cine de Raúl Ruiz, cuyas películas funcionan como cajas chinas y cada relato se vuelve posibilidad del siguiente.

En el otro extremo tenemos el ejercicio de hilvanado ensayístico de Retratos fantasmas (exhibida durante la última edición de FICUNAM) también dividido en tres partes, pero desde la reflexión melancólica (y por momentos humorística como haría un Nanni Moretti) de Mendonça Filho sobre su natal Recife. En la primera, “El departamento de Setubal”, el director regresa al lugar que ha habitado desde los diez años, un espacio que alberga una serie de transformaciones internas de su familia, pero que remiten también al cambio urbanístico exterior y que Mendonça Filho enlazará con las siguientes dos partes al preguntarse sobre la gentrificación de la ciudad. Esta cartografía personal navega entre los fantasmas afectivos, la presencia de la madre historiadora, los inicios del joven estudiante-cineasta (con descontrolados movimientos de cámara en mano y sus incursiones en el cine de horror) y el leitmotiv del departamento como una figura constructiva que va a protagonizar varios de sus largometrajes como Sonidos vecinos (2012) o Aquarius (2016).

Meditación continuada en la segunda y tercera partes “Los cines del centro de Recife” y “De iglesias y espíritus santos” donde la voz oscilante del director y el montaje de fragmentos nos lleva por las viejas e inmensas salas de cine como el Veneza, el Moderno, el Art Palácio, Trianon o Saõ Luiz situadas al lado del río Capiribe en un afán por recuperar la experiencia en salas como bastión último de una cinefilia en colectivo frente a la experiencia diferida e hipervisionada de las plataformas o el futuro gentrificado de esos recintos como espacio para las iglesias evangélicas o integrados a centros comerciales gigantescos. Retratos fantasmas parte entonces de la nostalgia por las imágenes incrustadas de materia, aunque ésta sea posteriormente transferida o digitalizada, son momentos, planos, sonidos que se articulan no como totalidad sino como digresión fílmica, entidad que crea sus propias significaciones entre la alternancia de varios tipos de imágenes-sonoridades (archivo familiar, histórico, arqueológico, imágenes filmadas o del filmador filmado a lo Alain Cavalier). Nostalgia de esa promesa de memoria cristalizada en los objetos del mundo y transmitida mediante esas mismas imágenes y sonidos que tiene como corolario dos secuencias cenit: la de la proyección con una sala llena de espectadores, entre los que se encuentran varios de los colaboradores, colegas o amigos del propio Mendonça Filho como Lucrecia Martel o el cierre de la película con un momento lúdico semi-ficcional cuando el taxista que lleva al director a casa tiene la cualidad de hacerse invisible y frente a nuestros ojos, la imágenes espectrales se encarnan en toda su permanencia evanescente.

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