Estaba sentada en una mesa de la fiesta familiar a la que fui invitada, cuando entraron ellas. Quienes ya estábamos en la reunión, fijamos nuestra mirada en las tres. Eran mujeres con cuerpos llamativos, con medidas estéticas acordes a un canon de belleza. Vestían ropa ajustada y sus pasos en tacones “del quince” eran firmes e irradiaban poder. Esa fue la primera vez que vi a las “Buchonas”.

Verlas fue un hechizo, y así lo escribí en mi tesis doctoral, “ellas tienen el narcoglamour”, esa forma de tener el “encanto” y reflejarlo de manera corporal. Hago referencia constante a la corporalidad, entendiéndola desde la performatividad de género propuesta por la filósofa Judith Butler. Donde nuestras identidades, no son sólo actuaciones, también son la posibilidad de presentarnos socialmente y que las demás personas nos reconozcan a partir de lo que somos y queremos resaltar de nuestras propias formas de existir y habitar nuestras realidades, y generan una normatividad de lo que es socialmente aceptado.

Esta forma de performancear, lo que he denominado Feminidad buchona1, tiene una estrecha relación con un canon estético que responde a una de las realidades en nuestro país: la narcocultura, la cual gira en torno a las dinámicas sociales, políticas, económicas e históricas del narcotráfico. Y es la buchonería una de las expresiones de esta cultura que tiene origen nacional, específicamente en la zona noroeste del país, lo que permite explicar las identidades e imaginarios del narcomundo.

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Partamos de dos puntos en común. En primer lugar, entender la narcocultura desde una visión interseccional, es decir: desde esa posibilidad de ver todas las características que construyen la identidad de las personas insertas en la cultura del narcotráfico y que marcan una diferencia social y generan diversas formas de relaciones de poder. Y, en segundo lugar, entender que toda cultura es un proceso dinámico, por lo tanto es necesario conocer el contexto que permea la construcción de las interacciones sociales que dan coherencia y cohesión a determinado grupo social.

Así que, desde aquel día que vi a las mujeres entrar a la fiesta, me llené de cuestionamientos que me han llevado a investigar —por más de una década— los denominados estudios narcoculturales, cómo se construyen las identidades de género y su performatividad, en específico la(s) feminidad(es) buchona(s).

Como antropóloga social, es fundamental aproximarse a este conocimiento quitando la visión estereotípica y poniendo como prioridad la comprensión de estas identidades desde las relaciones de poder. Esto ayuda a entender el porqué de las formas de ser hombre y mujer bajo ciertos contextos y, sobre todo, explicar cómo algunos modelos de feminidad se vuelven no sólo una forma de presentarse en el mundo, sino un camino hacia el éxito que se posiciona en la jerarquía más alta de las relaciones sociales.

Empleo la definición sobre la forma de ser mujer dentro del narcomundo, la veo como “el conjunto de elementos y características físicas, simbólicas, axiológicas y mentales de las que viven o aspiran [a] la inserción en la narcocultura mexicana, la cual tiene como norma la dicotomía sexo-genérica inmersa en una hegemonía heterosexual y donde prevalece la idea de que el poder recae en lo masculino”.

Esta definición puede ser modificada, principalmente la noción de insertarse en la narcocultura mexicana, porque la cultura es dinámica y ser buchona hoy no es lo mismo que en la década del 2010. En ese momento como contexto cultural existían referentes de consumos culturales como los corridos alterados y hoy nos encontramos con la narrativa de los corridos tumbados. También en aquellos años, la transmisión de los referentes culturales de la narcocultura —si bien las plataformas digitales han sido las principales formas de difusión de esta cultura— se situaban en Instagram y Facebook, pero ahora es en TikTok.

Las buchonas utilizan los escaparates digitales, cuentas personales donde exhiben el narcoglamour, que no es sólo una aspiración a convertirse en una mujer con una feminidad que refleje poder, sino que muestra un complejo entramado de “coproducción narco-estética”.

En esta coproducción, hay un modelo femenino que se caracteriza por mostrar un cuerpo con dimensiones estéticas dentro del imaginario de belleza hegemónico, donde los senos y glúteos grandes se contrastan con una cintura pequeña, acentuando la figura de reloj de arena. Usan ropa entallada y de marca, denominada de “alta costura”, además de joyas exclusivas. El cabello y las uñas son importantes: las uñas son decoradas de manera ostentosa y sobrecargada.

Siguiendo el estilo, estas características están enfocadas en la corporalidad. Hay que hacer énfasis en que las mujeres con Feminidad buchona no necesariamente aspiran a pertenecer al narcomundo y a las dinámicas que se viven dentro de éste. Más bien se comparte la producción narco-estética, que funge como directriz de las feminidades que tienen poder en un contexto determinado, en este caso en el capitalismo gore, como señala la filósofa mexicana Sayak Valencia: el narcotráfico es una empresa exitosa. ¿Quién no desea tener éxito en la vida?

Este tipo de éxito, sin embargo responde a las dinámicas del hiperconsumo y la estetización de la violencia, eso hace que surjan ciertas identidades como es el caso de la Feminidad buchona, una de las más exitosas porque son mujeres que tienen “cuerpo, dinero y poder”.

Desde este punto podemos hablar de cómo se ha transformado la idea de poseer una Feminidad buchona. En primer lugar, entendamos las lógicas de las relaciones de género hegemónicas, principalmente la erótico-afectiva, nos referimos a estereotipos que se han creado sobre los roles de las buchonas, uno de ellos las considera exclusivamente como compañía del hombre, y su función es ser exhibida y dar placer sexual.

Este estereotipo es uno de los principales argumentos para criticar la Feminidad buchona, se cree que las cirugías estéticas son para alcanzar un cuerpo hegemónico y deseable a fin de ser elegidas por los hombres que forman parte de las lógicas laborales del tráfico de drogas.

Esta crítica tiene su respuesta desde los propios discursos que enuncian las mujeres buchonas, ellas se consideran unas “cabronas”. A partir del poder que despliegan en su performatividad al saberse bellas, con capacidad de controlar y sobre todo con saberse independientes, su éxito social no responde a estar o no con una pareja que vea por ellas.

Aquí podemos complejizar lo que la socióloga británica Catherine Hakim, llama “capital erótico”. Este concepto ayuda a entender cómo, al tener ciertas características que te acercan al modelo exitoso de belleza hegemónica, obtienes una posición más ventajosa al momento de interactuar con otras personas, sacando ventaja de las relaciones de poder.

El capital erótico traslada la idea de una Camelia la Texana —mujer inserta en el narcotráfico que tiene una relación con un capo—, a La Chacalosa —mujer que se vuelve jefa de la empresa que tiene a todos bajo su mando y sin una relación afectiva—. Estos dos ejemplos no son los únicos.


Pero ayudan para comprender con más precisión por qué una feminidad representa mayor éxito social. Y esto tiene que ver con las posibilidades de acceder a ciertas posiciones sociales y formas de interactuar en el mundo a partir del propio poder que otorga un cuerpo modificado, se comprende las lógicas de un sistema capitalista gore, donde mostrarse bella, joven, poderosa y con capacidad de consumo, invisibiliza todos los procesos de violencia que pueden estar tras bambalinas.

¿A qué procesos de violencia me refiero aquí? A procesos creados por la desigualdad social. Hay que entender todos los contextos sociales de donde surgen estas performatividades; no será lo mismo la mujer que despliegue esta performatividad porque es un “deber ser”, a una mujer que elija tener este despliegue de feminidad porque lo vio como escaparate digital, a través de su influencer favorita que sube contenido para recordarnos un día más de éxito social. Recomiendo que estos temas que pueden ser molestos para muchas personas, más que ser rechazados, sean vistos por el crisol de esta interseccionalidad para entender a una sociedad que aprecia una de las premisas de éxito de la filosofía Life fast, die young (Vive rápido, muere joven).

¿Quién no desea tener éxito en la vida? Y en la lógica del hiperconsumo, quien pueda exhibir y tenga capacidad de consumo es la “jefa”. Las buchonas son un modelo de éxito porque emprenden con su propia imagen, mantienen un estatus de belleza tornándolo canon y hacen alarde del acceso que tienen a las cirugías estéticas porque “la que puede, puede”.

Entonces, la Feminidad buchona despliega así otro poder: ya no son sólo las joyas y las vestimentas que históricamente han diferenciado a las clases sociales, sino que, a partir de lipoesculturas, silicona, uñas de acrílico y botox, en su transmisiones en vivo nos recuerdan que ellas sí tienen dinero para gastar.

Y esto molesta a varias personas, pero no porque critiquen las propias estructuras que sostienen las desigualdades sociales y económicas entre las clases sociales, sino porque se les muestra otra manera de consumo, las buchonas generan ese deseo de poder cumplir nuestros caprichos. De relieve, queda manifiesta una pregunta: ¿cómo será el éxito fuera la lógica hiperconsumista?

Si bien la Feminidad buchona proviene del narcomundo, hoy día se posiciona como un camino de éxito, no por su origen sino por las estructuras que sostienen la idea de éxito social. Por eso se habla de buchifresas, modelo de feminidad que fusiona un nuevo canon estético, un modelo de belleza hegemónico, pero que sigue ostentando el poder en la performatividad, en lo corporal y en el hiperconsumo. Queda seguir cuestionando, ahora: ¿qué mujeres nos dejarán sin palabras cuando lleguen a las fiestas?


Nota 1. León Olvera Alejandra (2019) La Feminidad Buchona: performatividad, corporalidad y relaciones de poder en la narcocultura mexicana (Tesis Doctoral). México, El Colegio de la Frontera Norte. Texto completo y de acceso libre en el siguiente enlace:


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