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Más que el temblor del domingo pasado, dos presentaciones musicales han cimbrado esta telúrica urbe en días recientes: la primera ocurrió el jueves 20 y fue la presentación en sociedad del Himno de la Ciudad de México que, a instancias de Martí Batres y encomendado por la Secretaría de Cultura capitalina a cargo de Claudia Curiel, cometió Marcela Rodríguez. De no haber sido de pena ajena, habría sido de risa loca ver cómo se daban cuerda unos a otros, viendo quién enunciaba los florilegios más absurdos, o –como diría llanamente el pueblo- quién se pedorreaba más arriba de las nalgas: según ellos, esta composición es algo “inédito en el mundo, en la historia de la música mundial”, dada su autoría netamente femenina.
Imposible no evocar a José Antonio Alcaraz, quien solía pitorrearse de esta clase de rebuznos con un enfático “¡ay mijita, lo que es no saber!” Campechanamente, borraron el legado de mujeres tan preclaras como aquella “luz de su pueblo y de su tiempo” y Doctora de la Iglesia que fue Santa Hildegard von Bingen, quien entre las setenta y ocho composiciones compendiadas en su Symphonia armonie celestium revelationum incluyó cuatro himnos, uno de ellos, compuesto en 1151, fue justamente dedicado “a la Sabiduría” y titulado O virtus Sapientiæ, hasta otras más recientes, como Ethel Smyth, quien compuso en 1910 The March of the Women, himno oficial de la Unión Social y Política de las Mujeres (WSPU) y del movimiento sufragista en el Reino Unido.
Lo lamentable no es lo que ignoran, sino lo que nos han hecho padecer. Gil Gamés y Guadalupe Loaeza han glosado magistralmente sobre este himno. Señalan que es un puchero grotesco e intragable y, con ellos, coincide la mayoría de los más de 300 comentarios que, hasta el momento de redactar esta columna, acompañan al video en el que fue dado a conocer, en el perfil GobCDMX de Youtube. Dice la Biblia que “por sus frutos los conoceréis” y me pregunto si el Consejo Artístico habría escuchado antes alguna de las composiciones de “la hermana música de Jesusa”, porque, todo eso que ahí le dicen –y que va de “imposible de cantar, capricho apresurado, letanía sin sentido” y “basura pretenciosa”, hasta “reverenda mierda”-, no hace más que refrendar el por qué es la más inexplicablemente sobrevalorada de nuestros compositores.
Tres días después, los amigos que asistieron a la primera función de Turandot en Bellas Artes coincidían unánimemente, también, en que había sido desastrosa. No solamente se quejaban de los miscastings, ya que, como la epónima, Othalie Graham desafinaba y tenía un vibrato tan abierto que sonaba como un theremin, y que Héctor López tampoco dio el ancho como Calaf, sino de que la puesta era horrenda y de una pobreza tal, que “el árbol de papel maché que salía en todos los teleteatros de Cachirulo parecería de Zefirelli junto a esto”. Si acaso, los más benévolos concedían que “la Liú de Leticia de Altamirano fue lo único rescatable”.
Para sustentar sus dichos, me compartieron varios videos y, en efecto, aquello era para salir corriendo, pero como nunca he cimentado juicio alguno en la escasa resolución que pueda tener cualquier gadget, este martes 25 mi lancé, temeroso, a presenciar la segunda función. Cifraba mis esperanzas en que, a pesar de ser “el elenco B”, podría disfrutar de una mejor función y, en efecto, corrimos con suerte. He aquí mis impresiones sobre este montaje que estará en cartelera hasta hoy, domingo 30. De entrada, lo que se ve:
Ante una omnipresente luna que de momento se convirtió en gong, Jesús Hernández dispuso una plataforma escalonada que, enmarcada por unos travesaños que pretendían darle profundidad, ocupaba todo el escenario. Este incómodo mamotreto recordaba más El acorazado Potemkin que cualquier paraje pekinés, y si en algún momento cobró algún relieve, fue gracias al diestro manejo de claroscuros (más oscuros que claros) de Ángel Ancona. Tampoco resultaron afortunados los costales con que Carlo Demichelis y Jerildy Bosch enfundaron al coro: además de estorbosos, no podría decirse que fueran visualmente atractivos, y los trapitos metálicos que portaron la princesa y el emperador, también pecaron de furris.
Llamaban más la atención las tres figurantes que, cuando salieron de rojo, hicieron que más de un espectador se cuestionara la pertinencia de semejantes remedos de Jessica Rabbit, pero eso, fue lo de menos ante los yerros cometidos por Ignacio García, cuyo trazo fue tan torpe y elemental que, como me dijo Angelo Cianciulli, cada que entraba el coro parecía que eran los vecinos chismosos de una vecindad que se amontonaban a ver qué se le iba a ocurrir ahora a tan limitado director de escena. Y eso que, según el programa de mano, hasta tuvieron a un “diseñador de movimiento escénico”.
Si con el coro no supo García qué hacer, con los protagónicos menos: fue hilarante ver cómo Liú “le sopló” la respuesta de uno de los enigmas a Calaf, y penoso ver desdibujarse a la imponente Turandot en la escena final, ya que para recordar la “versión original al estreno mundial del 25 de abril de 1926”, optaron por presentarla hasta el último compás redactado por Puccini, omitiendo la posibilidad de realizar cualquiera de los finales que han sido compuestos posteriormente para darle a esta ópera un buen fin, acorde al libreto. Menos mal, porque nos ahorraron varios minutos de una puesta que, más que honrar al compositor por su centenario, acabó siendo un fiel retrato de la actual administración del INBAL: oscura, fallida e inconclusa. Lamentable.
En cuanto a lo que escuchamos, durante el primer acto la orquesta y el coro se esmeraron por ver quién sonaba más fuerte. No cabía posibilidad del menor matiz. Lo malo, fue que el coro, a cargo de Jorge Alejandro Suárez, siguió empeñado en gritar; lo bueno, que durante los actos restantes –ligaron el segundo y el tercero-, el Maestro Enrique Patrón de Rueda fue más cuidadoso durante las intervenciones de los solistas.
Como Ping, Pang y Pong, Hugo Barba, Gerardo Rodríguez y José Luis Gutiérrez causaron muy buena impresión. Vocalmente correctos, su escena del segundo acto fue de lo mejor logrado, tanto por el vestuario y el trazo –que, ahí sí, fue ágil-, como por el maquillaje que les aplicó Cinthia Muñoz. A diferencia, el Timur de Jesús Ibarra no sonó como el “vecchio decrepito” que precisa la partitura, y la voz de la Liú de este elenco, Hildelisa Hangis, todavía está muy verde. Otro par de miscastings.
¿Qué salvó esta función? Sus protagónicos: finalmente, se reconoció la valía de Carlos Arturo Galván, ese tenor que tantas funciones ha salvado al entrar de emergente. Su Nessum dorma cosechó la ovación que nunca llegó el domingo, y algo más: el emotivo reconocimiento de sus compañeros del coro, entusiasmados como no los había visto nunca antes. La guinda de la noche fue el decoroso desempeño de Marcela Robles, quien tuvo la osadía de debutar con este endemoniado rol y salió airosa, lo cual, no es una proeza menor.
Que el éxito de una función de ópera dependa de la voz de los protagonistas y no de la “obra de arte total” indica que, tristemente, alguienno está haciendo bien su trabajo.