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José Agustín ocupa un espacio central en mi panteón literario desde hace más de veinte años cuando conocí, por casualidad, su magnífico y casi olvidado libro La nueva música clásica. Intrigado por su afán por el rock y la sensibilidad musical de su escritura, dediqué días, semanas y años a leer y releer obras como La tumba, De perfil, Inventando que sueño, Abolición de la propiedad y Se está haciendo tarde (final en laguna), así como las crónicas reunidas en Contra la corriente, El hotel de los corazones solitarios y La casa del sol naciente. Como buen energúmeno, quería leer todo.
Cada texto me revelaba a un autor con gustos melómanos que sintonizaban con mi “frecuencia de onda.” Siempre que había oportunidad asignaba a mis estudiantes “Cuál es la onda,” texto que in my humble opinión es el mejor cuento nacional del siglo XX. Asimismo, mi currículum profesional se poblaba cada vez más con ponencias, reseñas y ensayos sobre sus libros. Sólo faltaba una cosa: conocerlo. Pero, debido al accidente catastrófico que sufrió en 2009, no quise molestarlo. Con el tiempo me iba acostumbrando a la idea de nunca poder agradecer en persona al maestro que me había regalado tantas lecturas.
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Fast forward. En 2022 andaba pensando otra vez en las crónicas de rock. Durante un viaje al Tianguis del Chopo, un puestero me vendió un fajo de fotocopias que contenía artículos sueltos de Parménides García Saldaña. Faltaba toda la información bibliográfica—fechas, títulos, etcétera—de la somos aficionados los investigadores. Pero aun así era un hallazgo. Llevaba veinte años recorriendo librerías y bibliotecas y, he aquí, un archivo desconocido. Produjo dentro de mí una inquietud: ¿cuántos textos sobre el rock permanecían por ahí en algún rincón olvidado? Y ¿cómo echarles mano? Decidí aprovechar este problema para por fin tratar de conocer a José Agustín.
Unos años antes había conocido en una fiesta a Andrés Ramírez y Jesús Ramírez Bermúdez, dos de sus hijos. Me comuniqué con ellos y les planteé la posibilidad de ir hasta la casa del autor para encontrar, digitalizar y catalogar todas las crónicas de rock que su padre había escrito a lo largo de cuatro décadas. Hasta les propuse la posibilidad de armar un libro con los textos que encontráramos. Aceptaron con entusiasmo. Durante las próximas semanas armé un grupo de tres alumnas y mis dos hijos. Hicimos un plan de trabajo y nos encarrilamos hacia el sur. Arribamos a Cuautla un lunes, fuimos directos al departamento, comimos y nos acostamos.
La mañana siguiente nos presentamos en la casa del escritor a las diez de la mañana. Nos recibió Margarita Bermúdez. Es una hermosa mujer, enérgica, vivaz, amable, encantadora. Durante los próximos días nos acompañaba siempre que podía. Se disculpó con nosotros diciendo que su marido dormía y que no nos podía recibir hasta más tarde. Nos paseó por el jardín de la casa en dirección a un pequeño edificio que albergaba la oficina. En el camino nos indicó una enorme piedra, pero no cualquiera, sino la mismísima que aparece tantas veces en la novela De perfil. Nos abrió la puerta y, una vez adentro, nos presentó con Gabriela Lira, cuyo trabajo inicial organizando los documentos nos sería una bendición inesperada.
Admito que me sentí totalmente abrumado. Ese pequeño despacho se convirtió de pronto en sagrario. Hasta había reliquias. Su primera máquina de escribir. Ejemplares originales de sus textos. Libretas con apuntes escritos en su puño y letra. Pósteres para eventos públicos. Fotografías del escritor y su familia. Pinturas y retratos colgando de las vigas del techo. Y los estantes. Siempre tengo la manía de escudriñar las bibliotecas de la gente que conozco. Siento como que los libros y los discos revelan mucho. Como dirán, dime qué lees o qué escuchas y te diré quién eres. Los estantes contienen formidables tomos. Libros de historia, política, filosofía, religión, esoterismo, música. Pero más que nada libros de ficción, todas las grandes novelas de la tradición occidental como de la mexicana. Y luego estaban los discos. Como envidiaba—y sigo envidiando—esa tremenda colección de elepés que había mencionado en La nueva música clásica y después es otras crónicas. Un catálogo vastísimo y digno del rey del rock literario. Desde luego mis estudiantes se burlaron de mi fanatismo. Me conocían las mañas hiperactivas que caracterizan mi forma de enseñar. Pero jamás me habían visto en esta suerte éxtasis.
Arrancamos con el trabajo. Entregué a cada uno una colección de documentos. La idea original era buscar solamente los textos sobre música. A medida que hojeaban los papeles, mis estudiantes se asombraron por la amplitud de temas que abordaba el escritor. Dentro de poco reconocimos que todos los textos merecían preservarse. Así que decidimos ampliar el alcance del proyecto y digitalizar todo lo que pudimos. Tarea de por sí imposible dentro de los límites temporales. Pero ni modo.
Era como hurgar en un nido de urraca: uno no sabía cuáles serían los tesoros que se aguardaban. Pero nos entusiasmaba el proceso. Había de todo. Incontables borradores manuscritos y xerografiados, libretas con apuntes, guiones para programas de televisión y producciones de radio, recortes periodísticos, anuncios de funciones públicas, reseñas de sus obras, cartas personales y burocráticas, canciones traducidas. En una caja encontramos los originales de los Diarios de brigadista. En otra, una traducción al español de West Side Story que hizo el autor pero que nunca estrenó. En otras, correcciones para sus novelas, cuentos y notas periodísticas. Margarita me enseñó un libro con cientos de poemas inéditos. En cierto momento tuvimos que poner parámetros. Nada de recortes periodísticos ni anuncios de presentaciones de libro. Nos limitamos solamente a los textos del escritor. Aun así digitalizamos más de 3000 cuartillas.
Desde luego, el evento culminante de la experiencia fue conocer a José Agustín en la terraza de su casa. Le presenté copias de todo lo que había escrito sobre él, incluyendo un ejemplar de la revista en la que Pedro Ángel Palou y un servidor organizamos un homenaje para los 50 años de De perfil. Charlamos sobre música pero no duramos mucho para no cansarle. Pero, eso sí, pude agradecerle por los textos y el legado que nos dejó.
Admito que todavía falta terminar el catálogo. Pero lo vamos haciendo poco a poco. Mientras tanto, lamento la ausencia del maestro y celebro su vida y sus obras.