Llegar a Madrid en estos momentos es llegar a un escenario poselectoral, todavía muy fresco.
Sin que la hipérbole nos arredre, la Unión Europea (UE) es una de las mayores construcciones geopolíticas y sociales de la historia. También tiene, por supuesto, enormes e interesantísimas implicaciones económicas y culturales.
Todo esto se vincula con la posibilidad de que Europa recupere el sitio protagónico que tuvo durante siglos como procuradora de modelos de pensamiento, arte, organismos y organizaciones.
La lección consiste en lo siguiente: ponerse de acuerdo.
Ponerse de acuerdo para un proyecto superior, que conjugue los esfuerzos y los logros de 500 millones de personas.
Para medir la magnitud de la UE pensemos que nunca ha sido posible un triunfo equivalente en América Latina. El general en su laberinto (1987), de Gabriel García Márquez, tiene como trasfondo el fracaso del sueño de Simón Bolívar: una Unión Hispanoamericana en una fecha todavía tan oportuna como el primer tercio del siglo XIX.
A propósito de trasfondos, la película Azul (1993) de Krzysztof Kieślowski transcurre en el contexto de la elaboración del himno de la Unión. Cantado en griego, sobresalen palabras ya universales, como “episteme”.
Pues bien, los electores favorables a la permanencia de la Unión alcanzaron este domingo 9 de junio alrededor del 64% de los votos: una mayoría indudable; aun así, el euroescepticismo ronda el 36%, con un abstencionismo —por cierto— del 50%.
Mañana, 17 de junio, se cumplen 71 años justos de la represión de obreros en Berlín Oriental, a manos del “gobierno de los trabajadores” en la recién fundada República Democrática Alemana.
Bertolt Brecht y Günter Grass revisaron el tema desde la literatura. Aquel día Brecht sufrió un conflicto “existencial”: una mitad de su ser y de sus simpatías (los trabajadores) se enfrentó a la otra mitad de sus querencias y preferencias (el gobierno de los trabajadores, precisamente).
Fue por aquel entonces cuando escribió el recordado epigrama acerca de que sería conveniente disolver al pueblo y convocar a elecciones (la ironía se entiende mejor cuando las personas conocen la tradición parlamentaria).
Grass escribió la obra teatral Los plebeyos ensayan la rebelión (1966), ahí recuerda la analogía de William Shakespeare en Coriolano entre el cuerpo humano y el gobierno: el gobierno es como el estómago: devorador, acaparador y perezoso; los demás órganos se quejan, se rebelan.
Hace 71 años, en 1953, Europa estaba tan dividida que incluso su corazón geográfico, Alemania, estaba partido en dos.
Mucho heroísmo y mucha lucidez tomó ir forjando la Unión a partir de una serie de primeros acuerdos sobre el acero y el carbón y otros insumos para la energía y la productividad, allá por 1951.
Se trató de un proceso gradual que otras partes del mundo de algún modo han imitado en tratados de libre comercio, sin que América del Norte y América Latina alcancen aún la magnífica libre circulación de personas europeas. Esta libre circulación es una muestra de confianza que repercute positivamente en la productividad y en el bienestar.
(Hay por allí un pasaje de Stendhal cuyo protagonista —acaso Julian Sorel en Rojo y negro— debe conseguir un salvoconducto o pasaporte para moverse dentro de una Francia en guerra. La guerra es el otro extremo: el de la desconfianza).
Europa, en fin, ha vuelto a ser un modelo. Y despierta envidia fuera y recelos y miedos dentro.
Y es que si la UE funciona a plenitud, se convierte en una potencia económica sin dejar de ser una potencia cultural, con un incremento de los derechos (por ejemplo, el de libre tránsito, ya mencionado) y de respeto a las diversidades, ese fenómeno histórico que requiere de mucha inteligencia individual y colectiva para ser comprendido en sus implicaciones.
Inteligencia necesitamos asimismo si queremos ubicar el voto de los euroescépticos. Suele asociarse este voto con el rechazo a la migración. Seguramente hay otros factores, pero podemos por ahora concentrarnos en este punto.
Casi asfixiado por la guerra de los 30 años (1618-1648), el francés René Descartes se refugió en los Países Bajos, en Holanda, para escribir la médula de su magna obra filosófica: allí encontró un aire de libertad que no respiraba en su país.
Dos siglos y medio más tarde, el neerlandés Vincent van Gogh hizo el camino contrario: emigró al sur de Francia para encontrar las condiciones necesarias a su innovación en la pintura. Digamos que iba en busca de la luz adecuada para sus ojos de pintor.
Puede olvidársenos que si Descartes y Van Gogh no hubieran migrado, hoy no tendríamos las Meditaciones filosóficas ni La noche estrellada.
Hay una tensión fundamentalísima entre el deseo de identidad y el deseo de progreso económico. Uno y otro deseo forman parte del bienestar.
Hablo de tensión porque la migración, aunque no amenaza ninguna identidad nacional (apenas migra el 3% de la población mundial, según datos de organismos internacionales), llega a percibirse como peligrosa.
El progreso económico llama a la migración en al menos dos vías: 1) una familia puede sentirse atraída por la existencia de trabajo en otra parte; 2) esa otra parte (región o país) necesita de mano de obra en diversos niveles, si quiere mantener sus niveles de crecimiento. Migrante y país se requieren mutuamente.
La amenaza de la migración a la identidad nacional es un caso de mera percepción, agudizada por los altavoces de la ultraderecha.
Desde luego, la educación, las artes, la ciencia, el pensamiento tienen una gran tarea permanente cuando se trata de incrementar la comprensión entre personas que proceden de culturas no solo distintas, sino distantes acaso no tanto en lo geográfico como en los fundamentos, tradiciones, hábitos de cada una de ellas.
La migración requiere de altísimas dosis de organización para que cumpla su tarea productiva e incluso civilizatoria, como en Descartes y Van Gogh.
Por ejemplo, desde hace tiempo el gobierno alemán sabe que requiere de alrededor de 20 mil docentes de lengua alemana para contribuir a la integración de los migrantes: el dominio del idioma es una base imprescindible.
Recuerdo algún ejemplo en el cine europeo reciente acerca de un atentado en París. Fundamentalistas irrumpen en un café y asesinan a inocentes. Una sobreviviente busca a quien le dio la mano —literal— en los momentos de más angustia. Por fin lo encuentra: es un migrante. Vuelven a darse la mano.
La película, cuyo nombre se escapa, exhibe los daños del fundamentalismo de cualquier signo y a la vez pone ante la vista, en el corazón de París, el carácter solidario de la especie humana.