Andrea Wulf, bien conocida por su biografía de Alexander von Humboldt (La invención de la naturaleza, 2016) ha emprendido un proyecto aún más ambicioso, que incluye ya no sólo al científico alemán en su día bien conocido en la Nueva España, sino a todo su círculo, el de Jena, que a juicio de la autora es “intelectualmente hablando, el más importante” de los grupos literarios, más allá de aquellos célebres en la anglósfera, como el de los trascendentalistas de Concord hacia 1860, en los Estados Unidos, o el de Bloomsbury, en Londres, antes y después de la Gran Guerra.

El círculo de Jena, cuenta esa eficaz cronista cultural que es Wulf, se compuso de miembros que, leemos en Magníficos rebeldes (Taurus, 2022), “se hicieron tan famosos en vida que los reportajes sobre sus ideas y escándalos se filtraron, desde los periódicos alemanes, al resto del mundo. Los estudiantes acudían a Jena desde toda Europa para aprender con sus héroes intelectuales –estos ‘jacobinos de la poesía’– y luego se llevaban sus ideas de vuelta a casa. ‘Tenemos entre nosotros una misión’, escribía Novalis en 1798 con una confianza absoluta: ‘hemos sido llamados para educar al mundo’. Este grupo de escritores, poetas y pensadores cambió la forma de concebir la realidad, al situar el yo en el centro de todo. Al hacerlo, liberaron las mentes de quienes los seguían del corsé de las doctrinas, las expectativas y las reglas”.

Subtitulado como “Los primeros románticos y la invención del yo”,

Magníficos rebeldes es un homenaje al padre rejego, a un friolento J.W. Goethe, cada día más interesado en sus estudios científicos y ajeno al culto literario por la Naturaleza, tan ávido de experimentar que amigos y discípulos se quejaban de los malos olores de sus verduras putrefactas y de sus bichos despanzurrados; a un Johann Gottlieb Fichte (1762–1814), quien heredó de Emmanuel Kant el cetro filosófico y preconizó ese yo que era a la vez resultado y negación del Siglo de las Luces; a Caroline Böhmer, además de haber sido esposa de A. W. Schlegel de 1796 a 1803 y de Friedrich Schelling, de 1803 a 1809, una tempestuosa figura política e intelectual cuyo poderoso influjo suele olvidarse; a los hermanos Humboldt (Alexander y Wilhelm) y a los hermanos Schlegel (Friedrich y August Wilhelm), y al poeta Novalis (Friedrich von Hardenberg, 1772-1801), quien cierra esta, mi primera lectura, de Magníficos rebeldes.

Revolucionario y endogámico, el círculo se dio a conocer antes que la generación insular de los poetas de los lagos. Lord Byron vino después. Llegaban los de Jena cuando el ímpetu enciclopédico de Voltaire y J.J. Rousseau (todos en Jena educaban a los niños con el Emilio de Jean–Jacques en calidad de ancestro del manual del Dr. Spock) pasaba de la Revolución francesa al jacobinismo y a las guerras del Imperio.

Desde Inglaterra, Samuel Taylor Coleridge tomaba nota y mientras los franceses necesitaron aún de veinte años para empezar a deshacerse del neoclasicismo, en mala hora asociado a 1789, Jena cambiará el mundo a través de Goethe, rejego patriarca de aquel círculo y de G.W.F. Hegel, quien residió en Jena entre 1801 y 1807. El hegelianismo hará del yo todopoderoso de Fichte, un sistema que tropezará más tarde con otros grandes alemanes, antagónicos y revisionistas.

Lo moderno, por así decirlo, venía de la periferia, de ese conglomerado de reinos intransitables y despóticos que era Alemania, cuya lengua, gracias a Martin Lutero y después a Johann Gottfried Herder (paradójico enemigo “nacionalista” y conservador de los Kant y de los Fichte), substituía a un Estado–nación inexistente, como lo fue a descubrir Madame von Staël, y estaba muy lejos de liberarse de la hegemonía ilustrada del francés.

Pero lo moderno estaba, también en que alguien tan ancien régime como Goethe viviera con Christiane, su amante y con su hijo ilegítimo, August, apadrinado por el duque Carlos Augusto y bendecido por su madre, quien apreciaba la felicidad casera de su famoso vástago. Caroline, en tanto, cambiaba al mayor de los hermanos Schlegel (a quien no amaba, pero cobjijaba a su hijo) por Schilling, alimentando escándalos y habladurías.

Pero lo esencial estaba en que las leyes de la Naturaleza, según Kant, sólo existían mientras la mente las concebía y cuando Fichte fue a verlo a Königsberg, se encontró a un anciano modesto que, musitando, lo animó a publicar, al grado que la primera obra de Fichte, parcialmente anónima, fuera atribuida a su maestro. “Sólo mi voluntad flotará con osadía entre los escombros del universo”, fue la temeraria profecía de Fichte que daba cuerpo a un XIX que bien puede ser llamado “el siglo alemán”, el de Hegel, Arthur Schopenhauer, Karl Marx, Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud, con las consecuencias temerarias que esas filosofías encarnarían, tiempo después en los discursos de los jefes y en la psicología de las masas. Pero Wulf no parece compartir la tesis de Isaiah Berlin del componente fatalmente romántico del nacionalsocialismo porque el romanticismo, también, es, sin duda, hijo de la Revolución francesa. No había verdades absolutas ni leyes divinas, concluía Fichte. “Sólo existía el yo”.

Estaba en disputa la filosofía, pero nacía la estética y ésa será la primera forma que tomará en Alemania la crítica literaria. En revistas como Horen, reinaba Schiller, a quien detestaban los Schlegel, aunque guardaban las formas cuando Goethe mediaba y a las universidades y a sus protectores los príncipes, no les era fácil administrar revoltosas matrículas de quinientos estudiantes. En Jena nace el estudiantado como una fuerza política y moral moderna: jóvenes rebeldes aspirando no sólo a “fichtesofar” a través del alemán, sino germanizando, traduciéndolos, a William Shakespeare y a John Milton.

Novalis, un ingeniero de minas que amaba la poesía y tenía en Sophie, tan enferma y tan joven y tan precoz (bebía, fumaba, leía), a algo más que una musa, la vio morir en 1797. Philosophie, la llamaba y con ella quiso trascender la muerte. Pero superó el dolor. La revolución exportada por Napoleón Bonaparte se convirtió, en suelo alemán, en una guerra de conquista y pillaje simbolizada por el bombardeo de Maguncia de 1793 e incomodó a quienes habían simpatizado con el espíritu de 1789 e incluso habían perdonado el Terror de 1793. Novalis empezó a identificar a la Ilustración con la falta de caridad napoleónica y volteó a mirar, contra la ciencia, hacia el cristianismo.

No todo podía ser conocimiento ni deseo de poseerlo, pensaba Novalis; el poeta, quien creía haber conocido el amor no a través del yo fichteano, sino como la luz al fin de la oscuridad de las minas donde trabajaba. Pensaba que “adentrarse en las entrañas de la Tierra” era una metáfora del viaje interior. “Dos años más tarde, convertiría su experiencia en las minas y la muerte de Sophie en los Himnos a la noche” de 1800, el primer poema romántico en desafiar francamente a la Ilustración, proclamando un “anhelo de morir” por el que han pasado tantos de sus jóvenes lectores. Nada de llevar la luz a los laboratorios, proclamó Novalis, citado en Magníficos rebeldes. Se trataba –mucho antes de Freud– de iluminar la muerte y la de su amada convirtió a Novalis en el primer disidente de Jena.

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