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Julio Cortázar solía recordar que sus amigos le contaban historias con la esperanza de que las integrara a sus cuentos; sin embargo, este poderoso narrador nunca las tomaba en consideración, quizá porque era muy consciente de que todo relato reclama una atmósfera particular, o bien, que las fábulas, para hablar en los términos de los formalistas rusos, exigen una trama que exceda el rutinario tejido de palabras.
Cortázar también decía que “la novela siempre gana por puntos, mientras que el cuento debe ganar por nocaut”, pues el tiempo, el espacio, las acciones y los personajes reciben diversos tratamientos en ambos géneros, debido a la velocidad de los acontecimientos, a la confluencia de historias en la novela y al desarrollo unilateral de una sola de ellas en el cuento. El desenlace, por lo menos en el relato clásico, tiende a ser climático, sorprendente o epifánico, mientras que la novela es morosa, semejante a la desembocadura de un río cuyo delta irriga varios afluentes antes de su dispersión en las aguas del océano.
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Los lectores suelen sufrir y abandonar las obras de la narrativa literaria cuando no captan la historia, cuando la fábula está demasiado diferida en el discurso, cuando el protagonista es el lenguaje y no la esencia humana que ha sido, desde tiempos inmemoriales, la savia que alimenta al árbol de la vida. Muchas obras experimentales de vanguardia son deudoras de ese estilo, por lo cual se les comprende, justifica y olvida.
Pero ¿qué pasa cuando en una novela la historia principal no cuaja del todo, cuando en la ruta va dejando indicios, núcleos y escollos sin desplegar y cuya intriga parece ahogarse mucho antes de concluir la obra? Eso me ocurrió con Una música (Sexto piso, 2023) de Hernán Ronsino, texto que, por cierto, recibió un importante premio en Alemania y que, a su vez, ha sido bien recibido por la crítica.
El tiempo de la lectura corresponde a un estado del espíritu y, desde luego, esto influye en las obras por donde transitamos porque, sin bien, todos los libros nos deparan un viaje, una exploración de paisajes nuevos que permiten restaurar nuestras heridas, también sucede que las ahondan o de plano nos hacen caminar indiferentes.
Una música, en su historia principal, narra la vida de Juan Sebastián Lebonté, un pianista que, en gira por Europa, recibe la noticia de que ha muerto su padre, motivo por el cual regresa a la Argentina como en una suerte de viaje a la semilla, para deconstruir su pasado y rememorar la subordinación a su padre, quien le impuso su modo de ser, su profesión, sus frustraciones.
De modo que, ya en Buenos Aires, se distancia de la madre, de la hermana, de la novia y se sumerge en el arrabal, en un intento por recuperar “un campito”, una casa de campo que le había heredado su papá. Descubre que el espacio había sido ocupado por unos paracaidistas, quienes lo acogen como a uno más de los vagabundos que transitan por la zona y lo integran a su modo de ser y estar en el mundo.
Desde luego, la obra le hace un guiño a la relación de Kafka con su padre e insiste en la ruptura del yugo opresor, pero también evoca a los antropólogos de los años sesenta del siglo XX quienes, semejantes a los hippies, se sumergían en las comunidades que pretendían estudiar y poco a poco eran asimilados por ellas, sin cobrar conciencia de la identidad perdida y sin saber tampoco cuál era su nueva condición.