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El obradorato; un ensayo de Carlos Illades

A un mes de finalizar el sexenio, el recuento de cómo un liderazgo poderoso y cada vez más autoritario logró canalizar el añejo disgusto social en una rotunda victoria personal y partidista, favoreciendo a las clases populares con apoyos sociales, la intromisión en los Poderes de la Unión y el desequilibrio de organismos que han sido pilares de la vida democrática del país. ¿Hacia dónde va México?

Ilustración El Universal
18/08/2024 |01:10Carlos Illades |
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El 1 de julio de 2018 el candidato presidencial de Juntos Haremos Historia obtuvo 30 millones de sufragios (53% de la votación válida) y su coalición, mayoría calificada en la Cámara de Diputados y mayoría simple en el Senado. El PAN únicamente lo superó en Guanajuato y los demás partidos contendientes en ninguna entidad federativa. Tanto la contundente victoria como el insuflado discurso presidencial generaron la expectativa de que se avecinaba un cambio mayor en el país. Andrés Manuel López Obrador lo nombró la Cuarta Transformación (4T) e inscribió en el relato patrio junto a los tres hitos precedentes (Independencia, Reforma y Revolución). El sujeto de esta nueva etapa histórica sería el pueblo que, de manera pacífica mediante la “revolución de las conciencias”, decidió dar un vuelco al sistema de dominación. La alternancia democrática, que inició a la derecha, parecía culminar a la izquierda.

La oposición no valoró acertadamente las causas de la victoria obradorista, menospreció la capacidad de discernimiento de los electores, y sacó la conclusión de que junta, en una suma aritmética, podría obtener la mayoría en la siguiente contienda presidencial. Entretanto, cada elección estatal reportaba la sangría de sus bastiones y la consecuente pérdida del poder territorial, fundamento de la hegemonía priista del siglo XX que el foxismo ni siquiera intentó desarmar e incluso reforzó al canalizar recursos a los feudos priistas en un remedo de federalismo presupuestal, mientras que Morena capturaba el dominio territorial desde la elección intermedia de 2015. Así llegó la oposición a la elección constitucional de 2024 y, por el cráter abierto seis años atrás, se fue una parte de ella (el PRD y una porción sustantiva del PRI) y el PAN, menguado. La candidata de Juntos Seguiremos Haciendo Historia consiguió 36 millones de sufragios (60% de la votación válida), su coalición la mayoría en ambas cámaras, la única entidad federativa que no ganó fue Aguascalientes y distribuyó su votación transversalmente en todos los rangos de edad, condición social y geografía política. El ilusorio “voto oculto” en favor de Fuerza y Corazón por México nunca llegó.

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La debacle electoral de los partidos de la transición (PAN, PRI y PRD) cedió el espacio a una figura “bonapartista” quien lo copó, drenó los soportes corporativos del régimen de la Revolución mexicana y sacudió el frágil andamiaje de una transición trunca que, sin sobrepasar la actualización democrática del sistema electoral, no desmontó la matriz autoritaria de aquel régimen todavía funcional para la apertura económica en el orden global y para la contención de la eventual protesta social. La guerra interna e irregular, añadida en la segunda administración panista, carente de un diagnóstico serio de la situación y de un aval legislativo, se inscribió en esta veta autoritaria y ha castigado sobre todo a las clases populares, contingente de sangre de los ejércitos informales.

Una oposición sin brújula, la sociedad desorganizada, una violencia extendida en el espacio nacional y obviamente la legitimidad democrática, permitieron a López Obrador dominar la escena pública en medio de la crisis del sistema de partidos, con un liderazgo carismático, unipersonal y autoritario. Un hiperpresidencialismo, en tensión con los marcos institucional y legal, sustituyó a uno sometido al poder económico. Ceñidos a su férula, la administración obradorista favoreció a las clases populares con políticas redistributivas, si bien insuficientes, pero que aumentaron su capacidad de consumo, incrementaron los salarios más bajos, multiplicaron las asignaciones directas y regularon tímidamente el trabajo precario. Algunos de los grandes capitales, golpeados por la cancelación del aeropuerto de Texcoco o por la suspensión de algunas licitaciones para la exploración petrolera, fueron resarcidos con la participación en los proyectos insignia de la 4T, además de una capa de empresarios medios que pululan al amparo del obradorismo. Las clases medias, perjudicadas por las reasignaciones presupuestales y satanizadas en el discurso presidencial, dieron la bienvenida a la revalorización del peso frente al dólar y el euro. El mercado interno se fortaleció mediante el consumo, las remesas de los migrantes crecieron a niveles históricos, México se convirtió en el principal socio comercial de los Estados Unidos y adelantó tres escalones en el ranking mundial del PIB.

Los gazapos presidenciales, sin embargo, fueron bastante abultados y onerosos. Educación, salud, ambiente, ciencia y cultura padecieron recortes presupuestales severos, fueron víctimas de políticas públicas desacertadas con un alto grado de improvisación, abierto desconocimiento o sesgos ideológicos improcedentes por parte de los responsables de cada sector. Las finanzas de las empresas estatales de energía no se sanearon, su infraestructura industrial no se modernizó y sus pasivos serán una muy pesada carga presupuestal para la administración siguiente, a la que habrá de sumarse el costo (mucho mayor del previsto) de la conclusión de las principales obras públicas del sexenio. Y la transparencia en el ejercicio del gasto fue prácticamente nula.

La posición de “árbitro” por encima de los actores sociales, y pretendidamente sobre los intereses particulares, en las condiciones anotadas ofreció la oportunidad a López Obrador de concentrar el poder, de por sí no menor en los sistemas presidencialistas. Ello a expensas de los demás poderes de la República, de los incipientes contrapesos institucionales y de un aparato corporativo disminuido que, en el régimen

posrevolucionario, canalizaba los beneficios hacia las clases populares y las prebendas a las burocracias sindicales. Fuera del marco institucional, o excediendo sus límites, el Presidente ancló su mandato y su proyecto (la 4T) con concesiones a los Estados Unidos (principalmente en la era Trump), a las Fuerzas Armadas y al crimen organizado: migración, negocios y privilegios, y el reconocimiento tácito del statu quo de facto fueron la moneda de cambio para ganar autonomía interna, fuerza y bajar los índices de violencia. Los malos resultados de este cálculo político y los efectos indeseados adyacentes están a la vista.

A diferencia de los progresismos latinoamericanos que llegaron al poder catapultados por los movimientos sociales, el obradorismo es un movimiento en sí mismo, centrado en la figura del líder. Su brazo partidario, Morena, surgió y gira alrededor de él, una limitación de entrada para la autonomía de la próxima administración. Esta circunstancia traba la articulación con los movimientos sociales independientes (feministas, desaparecidos) porque no admite colocar reivindicaciones por encima de las propias y, menos aún, contrarias a las decisiones presidenciales. Asimismo, obtura que las demandas sociales fluyan de abajo hacia arriba, emplazándolo en dirección inversa: la concesión presidencial hacia las clases populares que redunda en popularidad y apoyo al líder. Por tanto, no hay un fortalecimiento de la capacidad decisoria de la sociedad ni de una democracia republicana genuina que complemente a la democracia representativa, y menos un empoderamiento del pueblo en favor de quien dice gobernar, sino una fuente adicional de poder para el Presidente. Éste lo retribuye con políticas sociales de distinta índole y con una victoria simbólica, prácticamente diaria, de las clases populares frente a las élites corruptas. En una sociedad tan desigual e injusta como la mexicana, el significado de esto no es desdeñable.

Mirado en conjunto, debemos reconocer en esta gestión gubernamental cambios favorables a las clases populares, así como advertir la acelerada desinstitucionalización del ente estatal, el debilitamiento de su componente civil en favor del elemento coercitivo poco o nada sujeto al control democrático y la centralización del poder en el Ejecutivo. Nada de ello es suficiente ni tampoco sugiere que estemos frente a una transformación profunda del país si es que leemos ésta en la quizá nostálgica clave del progreso ilustrado. Tampoco podemos hablar todavía de un nuevo régimen político, aunque el aplastante resultado de la elección constitucional de 2024 lo hace factible. Paradójicamente, al fin del sexenio, cuando los presidentes mexicanos suelen encontrarse en el punto más débil de su mandato e incluso en situaciones críticas (problemas financieros, conflictos poselectorales, disputa del Presidente saliente con el sucesor), es el momento propicio del obradorismo para conseguir el cambio de régimen que parecía haberse esfumado.

La omnipresencia en la esfera pública, el movimiento que tiene detrás, el control del partido, la elevada aceptación ciudadana y con los hilos del poder en la mano otorgaron a López Obrador la oportunidad de ordenar el relevo presidencial a su modo, doblegar a los precandidatos inconformes y maniatar a su sucesora en la probablemente transferencia del mando más tersa de la posrevolución. El Presidente saliente diseñó la agenda del gobierno entrante, palomeó a los candidatos para ambas cámaras, colocó a su gente en el próximo gabinete, aseguró presupuestalmente las obras públicas más costosas y apreciadas, y compromete pública y semanalmente a la presidenta electa en los recorridos por la república. Y ella replica dócilmente el mensaje de López Obrador, sin abandonar el guion para no exponerse a una recriminación pública. Señales todas éstas de que el Presidente saliente no acabará por irse, que será el factótum de la política nacional desde su finca en Palenque.

La batería de reformas (el llamado “Plan C”, consistente en 18 modificaciones constitucionales y 2 de leyes reglamentarias) lanzada el 5 de febrero pasado apuntan hacia la institucionalización de la 4T. El símbolo, la forma y el fondo son importantes. La elección del día de la conmemoración de la Constitución de 1917 significa el calado de la propuesta y la hila con el relato patrio de las tres revoluciones que dieron forma al país. Aprobarlas en este sexenio, pero con la Legislatura del siguiente, consagra la continuidad de las dos administraciones y la misión fundamental de la recién electa: preservar el legado obradorista. Pondera la continuidad sobre el cambio.

Básicamente las reformas refieren a la política social (rango constitucional a los programas de bienestar, incremento del salario mínimo nunca menor a la inflación, habilitación del Infonavit para construir viviendas de bajo costo, pensión garantizada para todos los trabajadores, austeridad republicana como política de Estado, además de reconocer a los pueblos indios y a las comunidades afrodescendientes como sujetos de derecho y brindar atención médica gratuita para todos), al ambiente y la salud (prohibir el fracking para la extracción de hidrocarburos, el comercio y uso de vapeadores y de drogas sintéticas, y también el maltrato a los animales; cuidar el agua y el acceso equitativo a ella) y al orden estatal: consolidar el poder de la mayoría (elección ciudadana de jueces, magistrados y ministros), desmontar los contrapesos institucionales (eliminación de los órganos reguladores) y reforzar la coerción (integrar a la Guardia Nacional dentro del Ejército, aumentar el catálogo de delitos que requieren pensión preventiva oficiosa) tras haber dado al instituto armado funciones distintas de su cometido e involucrarlo ampliamente en los negocios públicos con obras de infraestructura bajo su dirección y usufructo.

Obviando el evidente desencuentro de algunas de las reformas con las prácticas gubernamentales (i.e. el cuidado ambiental), aquellas parecen encaminadas a afianzar la base social y a consolidar la continuidad del obradorismo en el poder. Una y otra están vinculadas. El respaldo popular y del estamento militar, aunado al Ejecutivo fuerte y al acotamiento de los contrapesos institucionales, tendrán un soporte legal refrendado en las urnas. Esto es, la inoculación de la “tiranía de la mayoría” en el cuerpo político contra la que trataron de vacunar los liberales decimonónicos a la democracia representativa.

La democracia liberal pasa por un momento crítico, más por su captura a manos del poder económico que por la emergencia de populismos de distinto signo potenciados por los saldos negativos de la globalización. En Latinoamérica la democracia ha sido vista como reconocimiento de derechos sociales más que en su dimensión política, a lo que habría de agregarse que las transiciones democráticas fueron accidentadas y truncas, sin acabar de deshacerse de los residuos autoritarios ni lograr modificar sustancialmente la cultura política de la sociedad. Si las expectativas democráticas fueron antaño elevadas, éstas entraron en un reflujo pronunciado durante los últimos quince años, de acuerdo con los indicadores disponibles, mientras que la ciudadanía deposita cada vez más su confianza en instituciones de otra índole. Tres cuartas partes de los latinoamericanos consideran que se gobierna para las minorías y, un porcentaje un poco menor, se declara insatisfecho con la democracia representativa. Sólo la mitad de la ciudadanía está en favor de ella, mientras que dos tercios lo hacía en 2010, incrementándose la simpatía por el autoritarismo en lo que va de la década, particularmente en la población de menores ingresos y entre los jóvenes. Ambas tendencias son todavía más acusadas en México con respecto del resto del subcontinente.

Las condiciones para un cambio de régimen están a la vista, y más que eso, la mayoría obradorista podría conformar un poder constituyente, situación que no han tenido los gobiernos de la segunda ola progresista en América Latina, los cuales disponen de márgenes muy estrechos para introducir reformas o evitar que naufraguen en los órganos deliberativos. Quien tenga la mayoría con las iniciativas presidenciales que están por votarse en el congreso mexicano fincará un dominio bastante extenso y únicamente la temperancia del Ejecutivo, la intervención de los poderes fácticos, los mercados globales y los socios comerciales, o la defección de alguno de los aliados, le marcarán el límite. Pierre Rosanvallon previno sobre los extremos al que las “democracias polarizadas” pueden llegar. Las democracias mínimas devenir en oligarquías electivas —el gobierno de y para los pocos que disgusta a un segmento importante de los latinoamericanos— y el populismo al transformarse en democradura, la democracia en clave autoritaria. Lamentable sería que pasáramos de la una a la otra sin haberla conocido siquiera en su acepción más amplia.