A mi padre, por supuesto

Al fin, luego de siglos y siglos de insensibilidad y apatía –y ante el clamor de un sector de la humanidad cada vez más numeroso, dolido e indignado-, abrió sus puertas, en nuestra bella metrópoli, el Museo del Padre Ausente, el primero en su tipo en todo el mundo.

Desde que el género humano surgió en el planeta y empezó a habitarlo, buena parte de él ha sufrido, en mayor o menor medida, el abandono (físico o emocional, voluntario o involuntario) del padre. Esto, como hemos comprobado a lo largo de la historia, ha ocasionado infinitas desdichas a propios y extraños.

Así pues, con el único objetivo de mitigar esas desdichas y hacerlas tolerables y llevaderas, un puñado de jóvenes y entusiastas empresarios decidió crear este museo, que sin duda habrá de revolucionar la museografía mundial.

Ubicado en la zona centro de la ciudad, el Museo del Padre Ausente cuenta con los más sorprendentes avances tecnológicos, lo cual le permite ofrecer un servicio de excelencia a todas aquellas personas (niños, jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos) que lo visitan.

Una vez que paga su boleto y traspone la puerta de entrada, el visitante es conducido por una guapa edecán hasta uno de los cubículos que se localizan en el ala derecha del edificio, donde un robot-computadora de última generación lo somete, a partir de una muestra de sangre, saliva o cabello, a un rápido pero minucioso examen genético.

A continuación, los datos obtenidos se transfieren al cerebro electrónico de un observatorio de visualización, el cual tiene la capacidad de modelar y simular, mediante un complejo sistema de realidad virtual inmersiva, cualquier ser vivo en tercera dimensión. Dicho cerebro, entonces, se encarga de procesarlos en cuestión de nanosegundos y de traducirlos en cientos de millones de haces de luz que inciden en un solo punto de un pequeño salón contiguo para formar, como por arte de magia, la imagen tridimensional -idéntica, exacta- del padre ausente en turno.

Cuando esto ocurre, una luz verde colocada sobre la puerta de aquel salón se enciende, indicando con ello que el visitante puede ingresar en él y comenzar a vivir la avasalladora, inenarrable, inédita experiencia de reencontrarse, cuasi in vivo, con su progenitor...

Las maneras de interactuar con el padre ausente de pronto presente son múltiples y variadas: el visitante podrá ejercer, con plena libertad, su inalienable derecho a increparlo violentamente y a reclamarle hasta las lágrimas su ausencia (corta, mediana, prolongada) del seno familiar; o a exigirle, con urgencia, explicaciones detalladas y convincentes de por qué emprendió el vuelo; o bien, si se trata de una ausencia involuntaria (ya por muerte accidental, ya por muerte debida a una enfermedad), a expresarle la devastadora tristeza y el abrumador sentimiento de abandono bajo los cuales debe respirar y moverse desde que él partió.

Hubiera sido posible, sin duda, programar nuestro sistema computarizado de tal modo que cada imagen paterna convocada tuviera la capacidad de escoger, de entre un rico cúmulo de razones, alguna que le permitiera justificar la ausencia del individuo que representa... Sin embargo, como esto no se hubiera correspondido con la más estricta verdad de cada caso, optamos porque todas no manifestaran sino el silencio más rotundo... Con todo, podemos afirmar que el enfrentamiento virtual –cara a cara, cuerpo a cuerpo- del ser abandonado con su progenitor trae como consecuencia que el primero experimente una sublime catarsis liberadora.

Al fondo del edificio que alberga este museo se encuentra una sala de grandes proporciones; está sumida en una oscuridad absoluta, densa, impenetrable: es la dedicada a Dios, el Gran Padre Ausente por antonomasia. Como nadie sabe realmente cómo es Él, nos vemos imposibilitados de representarlo, aun con toda la tecnología de punta de que disponemos. Ahora bien, esto no impide que la catarsis de la que hablamos líneas arriba igual se alcance. ¡Garantizado!

Visite el Museo del Padre Ausente y no pierda la oportunidad de saldar cuentas con aquel que le dio la vida, con aquel que un día dijo adiós...



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