Las películas mexicanas más relevantes de los últimos años son de mujeres: narrativas arriesgadas, disruptivas y, claro, reveladoras. Historias que han logrado apoderarse del reconocimiento de una industria que, durante décadas, estuvo dominada por los hombres.

Tuvieron que pasar 57 ediciones de los premios Ariel para que se reconociera a una mujer como “Mejor Directora”. En 2017, Tatiana Huezo irrumpió con La tempestad, un documental sobre dos mujeres víctimas de la impunidad en México. Sólo fue el comienzo…

En 2021, Fernanda Valadez ganó el mismo Ariel con su ópera prima Sin señas particulares, un retrato sobre la tragedia que impregna nuestros días: una madre que busca a su hijo desaparecido en su intento por cruzar la frontera con Estados Unidos. Dos años después, Alejandra Márquez ganó “Mejor Película” con El norte sobre el vacío, basada en una historia real sobre un empresario que fue asesinado en su anhelo por proteger sus tierras de una organización criminal.

“Había una falta de expectativa sobre las directoras, eso nos obligó a entender que éramos nosotras quienes debíamos generar proyectos que miraran hacia otro lado, que cuestionaran el status quo”, cuenta Valadez.

Fernanda, originaria de Guanajuato, es parte de una generación de cineastas mujeres que, por su talento, han traspasado fronteras. Recientemente presentó, en el Festival Sundance, su nueva cinta Sujo, codirigida con Astrid Rondero, donde ganó el Premio del Jurado. Sin embargo, este sueño de cristalizar historias en la pantalla grande era difuso para las mujeres en la década de los 80 y 90.

Esta imagen fue tomada en los Estudios Churubusco, en la Ciudad de México. Foto: Germán Espinosa /El Universal
Esta imagen fue tomada en los Estudios Churubusco, en la Ciudad de México. Foto: Germán Espinosa /El Universal

“Hay tantas trabas para que una mujer llegue a ser fotógrafa, por ejemplo, tantos filtros que los hombres ni por asomo pasan. Las mujeres que logran profesionalizarse en el cine son muy talentosas, pues tienen que brincar tantas circunstancias adversas: llegan inspiradas, determinadas y con el carácter para trabajar”, apunta Rondero, directora de En aguas quietas, primer cortometraje lésbico que tuvo una nominación en los Ariel.

Cuando Astrid estudió en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC, ahora ENAC), las compañeras y maestras de la carrera se podían contar con los dedos de una mano. Apenas, en 2021, el otro gran semillero de cineastas, el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), anunció que durante su proceso de admisión buscaría “una paridad de género para visibilizar y fomentar el trabajo de las mujeres en la creación”.

La participación de las mujeres en la industria fílmica ha aumentado significativamente en los últimos años. En 2010, cuando se publicó la primera versión del Anuario Estadístico del IMCINE, se registró la realización de 69 largometrajes y sólo 15 fueron producidos por mujeres; mientras que para 2023, se contabilizaron 258 largometrajes y 82 fueron liderados por ellas. Aunque las cifras son alentadoras, la realidad es que aún las mujeres no alcanzan ni el 35% de la producción nacional.

“La realidad es que siempre hemos estado presentes en la escena cinematográfica, pero hubo un cambio, un quiebre, donde nuestra voz se escuchó con más fuerza; hemos logrado estar en más plataformas y tener mayor visibilidad, pero eso se ha ganado después de muchos años de trabajo y de muchísimo sacrificio. Este momento nos lo hemos ganado entre todas”, recalca Ximena Amann, cinefotógrafa de Los días más oscuros de nosotras.

La ecuación no sólo es estadística. La resonancia de las mujeres cineastas responde, en gran medida, a sus sensibles retratos sobre el México de hoy, un adjetivo que no debe confundirse con delicadeza, sino con el ingenio de una mirada oportuna y necesaria sobre la violencia, feminicidios, desapariciones, migración, diversidad, inclusión y otros temas de los que apremia poner el foco.

“No hay una mirada femenina, es una mirada humana. A raíz de la equidad de género, la industria también se ha dado cuenta que hay una necesidad y un arrojo por contar estas historias. Lo que pasaba es que no había ventanas de oportunidad, no había manera de entrar. La generación de los 80 fue muy castigada, ¿cuántas chavas se quedaron ahí?”, puntualiza Isabel Muñoz Cota, sonidista de largometrajes como Güeros, La 4ª compañía y Noches de Julio.

“Eso que antes llamaban la mirada femenina era un concepto raro, por decirlo menos, porque te hacían pensar que las mujeres sólo podíamos hacer un cierto tipo de cine; le hemos dado vuelta a temas muy complejos, pienso en Alejandra Márquez Abella, en Tatiana Huezo, que ligan con la violencia extrema que hay en el país. Esa idea de la mirada femenina ahora es una mirada disidente y eso también está trayendo grandes historias, historias que antes se quedaban en los márgenes”, cuenta Astrid.

Esa mirada disidente —coincide Fernanda Valadéz— tiene que ver con que somos mujeres que crecimos fuera de lo que se considera el centro del poder, el centro de la opinión, de lo establecido, que es la mirada masculina. A nosotras, como cineastas, lo que nos permite es asomarnos a un fenómeno y cuestionarlo; en eso se ha convertido la mirada femenina, una mirada cuestionadora, que pone en duda el estado de las cosas.

Mismo campo, distinta trinchera

Isabel Muñoz comenzó a estudiar en el CCC a los 17 años. Aún recuerda lo maravilloso que fue descubrir el “sonido directo”, como la revelación de “un universo narrativo a través de los sonidos”. Pero también recuerda los prejuicios, la animadversión y la pesada atmósfera que eran los sets para las mujeres.

Durante años, la imagen de la mujer en el cine se encasilló a ciertos roles, como maquillista, script, asistentes; un estereotipo que relegaba su participación en posiciones con mayor preponderancia, puestos como el de fotografía eran reservados para los hombres.

“Si a mi pobre departamento no lo pelan, ahora imagínate en esa época a una chava haciendo sonido, era muy atípico. Corrí con la suerte de no sufrir discriminación de género, pero analizándolo, creo que tiene que ver con que a muy poca gente de ese entonces le gustaba hacer sonido y lo hacía bien; entonces no les quedaba de otra que sumarme, esa es una interpretación que veo a distancia. Me discriminaron por otras cosas, por venir de escuela pública, por ser morena”, platica Isabel.

Cuando yo llegaba a un set —recuerda Ximena Amann— me mandaban al camper de maquillaje o de vestuario, que no tiene nada de peyorativo, pero no me permitían estar en el departamento de cámara. Tuve que insistir mucho en que ese era mi lugar a base de trabajo, de constancia.

“Era muy difícil, era una atmósfera donde el acoso era de todos los días: el acosado velado o frontal, la misoginia, la homofobia. Todo eso, hasta hace unos años, era una realidad patente que por fortuna ha ido cambiando, pero todavía hay mucho que hacer. Ha sido una labor muy consciente de las mujeres de la industria y de las minorías, también de compañeros que han sido aliados porque entienden que ese tipo de industria no puede continuar así”, recalca Valadez.

“Se me hace increíble que haya chicas haciendo cámara, porque también estaba ese estigma de que por ser mujeres no podíamos cargar cosas. Yo tengo la columna jodida, como todo sonidista. Sí hay una apertura, en especial en los últimos 10 años, pero a veces estos prejuicios también venían desde las mujeres productoras que decían: ‘Yo no trabajo con mujeres’, “Yo solo hago equipos de hombres porque las mujeres son muy conflictivas en el set’. Claro, esto también responde a una serie de patrones aprendidos, que espero hayan cambiado”, detalla Isabel Muñoz.

Las redes de apoyo, coinciden, han sido esenciales para construir este momento que vive la cinematografía mexicana. Astrid y Fernanda son un claro ejemplo de ello, han trabajado juntas en distintos proyectos como Sin señas particulares, mientras una dirige la otra produce o viceversa, pero también es un fuerte lazo creativo, pues, para Sujo, ambas escribieron el guion y dirigieron.

Tras el eco que causó el movimiento #MeToo, en México surgieron iniciativas como “Apertura”, un colectivo que visibiliza el trabajo de cinefotógrafas e impulsa la educación a través de talleres; Ximena Amann forma parte de él. También se han creado casas productoras lideradas por mujeres como “Mezcla”, de Laura Woldenberg, que se especializa en documentales y No ficción de Elena Fortes y Daniela Alatorre.

“La idea de ‘juntas somos más fuertes’ es cierto. Nuestra experiencia como cineastas se engrandeció, se consolidó, hasta que empezamos a generar redes de colaboración, en especial de mujeres. Para mí y Fernanda es un gran compromiso que en nuestras producciones haya mujeres, además de que es un lujo porque trabajamos con las mejores”, comenta Astrid Rondero.

A pesar de los cambios que ha vivido la industria, los pendientes aún son vastos y urgentes, entre ellos los salarios, la disparidad, los tendederos de denuncias en el CCC y la ENAC, la violencia que persiste en los set o la maternidad.

“El trabajo de set no perdona la maternidad, y eso es muy jodido porque hay mujeres que cuando quieren tener un hijo saben que pueden perder su chamba. La vida de set son 14 horas al día, ¿quién te va cuidar al niño? Me parece muy injusto y triste. ¿Por qué no plantearnos el reto como comunidad cinematográfica de que se pueda compaginar? No debería ser imposible ser mamá y chambear en set”, cuenta Isabel.

“Muchas veces me han preguntado cómo logro ser madre y fotógrafa al mismo tiempo, pero me cuesta trabajo responder porque me es raro. A los hombres nunca se les pregunta cómo son papás y fotógrafos, se asume que su vida continua de la misma manera si tienen un hijo. Cuando mi hija era pequeña, tenía que compaginar la maternidad de forma mucho más estrecha con mi trabajo. Tengo la fortuna de tener una pareja que también es fotógrafo, que entiende mi necesidad de estar en el set, mi amor por el set y mis ganas de ser madre; logramos organizarnos y tener un entendimiento de cómo nos podíamos volver papás sin dejar de ser cinefotógrafos”, recalca Ximena.

Ante esta avanzada de las mujeres por reducir la brecha de género, las instituciones han quedado rebasadas y retrasadas, aún no han podido traducir las exigencias en políticas concretas, en especial en las escuelas donde el cambio de rumbo aún le falta mucho recorrido. Por ejemplo, en el CCC desde que en 1988 arrancó su programa Ópera prima, que apoya a la profesionalización de sus estudiantes, se han realizado 36 películas y sólo 10 fueron dirigidos por mujeres.

“En el CUEC yo no tuve maestras directoras ni guionistas, eran puestos para los hombres. Mis grandísimas maestras Patricia Luck, que era una eminencia del cine y formaba a continuistas, y Amparo Romero, en producción, les tocó toda la misoginia más terrible. Ahora, a Fernanda y a mí ya nos ha tocado que nos inviten a dar clases en los últimos grados; hay otras escuelas que también están invitando a directoras en activo, por supuesto que genera un cambio en la percepción de los alumnos y en las expectativas de los próximos años”, comenta Rondero.

Llegar hasta aquí ha sido un camino difícil para Fernanda, Astrid, Isabel, Ximena y todas sus compañeras, pero su pasión por hacer cine y contar historias es más grande que cualquier reto.

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