Una novela majestuosa, que tiene ni más ni menos que 100 epígrafes; uno de los relatos más ambiciosos jamás escritos, cuya lectura supone un esfuerzo de varias semanas; una narración contada en 135 capítulos, de los cuales 41 no cuentan propiamente la aventura, sino que la interrumpen con ensayos sobre distintos aspectos de la caza de ballenas. Aunque cueste trabajo creerlo, casi una tercera parte de la mole narrativa de Moby Dick atenta contra los principios más elementales de la ficción, en la medida en que detiene la historia en los momentos más emocionantes a fin de dar explicaciones detalladas pero estorbosas, como si una enciclopedia invadiera una novela de aventuras. El resultado es una novela tan monstruosa e impredecible como el monstruo que se pretende capturar.

Como saben los lectores del diario de Ismael, esta novela que no menciona una sola fecha, cuenta en cambio los hechos más destacados de la aventura: cómo fueron entrevistados y contratados los marineros en Nantucket, en qué condiciones zarparon, cuántos meses buscaron el rastro de las ballenas, cómo vieron al pulpo gigante, cuántos días en promedio requería la tripulación del Pecquod para extraer y almacenar cada parte de una ballena; cómo cazaron al primer cachalote y cuánto discutieron con otro barco por la pertenencia de la presa; los encuentros imprevistos que el Pequod tuvo con el Soltero, el Rachel, el Deleite y el Samuel Enderby, entre otras muchas naves, cada vez más lastimadas a medida que se acercaban a Moby Dick; cómo un arponero llamado Queequeg mató él solo a un número respetable de tiburones; cómo otro más, de nombre Tashtego, cayó dentro de la cabeza abierta de un cetáceo y cómo sus colegas fueron en su rescate a riesgo de perder la vida; cómo enloqueció el joven Pip, abandonado a su suerte en alta mar por sus propios compañeros; por qué prometió Ahab un doblón al primero que avistara al cachalote blanco y quién logró cobrarlo; cuándo los alcanzó el tifón ominoso, cómo escucharon por horas los gritos de un grupo de náufragos o ahogados que se ocultaban tras una extraña bruma impenetrable, y cómo profetizó el mago Fedallah el destino de Ahab, así como esos tres días fatídicos en que tres lanchas repletas de marineros partieron a la caza de un cachalote blanco y ninguna regresó intacta. Pero sobre todo, la novela narra cuántos días puede oscilar el alma de un hombre entre el bien y el mal antes de afrontar su destino.

Ilustración de Moby Dick, en una edición de la novela de 1892.
Ilustración de Moby Dick, en una edición de la novela de 1892.

Moby Dick está construida con dos tipos de materiales: capítulos de velocidad insuperable, hechos de acción pura, donde seguimos a la tripulación del Pequod en busca de la ballena blanca, y vivimos de zozobra en zozobra; y aquellos fragmentos que detienen la acción para exponer enormes dosis de información práctica. En los primeros la historia nos lleva a un territorio agresivo y cambiante, donde cada elemento del paisaje es una premonición de los males que aguardan al Pequod: marinos misteriosos aparecen de repente, salidos de cabinas secretas del mismo barco; falsos profetas anuncian horrores difíciles de superar; un mago árabe exige realizar un ritual casi imposible si se quiere vencer a la ballena blanca, y, en las últimas páginas, un capitán desesperado bautiza en nombre de Satanás el arpón con el cual pretende matar al leviatán. En cambio los capítulos enciclopédicos suelen surgir de imprevisto, y luego de dar un coletazo de proporciones titánicas, detienen el rumbo de la aventura y sumergen al lector en un curso intensivo sobre la pesca de cetáceos. Escritos con un estilo sabio y sonriente, estos capítulos parecen provenir de las experiencias de Melville durante los años que trabajó como ballenero y brillan por la elegancia y erudición de la prosa, pero sobre todo por la ironía y la gracia envidiable de los comentarios hechos por el narrador.

El problema para muchos lectores es cuando estos dos tipos de materiales se encuentran. ¿Cómo tolerar que se interrumpa la narración de una competencia entre dos barcos balleneros por cazar al mismo cachalote, y peor aún, la sustituyan por un ensayo que enumera la presencia de las ballenas en la pintura y la literatura a lo largo de los siglos? ¿Por qué interrumpir el instante en que los marineros arriesgan sus vidas ante un monstruo marino para explicarnos en detalle cómo se aplica la jurisprudencia en alta mar, o cuál es el mejor método industrial para descuartizar una ballena? Y por supuesto, ¿a quién se le ocurre dedicar todo un capítulo a describir la estructura ósea de la cabeza de un cachalote cuando decenas de tiburones hambrientos pelean con los marineros por la posesión de la bestia?

En la primera mitad de Moby Dick la narración y el ensayo compiten por obtener la preferencia del lector. Los capítulos iniciales, rebosantes de emoción, en los que el protagonista viaja a New Bedford y de ahí a Nantucket a fin de embarcarse en un ballenero, alternan con pequeños tratados perfectos sobre la imagen que tenemos de las ballenas, las pinturas siempre imprecisas en las que el hombre ha intentado plasmarlas, e incluso las leyendas que le atribuyen propiedades mágicas a los chorros de agua que estos animales expelen por el lomo, y que contados mortales han podido avistar. Mientras Ismael y Queequeg cruzan a toda velocidad los mares más recónditos, el narrador de Moby Dick se sumerge en detalles cada vez más hondos, a fin de que no ignoremos nada sobre el mayor de los monstruos antes de encontrarnos frente a él. La lucha entre la velocidad y la profundidad, entre la anécdota y la información dibujaría una figura caprichosa, como la que haría un pez enorme al recorrer alta mar.

Muchos han abandonado la lectura en las primeras páginas del libro, desconcertados por la estrategia, sin pensar que el autor nos preparaba para seguir a la presa, acostumbrada a huir de dos modos contradictorios: a ratos deprisa, por la superficie, y a ratos a lo más hondo, de modo imprevisto. Poco a poco el narrador nos convierte en lectores insólitos: aficionados a la aventura que no desdeñan la aventura de la profundidad.

Ilustración de Moby Dick, en una edición de la novela de 1892.
Ilustración de Moby Dick, en una edición de la novela de 1892.

Casi a la mitad del relato ocurre un extraño fenómeno: los marineros avistan por fin al cachalote blanco, al monstruo que han perseguido de rumor en rumor y de desastre en desastre durante los últimos meses. De la proximidad del peligro nos han advertido profetas locos, magos árabes y capitanes de otros barcos que perdieron lanchas repletas de marineros por enfrentarse al cachalote. Pero en el momento en que este es avistado, la técnica del novelista evoluciona de golpe, al grado que el tiempo parece detenerse. Si en la primera mitad del relato conocimos la historia del hombre y las ballenas a través de los siglos, estamos por vislumbrar la historia de los perseguidores del cachalote en una brizna de tiempo. Aunque nada parecía señalar que ocurriría algo semejante, de pronto dejamos la cabeza de Ishmael y sus apuntes, y conocemos de modo sucesivo los temores secretos de cada tripulante del Pequod y de hecho los escuchamos a medida que cada uno de los marineros nos explica qué pasa por su mente en ese momento sin par, cuando comprenden que están a punto de enfrentarse a lo que más temían. En ese capítulo inusual, once monólogos de terror y asombro, de curiosidad y espanto se suceden ante nuestros ojos con la fuerza de un golpe de mar. El hermético Capitán Ahab, su primer oficial Starbuck, el noble Stubb, el atribulado Flask, el arponero Queequeg, el marinero Pip, el testigo Ishmael, dos grumetes anónimos e incluso el mago Fedallah toman la palabra de modo sucesivo.

Nada puede seguir igual a partir de este instante en que se revelan todos los secretos, y la novela sufre una transformación esencial: velocidad y profundidad se suben en la misma lancha para entrar en combate. Melville cambia de estrategia y demuestra su dominio en el arte de la digresión. A partir del avistamiento del monstruo, en lugar de intercalar sus apuntes sobre la caza de la ballena como ensayos independientes, en la voz de un narrador invisible y remoto, a salvo de todo daño, el autor elige a cualquiera de los personajes más apreciados por el lector (Tashteego, Quiqueg, Stubbs o Starbuck) y lo hace vivir un incidente extraordinario, lleno de riesgos, en el cual la única manera de salvar su vida consiste en que conozca en detalle determinados secretos del mundo marino. Lejos de estorbar el desarrollo de la trama, las explicaciones que antes parecían aisladas de la historia principal y sin ninguna relación con la aventura del Pequod se vuelven indispensables para entender la complejidad y encanto de cada reto en particular. El autor se transforma tanto como sus lectores. A la mitad de su novela, Melville nos hace adictos a los mismos apuntes que al principio representaban un reto monumental.

Quien llegue a la segunda mitad de la novela comprenderá cuán necesario era mostrar al mismo tiempo la narración de las aventuras del Pequod y el conocimiento profundo del mundo ballenero, a fin de mostrar esta historia en tamaño real. A partir de la segunda mitad, Moby Dick no está compuesto por agua y aceite, o digresión y relato, sino por un mismo material en constante ebullición, raras veces presenciado, que avanza y estalla como el chorro de agua que despiden las ballenas. Moby Dick parece una novela pero es una lección radical sobre la necesidad y la belleza de las digresiones; al mismo tiempo afirma la necesidad de esas digresiones que llamamos novelas, y se pregunta en qué medida toda vida es también una novela de proporciones desiguales e impredecibles.


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