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Con los autores con quienes mayor trato he tenido como crítico suelo tomarme mi tiempo y dejar pasar varios libros antes de volver a ellos. Lo hago con el propósito de no repetirme o de impedir la aplicación de fórmulas caducas a obras nuevas. Con frecuencia no logro ni una, ni otra cosa. Tras más de una década de no leer a Álvaro Enrigue (Guadalajara, Jalisco, 1969) hice lo propio con Muerte súbita (2013), Ahora me rindo y eso es todo (2018) y Tu sueño imperios han sido (2022), sus tres últimas novelas publicadas por Anagrama.
Me ocuparé, por hoy, sólo de las dos primeras no sin antes decir que —habiendo releído mis reseñas de El cementerio de las sillas (2002) y de Vidas perpendiculares (2007)— compruebo de nueva cuenta que los verdaderos escritores no suelen mutar, de raíz, sus obsesiones. Se insinúa el crecimiento o, acaso, la frustración; ellos no cambian demasiado y yo tampoco. Por ello impacienta la tardanza de los relevos y exaspera esa monotonía casi matrimonial entre una obra y su crítica. Dicho todo eso corroboro que Enrigue (junto a David Toscana) está por delante del resto de los narradores mexicanos, como lo prueba —si es que ello hace falta— la recepción internacional de sus obras.
Muerte súbita, su novela más concentrada y enigmática, no escapa a una conciencia obsesiva que me recuerda a una declaración reciente atribuida a Enrique Vila-Matas, a quien, en una conferencia, le habrían reprochado que “siempre se repite”. El escritor barcelonés, sin molestarse, respondió que lo seguiría haciendo hasta la cosa le saliera muy bien y quedara plenamente satisfecho. A fines del siglo pasado, Juan García Ponce, quien según ciertos críticos padecía de los achaques de la obsesión, respondía que, por su naturaleza, las obsesiones son circulares y regresan, condenadas a repetirse.
En Muerte súbita, Enrigue, interviniendo sin escrúpulos en sus propias tramas, como suele hacerlo, dice: “No sé, mientras lo escribo, sobre qué es este libro. Qué cuenta. No es exactamente sobre un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre la lenta y misteriosa integración de América a lo que llamamos con desorientación obscena ‘el mundo occidental’ —para los americanos, Europa es Oriente. Tal vez sea un libro que se trata solamente de cómo se podría contar este libro, tal vez todos los libros se traten sólo de eso. Un libro con vaivenes, como un juego de tenis.”
Desde El Quijote se entiende, doxológicamente, que todo libro expone, al escribirse, el carácter de sus procedimientos y sumados, devienen en el estilo de cada autor. Desde sus primeras novelas, inspirado en Heródoto o en Plutarco, Enrigue entendió —como pocos— que una novela histórica no es una monografía perezosa pero presta a consignar efemérides, barnizando de “ficción” a acontecimientos o personajes extraordinarios, que, de lo contrario, escasamente calificarían como “históricos”.
La verdadera novela histórica cuestiona la veracidad de la historia o del conocimiento historiográfico. Por ello, un Enrigue, al diseñar una partida de tenis entre el pintor Caravaggio y el poeta Quevedo en contrapunto con los amores entre el conquistador y la Malinche hace de la novela el depósito, por esencia, de lo contrafactual, la engañosa dueña de la verdad. Es decir, el hubiera sí existe.
El origen remoto de ese presente perpetuo que es la modernidad, aquello que a diferencia del pasado o del futuro es muy difícil de manipular, ha sido la obsesión novelesca de Enrigue y en el tenis, (y en su dificultosa fabricación), despliega una erudición cuyo propósito es asumir que vivimos en un mundo donde “el pasado y el presente son simultáneos porque las Historias se escriben para que creamos que A conduce a B”, de tal forma que “un mundo sin dioses es un mundo en la Historia, en las historias como esta que estoy contando”, leemos en Muerte súbita.
El día primero de la creación no es el principio del mundo, de haber ocurrido, sino aquel cuando empezamos a contarnos como modernos. Puede ser gracias a la diseminación de una tribu apenas mencionada por Heródoto, o a través de ese trueque de atributos no sólo ocurrido entre el pintor y el poeta. La cuenta larga va de Caravaggio a don Vasco de Quiroga, entre la naturaleza muerta coloreada de manera inverosímil y la posibilidad de aplicar en Michoacán la utopía de Tomás Moro. Una y otra cosa pueden ser, para Enrigue, el origen de la modernidad.
Y a los modernos les toca ejercer la paternidad. Tras volver a los libros de Enrigue no me queda ninguna duda que ese es casi el único tema de su obra y por ello Ahora me rindo y eso es todo es una doble épica: la rendición de ese padre de todos los hombres que de alguna manera es el guerrero apache Gerónimo (como lo fue Pedro Páramo) y la desintegración de una familia contemporánea al recorrer la Apachería en automóvil para ir soltando al hijo mayor. El padre que no puede sino desdibujarse y aquel quien se encamina a continuar con la cadena del ser. No en balde, como se evoca en Muerte súbita, a Cortés entre las ruinas de Tenochtitlán, no se le ocurrió una marcha triunfal, sino apenas la entonación de un tedeum: había tomado, al vencer, el sufrimiento del padre.
No todo es soteriología. Ahora me rindo y eso es todo cumple detalladamente con la novela de aventuras en un viejo Oeste que es México y es los Estados Unidos, y una Atlántida que Enrigue hace hundirse en medio de ambas naciones. Si el “Libro I Janos, 1836” es un relato hecho y derecho con un motivo, el de la cautiva, soberbiamente tratado con Camila —la heroína, en manos de los apaches—, el Libro II titulado “Albúm” no es, como me temí, pedacería y borradores porque Enrigue no sucumbe a la tentación del “proyecto”, tan en boga. Es la bitácora familiar donde, al viajar, la paternidad va perdiendo sus poderes como la piel de zapa al encogerse, junto a la extraordinaria “Deposición del Teniente Estrada en Arizpe, Sonora” que cuenta a detalle la rendición del héroe. Al entregarse, Gerónimo finge negociar con los gringos para huir de los mexicanos, cuando lo que hace es apostar con la nada.
Acaso me irritaron dos o tres golpes de pecho del autor, concesiones a lo “decolonial” donde “lo occidental” aparece como la letra escarlata llevada por todo criollo cuando si algo ha hecho Enrigue es rehusarse a ejercer el relativismo: el diseño de sus civilizaciones muestra a hombres y mujeres brutales como piezas a la sombra de “la figura larga” de ese rey que de tan viejo es incomprensible, como un Gerónimo casi centenario que prefiere ser trofeo en las reservaciones militares, tras agobiantes negociaciones telegráficas, a fundirse en “ese entramado de dolores y dulzuras que es México”.
El Libro III es una “Aria” que canta la gloria de Camila, quien permanece con los chiricahuas fronterizos y asume su destino nihilista, quedando, en Ahora me rindo y eso es todo, como la mujer que se pierde para siempre y cuyo olor es la única ausencia de la cual su hombre nunca se repone.
En conclusión, si Muerte súbita es la abreviada pregunta sobre el origen de los modernos, esa tribu que fue o es, nuestra, en Ahora me rindo y eso es todo, Álvaro Enrigue se duele ante razas y generaciones para las cuales la tierra permanece, pero el mundo se acaba. Es decir, cuando empezamos a ser padres y cuando dejamos de serlo.