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El golpe de septiembre

En el último mes de su administración, el Presidente busca lograr lo que no hizo en seis años: transformar el régimen político. Un ensayo sobre cómo las reformas propuestas en el “Plan C” pueden encaminarnos a una autocracia sin aura populista

Ilustración El Universal
18/08/2024 |01:09Roger Bartra |
Colaboradores Confabulario
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Los estertores finales del sexenio de López Obrador nos enfrentan a una gran paradoja: durante casi seis años el gobierno de la proclamada cuarta transformación no fue capaz de realizar ninguna modificación importante del sistema político. Pero ahora, al final, con la complicidad de la futura presidenta, pretende en un solo mes, septiembre, provocar un cambio de régimen que anulará la democracia. Durante su sexenio, López Obrador ejerció un poder autoritario populista y reaccionario que debilitó muchas instituciones, desmadró amplios sectores del gobierno, extendió la incompetencia, violó con impunidad las leyes, generalizó la mentira y la palabrería como estilo de ejercer el poder. Fue un gobierno desorientado que proclamó grandes cambios que acabaron en un estéril parto de los montes. Pero al final, al ver que se agotaba su poder, dio unas peligrosas patadas de ahogado y envió al Congreso 18 propuestas para reformar la Constitución. La mayoría de estas propuestas son inocuas o demagógicas, pero envuelve cuatro proposiciones que ciertamente cambiarán, de ser aprobadas, la naturaleza del sistema democrático al instaurar las bases de un régimen autocrático. En el último mes de su gobierno López Obrador quiere lograr lo que no hizo en seis años: transformar el régimen político. Lo debilitó, lo corrompió, lo desordenó y lo sometió con mano dura, pero no llegó a crear nada que se asemeje a las tres grandes transformaciones anteriores que fueron su modelo: la Independencia, la Reforma y la Revolución.

Las cuatro peligrosas reformas a la Constitución proponen la eliminación de las candidaturas plurinominales y la elección directa por voto universal de los consejeros y magistrados electorales; la elección popular de los jueces, ministros y magistrados del poder judicial; el traslado de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa; y, por último, la eliminación de todos los organismos autónomos. A lo largo del sexenio han aparecido signos que presagiaban la idea de cambiar de régimen para orientarlo francamente hacia la autocracia. Pero no llegaron a cuajar con firmeza debido, creo yo, a que es muy difícil que del populismo se pueda derivar una coherencia ideológica que guíe las transformaciones. Ello es así porque el populismo es más una forma de cultura política que la expresión de un programa ideológico. Por ello, en el gobierno han circulado muy pocas ideas pero muchas ocurrencias y actitudes disparatadas e incoherentes. Desde luego que se puede observar en la política gubernamental de López Obrador una inclinación francamente militarista, derechista y reaccionaria. Pero ha predominado una extravagancia y una ineptitud que han llevado a un amasijo incoherente y errático de decisiones. En mi libro Regreso a la jaula, publicado en 2021, ya advertía del caos que podían generar los disparates del retropopulismo de López Obrador, y señalaba: “No sabemos cómo reaccionará el Presidente si dentro de algún tiempo su gobierno no logra llegar al paraíso de bienestar, seguridad, honradez y crecimiento económico que ha prometido. Si se llega a ese punto crítico me temo que las pocas luces que iluminan la actividad del Presidente lo lleven a dar palos de ciego que arruinen la civilidad y la democracia que penosamente hemos comenzado a alcanzar”.

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Hoy, al final del sexenio, hemos llegado a este punto crítico: es evidente que la gran transformación prometida ha fracasado. Lo que no fracasó es la decisión de López Obrador, después de que en las elecciones de 2021 perdió la mayoría calificada para poder modificar la Constitución, de reiniciar con mucha mayor furia su campaña para ganar las elecciones de 2024. Esta campaña electoral encabezada por el Presidente culminó en una elección de Estado que bloqueó a la oposición, a pesar de que esta creció mucho y de que las críticas al gobierno se extendieron. La elección de Estado se materializó en un inmenso flujo de dinero legal y, sobre todo, ilegal inyectado a la campaña de la coalición encabezada por Morena. Además, el aparato estatal se inmiscuyó directamente en las elecciones. Los gobiernos estatales controlados por el partido oficial hicieron lo mismo. La corrupción política encauzada por el gobierno y el partido oficial invadió todos los resquicios del proceso electoral. En este contexto, a palos de ciego y dando golpes por todos lados, el Presidente impulsó el incongruente conjunto de propuestas para modificar la Constitución. Pero la extravagancia de las propuestas no llegó a ocultar un propósito que ha guiado desde el comienzo a la Presidencia de López Obrador: consolidar una transformación autoritaria.

Ante esta situación hubo dos fuerzas que intentaron contener el avasallamiento encabezado por el Presidente. En primer lugar, los tres partidos tradicionales que habían impulsado la transición democrática desde fines del siglo pasado (PAN, PRI, PRD) y que llegaron muy erosionados a una coyuntura muy tensa. El PAN herido por el juicio en Estados Unidos del secretario de seguridad de Felipe Calderón, el PRI encabezado por un absurdo dirigente acusado de corrupción y el PRD, que había perdido la mayor parte de su militancia, que se fue a Morena. La segunda fuerza fue la sorprendente “marea rosa” de muchas organizaciones ciudadanas que salieron a la calle masivamente para defender al INE y a la Suprema Corte de Justicia de las agresiones del gobierno populista y que contribuyó a consolidar la alianza de los tres partidos de oposición que impulsaron la candidatura presidencial de Xóchitl Gálvez. Pero no pudieron frenar la inmensa marejada de ilegalidades de una elección de Estado.

Para poder aprobar los cambios en la Constitución el Presidente requiere de una mayoría de dos tercios en el Congreso, algo que en estos momentos no tiene. Pero pretende lograr una inmensa sobrerrepresentación en la nueva legislatura que comienza su trabajo en septiembre. Durante ese mes coincidirá la presidencia actual con el poder legislativo recién electo. El gobierno ha anunciado lo que se propone, anticipándose al INE, y ya ha proyectado que la coalición oficial tenga unos 373 diputados, es decir, el 75% del total, cuando solo logró el 54% de los votos. La oposición, que logró el 44% de la votación solo tendría unos 125 diputados (el 25%). Para alcanzar este resultado se usa una interpretación literal del artículo 54 de la Constitución, que en su párrafo quinto limita a los partidos a no tener más del 8% de sobrerrepresentación. La interpretación del gobierno se basa en que este artículo solo habla de partidos, no de coaliciones, de tal manera que la coalición oficial puede obtener una sobrerrepresentación total de más del 20%. La oposición sostiene que es la coalición la que no puede rebasar el 8%.

La contradicción legal consiste en que cuando se aplicó el primer párrafo del mismo artículo 54, que establece que los partidos políticos para poder registrar su lista regional de diputados por representación plurinominal, tienen que registrar candidatos en al menos 200 distritos uninominales, cosa que no hizo ninguno de los partidos de la coalición apoyada por el gobierno (tampoco los partidos de la coalición opositora). ¿Qué sucedió? Se aplicó esta obligación tomando a las coaliciones como si fuesen partidos, cosa que no quieren que también se haga ahora con el párrafo quinto. La trampa consiste en que para aplicar el primer párrafo se considera a la coalición como partido, pero no cuando se aplica el párrafo quinto. Se trata de una estafa. Hay muchas otras razones para no aceptar esta inmensa sobrerrepresentación que permitiría al grupo oficial aprobar cualquier cambio en la Constitución sin tener que negociar nada con la oposición. De aprobarse la trampa, habría una aplanadora abrumadora que aprobaría cambios que, ahora sí, llevarían a un cambio de régimen político. Podría ser que en el Senado les faltasen muy pocos votos para tener mayoría calificada, pero seguramente los podrían comprar de los diputados de oposición (especialmente de los priistas). Es posible que sólo un puñado de funcionarios electorales, consejeros del INE y magistrados del Tribunal Electoral, abra la puerta a este cambio de régimen político. Estamos ante la amenaza de que solo una decena de personas o pocas más con su voto cambie el futuro político del país. ¿Cometerán esta atrocidad? Todo indica que eso ocurrirá.

El golpe de septiembre podría ser un paso gigantesco en la demolición del actual régimen político, que aún conserva rasgos democráticos importantes. El futuro cercano podría ofrecernos una vida política entre ruinas. Sería el resultado de una restauración mal hecha con los escombros del viejo régimen autoritario priista de los años sesenta y setenta.

Hay una duda que me asalta: ¿puede el populismo convertirse en un régimen político? No es fácil encontrar ejemplos de regímenes populistas en la historia. En la mayor parte de los casos se trata de gobiernos populistas inscritos dentro de un régimen democrático dentro del cual pueden prolongarse, pero al que acaban erosionando. En América Latina muchas veces fueron barridos por un golpe de Estado. Más difícil es una salida democrática en unas elecciones que derroten al grupo populista, como puede comprobarse en Venezuela. Pero en Bolivia y en Ecuador sí se logró. Es lo que intentó la oposición en las elecciones presidenciales mexicanas que acaban de ocurrir, pero fracasó.

Como se ha visto, en México funciona un típico gobierno populista con un líder carismático que pretende ser el representante del pueblo, que ha removido las aguas políticas con un nacionalismo autoritario y que mira siempre hacia un pasado que quiso reproducir en un futuro quimérico que no llegó. Ante los tropiezos y las dificultades que enfrentó la política populista, el Presidente recurrió a la militarización de la policía y de varias funciones civiles (aduanas, aeropuertos, trenes, construcción). Y fue derivando hacia un poder autocrático, con regresiones que acabaron atascadas. El gobierno populista, por su propia naturaleza, pone trabas a su institucionalización.

¿Es posible que Claudia Sheinbaum, la futura presidenta, continúe ejerciendo un poder populista? Parece muy difícil, pues no se ve que estimule la admiración carismática en sectores populares. No hay en su carácter ni en su forma de expresarse algo que atraiga el fervor popular. Tampoco parece creer en un nacionalismo que despierte ánimos patrióticos en la gente que votó por ella. De apariencia seca, dura y científica, hasta ahora se ha limitado a copiar lo que dice el Presidente. Pero el carisma no es algo que se pueda copiar, es algo que se despierta en los seguidores y que puede llegar a extremos de fanatismo. Nada de esto parece ocurrir. La copia suena falsa y estimula sospechas de que tras la rígida máscara hay algo diferente. Pero lo que hay detrás de su sobria gesticulación es una incógnita. Para unos es un vacío que deberá ser llenado con el apoyo y la guía de López Obrador. Para otros esconde a una izquierdista sea en versión sensata y reformista o en forma pura y radical. Para algunos, oculta a una autoritaria despiadada que con actos duros compensara su falta de carisma. No parece que se pueda repetir el fenómeno populista, pues el populismo no es algo que se pueda institucionalizar.

Con el golpe de septiembre, si como me temo ocurre, podremos entender un poco más las peculiaridades del régimen político que nos espera. Si las reformas propuestas por el Presidente se aprueban, tendremos una autocracia sin aura populista, un Poder Judicial sometido al Ejecutivo y a los vaivenes de los grupos políticos, un Legislativo carente de proporcionalidad, una policía totalmente en manos de los militares y una ausencia de organismos autónomos, tanto en las funciones electorales como en las de vigilancia. Si reflexionamos sobre lo que puede ocurrir tras aprobarse estos cambios en la Constitución podemos imaginar que las cosas no serán fáciles. El gigantesco proceso electoral para elegir a muchos centeneres de integrantes del poder judicial seguramente se tendrá que dividir en diferentes elecciones que se prolongarán unos años. Los mecanismos para preparar listas de candidatos y organizar las campañas electorales podrían ser un galimatías incomprensible para la mayoría y resultar en una gran abstención. Y en los entresijos del proceso se colarán los intereses políticos, especialmente los del gobierno. Eliminar la proporcionalidad en el Congreso de un plumazo puede traer una gran falta de legitimidad de los senadores y diputados, que no son precisamente personajes muy respetados a nivel popular. La policía nacional en manos de los militares puede desembocar en una mayor ineficiencia y una gran corrupción, lo que ya se ha visto en la manera como funciona la Guardia Nacional, que está muy lejos de ser un modelo de inteligencia policial. A ello habría que agregar la desaparición de toda clase de organismos autónomos, cuyas funciones serán acaparadas por el gobierno, lo que generará una gran opacidad.

Es posible que el presidente López Obrador no logre en un solo mes que se aprueben todas las reformas, sea por complicaciones técnicas, ineptitud de los diputados, discrepancias internas, falta de habilidad legislativa y a una posible lentitud provocada por el boicot activo de la oposición y por manifestaciones masivas de repudio que bloqueen al Congreso. El tenso proceso podría durar mucho más de un mes, volverse caótico y desembocar en coyunturas críticas ya en el sexenio de Sheinbaum, acentuadas por posibles cambios políticos en nuestro vecino del norte. Como se dice popularmente: se les puede hacer bolas el engrudo.

Además del inconfundible aroma priista de las reformas, hay que observar que liquidarían al mismo populismo del que emanan. Para que puedan ser aplicadas será necesaria una mayor integración del partido oficial con el aparato gubernamental, para intentar frenar los inevitables enfrentamientos y conflictos entre las tribus políticas que lo componen. Posiblemente, López Obrador, desde un supuesto retiro, intervenga para intentar poner orden. El sueño de un partido-movimiento se esfumará. Pero como no vivimos en los tiempos pasados, cuando el priismo lograba disciplinar a las huestes políticas que lo componían, es muy posible que los conflictos se cuelen en el gobierno y ocasionen cierto desorden e, incluso, caos. Podría desencadenarse una putrefacción del sistema político, ya que es imposible que funcione tan bien como a mediados del siglo pasado. Vivimos otra época. Una restauración es imposible. Pongamos nuestra atención en esos procesos de descomposición política que ya han comenzado a ocurrir en lugares como Chiapas y Nuevo León, y que cada uno a su manera genera procesos políticos que parecen una peligrosa ruleta que puede provocar sorpresas no siempre buenas. Si observamos el entorno latinoamericano podremos ver qué clase de sorpresas surgen cuando se descompone el sistema político, como en Argentina, El Salvador y Perú, donde además el viejo sistema de partidos tiende a desmoronarse. La historia de estos tres países está llena de sorpresas extravagantes que nunca fueron previstas. La putrefacción y la descomposición del sistema político podría ser una de las consecuencias de la drástica interrupción de la transición democrática, provocada por López Obrador y que culminaría en el golpe de septiembre.