Franz Kafka representa universalmente la dificultad de hablar de un escritor que es también –ante todo o a la par– un personaje fascinante. El fenómeno estético y editorial que llegó a constituir es sin duda uno de los más impresionantes del siglo XX y aún de lo que llevamos de este, pero estamos frente a un autor que las más de las veces, antes de ser leído, ha sido conocido por su deseo póstumo de que la obra que pergeñó fuera consumida por las llamas.

En este proceso, Kafka ha sido sacrificado en el altar de la Kafkología, según comenta Milan Kundera en su libro Los testamentos traicionados (Tusquets, 1994). Y quien ofició como sumo sacerdote de esa ceremonia sacrificial fue ni más ni menos que Max Brod, gran amigo del tímido autor y, como puede verse, testamentario malquerido por notables críticos. “Imaginemos –escribe Kundera– que el más influyente comentarista de Picasso fuera un pintor que no lograra entender siquiera a los impresionistas. ¿Qué diría de los cuadros de Picasso? Probablemente lo mismo que Brod acerca de las novelas de Kafka: que nos describen los «horribles castigos destinados a los que no siguen el buen camino»”.

¿Qué es la Kafkología? La sustitución de Kafka “por el Kafka kafkologizado”.

Y eso es lo que Kundera le reprocha a Brod, examinar “los libros de Kafka no en el gran contexto de la historia literaria (de la historia de la novela europea), sino casi exclusivamente en el microcontexto biográfico”, que por lo demás él se encargó de moldear a través de su primera y muy famosa biografía del autor de El Castillo, que a kundera le resulta pura hagiografía.

 Así llegó la literatura de Kafka  a Latinoamérica y su familia a México
Así llegó la literatura de Kafka a Latinoamérica y su familia a México

Mucho tiempo antes Walter Benjamin conoció dicha biografía y le resultó igualmente abominable. Comentó de forma muy ácida la lectura religiosa que Brod hacía de Kafka y, de acuerdo con Rainer Stach –el más solvente biógrafo de nuestro autor (Kafka, Acantilado, 2016)–, “la devastadora crítica de Benjamin, apuntaba, sobre todo, al hecho de que Brod no mantenía distancia alguna, imponía a los textos de Kafka una armonía ficticia y, al mismo tiempo, trataba de restar valor a todas las demás lecturas posibles”. De hecho, en la parte final de su resención, Benjamin llega a preguntarse cómo fue posible la relación de Kafka “con esehombre”.

Kundera llega a la misma pregunta y la responde con otro cuestionamiento: “¿Acaso dejamos de querer a nuestro mejor amigo porque tenga la manía de escribir malos versos?” Sin embargo, deja muy bien establecido que “el hombre que escribe malos versos es peligroso en cuanto empieza a publicar la obra de su amigo poeta”. Y puede ser más “peligroso” aún si además lo convierte en Richard Garta, el protagonista de una novela biográfica (la novela País encantado del amor que, efectivamente, Brod escribió).

Lo que resulta inobjetable es que Max Brod se convirtió de algún modo en el primer editor de Kafka, no en el sentido de que haya dirigido y concretado la publicación de sus trabajos, pero sí jugando un papel determinante en esa tarea. No es recordado mayormente como escritor, sino como el desobediente albacea que para fortuna de los lectores de todo el mundo no sólo no quemó la obra de Kafka sino que se dedicó a reunirla y facilitar su difusión. Muchos de quienes conocen esta legendaria acción de salvataje editorial, suponen frecuente e incorrectamente que Brod salvó toda la obra de su amigo, ignorando el hecho de que Kafka publicó su primer libro en 1913 (Betrachtung,“Meditaciones”) y algunos más en los años previos a su muerte ocurrida en 1924.

Las dos notas que Kafka le dejó a Brod, una escrita en 1921 y la otra en las postrimerías de 1922, contenían instrucciones algo contradictorias –aunque siempre autodestructivas– en caso de que el enfermizo Kafka no pudiera ya levantarse de la cama. En la primera le pedía quemar “sin leer” todos sus “diarios, manuscritos, cartas ajenas o propias, dibujos, etc.”; mientras que en la segunda precisaba que, de todo cuanto había escrito, lo único realmente “válido” eran La condena, El fogonero, La metamorfosis, En la colonia penitenciaria, Un médico rural, y el relato Un artista del hambre. Eso “no significa –le aclaraba– que tenga ningún deseo de que se reediten ni de que pasen a la posteridad; al contrario, si desapareciesen por completo, se cumpliría mi verdadero deseo. Pero si alguien quiere conservarlos, que lo haga”. Ahí mismo insistía en que otros textos como los publicados en revistas, así como manuscritos y cartas debían ser arrojados al fuego “sin excepción alguna”. E incluso le pide que los solicite y busque: “todo lo que puedas recuperar de quien lo tenga” (mujeres de una gran relevancia en su vida, principalmente).

El caso de Kafka le recordaba a Borges el de Virgilio, quien también encargó a sus amigos que destruyeran a su muerte La Eneida. “Yo creo –decía el autor de El Aleph– que ni Virgilio ni Kafka querían en realidad que su obra se destruyera. De otro modo, habrían hecho ellos mismos el trabajo. Si yo le encargo la tarea a un amigo, es un modo de decir que no me hago responsable” (Antonio Fernández Ferrer, Borges A/Z, Siruela, 1991). Y Brod confirmó esta hipótesis cuando dijo que no podía seguir tales instrucciones. “El mundo se merecía sus papeles. Si hubiera querido destruirlos, de verdad, se lo hubiera pedido a cualquier otro”. Si bien ese fue su deseo expreso en algún momento, cabe preguntarnos entonces, más bien, ¿cómo fue que el mismo escritor que pidió incinerar sus escritos pudo en algún momento aceptar que fueran publicados? ¿Qué hizo posible que tomara algunos de sus textos, los puliera y decidiera presentarlos a un editor? Y más áun, ¿quién pudo ser el editor de un autor que permanentemente sospechaba que su obra era poco menos que irrelevante?

II

La poca estima en que tenía su trabajo literario no era desde luego una impostura. Tuvo que ser convencido una y otra vez de entregar sus originales a la imprenta; y tuvo, sobre todo, que vencer en igual medida el miedo o la sensación de inutilidad y absurdo que le despertaba el hecho de ser publicado. Eso sucedería cuando Max Brod, convencido de que estaba ante “un genio”, lo ánimo a buscar un editor. “Franz –cuenta Brod– se resistía , a veces más, a veces menos, y a veces nada; no puede decirse fundamentalmente que se resistiera siempre (…) él también sentía por momentos la alegría del éxito literario. Las más de las veces acompañaba a dicha alegría un quieto sonreír” (Max Brod, Kafka, Alianza editorial, 1982). Y esto sin duda se confirma con los textos que ya había pulicado en algunas revistas.

No obstante, nunca podremos estar seguros de que un hombre capaz de decir “por favor considéreme un sueño”; “no me falta nada, sólo me falto a mí mismo”, o más aún, “mi deseo cotidiano es no estar en la tierra”, haya sido capaz de experimentar alguna “alegría del éxito literario”, pero convengamos en que estamos ante un ser y un creador que era sobre todo “una secuencia de paradojas gigantescas”, como advirtió Harold Bloom en Genios(Anagrama, 2005).

Kafka, sentado en primera fila, junto a personal y pacientes del sanatorio Tatranské Matliary, donde estuvo ingresado entre 1920 y 1921. Foto: Kafka Museum
Kafka, sentado en primera fila, junto a personal y pacientes del sanatorio Tatranské Matliary, donde estuvo ingresado entre 1920 y 1921. Foto: Kafka Museum

Así pues, en 1912, durante un viaje camino a Weimar, se detienen en Leipzig y Brod le presenta a Ernst Rowohlt y Kurt Wolff, quienes dirigen la editorial Rowohlt. En sus escritos autobiográficos, Kurt Wolff recuerda ese encuentro sin dejar de asestar otro golpe a la reputación del amigo de Kafka: “que Max Brod me perdone, pues yo sería la última persona en hacer de menos las ganancias nada despreciables que consiguió gracias a su amigo, en vida y después de muerto, pero aquel primer instante me produjo una impresión que jamás se me ha borrado: el empresario presenta a la gran estrella que acaba de descubrir […] ¡Ay como sufría! Callado, torpe, tierno, vulnerable, intimidado como un colegial examinándose del bachillerato, convencido de la imposibilidad de cumplir jamás con las expectativas que los elogios del empresario despertaban”. Al despedirse en aquel primer encuentro, sorprendió a su futuro editor con una expresión inverosímil y desconcertante a partes iguales: “siempre le quedaré más agradecido porque me devuelva mis manuscritos que por su publicación”. (Kurt Wolf, Autores, libros, aventuras. Observaciones y recuerdos de un editor, seguidos de la correspondencia del autor con Franz Kafka, Acantilado, 2010).

Fiel a sus vacilaciones más íntimas, apenas enviado el texto completo de las Meditaciones anotó en su diario el deseo de que la editorial le devolviera sus escritos “para que al menos pueda seguir siendo tan infeliz como antes pero no más”. A pesar de todo, su primer libro verá la luz en el invierno de 1912-1913. En una carta de 1917, Kafka le cuenta a Brod que se vendieron en una liquidación 102 ejemplares de las Meditaciones, “asombrosamente mucho”; pero Wolff aclara que con esa venta estaban muy lejos aún de agotar los 800 ejemplares que se habían impreso cinco años antes.

La sociedad editorial de Rowohlt y Wolff se disolverá en 1913 y este último creará un nuevo sello que llevará su nombre y una colección, Der Jüngste Tag (El día del Juicio) que resultará emblemática para las letras alemanas al publicar, entre otros autores, a Heinrich Mann, Georg Trakl, Karl Kraus o Robert Walser. Dentro de esta colección Wolff publicará en los años siguientes obras como Der Heizer (El Fogonero), Das Urteil (La condena), Die Verwandlung (La metamorfosis), In der Strafkolonie (En la colonia penitenciaria) y Der Landarzt und andere Erzählungen (El médico rural y otros relatos).

Todas estas ediciones constaron, según refiere el propio Wolff, de mil ejemplares y ninguna de ellas fue reeditada mientras Kafka vivía. Por otra parte, la recepción crítica de sus obras fue prácticamente nula o negativa al principio. Incluso alguien como Robert Musil se mostró desconcertado y adverso frente a las Meditaciones. De hecho, según Wolf, “uno de los pocos escritores que ya en vida de Kafka supo ver y valorar la obra en la proporción que merece fue Kurt Tucholski”. Significativamente, Rilke diría en 1922: “no he leído ni una sola línea de este autor que no me haya resultado asombrosa o no me haya tocado en lo más íntimo de mi ser”. Sólo después de su muerte Thomas Man y Herman Hesse (quien lo llamaría el “rey secreto de la lengua alemana”) reconocieron la genialidad de su obra.

Por lo demás, es evidente que Kafka no habría ido más lejos sin un editor como Wolff, cuyo oficio, integridad y finísimo criterio estaban siempre más allá de la vulgar tarea de conseguir y publicar libros exitosos. Su postura era a este respecto intransigente: “Uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer. Los editores de la segunda categoría, es decir, los editores que obedecen ciegamente al gusto del público, no cuentan, ¿verdad que no? Pertenecen a otro ordo, por utilizar ese bonito término católico. Para esa actividad editorial no se requiere ni entusiasmo ni buen gusto. Se proporciona la mercancía que se demanda. Basta con saber, pues, qué surte efecto sobre las glándulas lacrimales o sexuales o las que sean, qué es lo que hace latir más fuerte el corazón de un deportista, qué da más miedo, etcétera.

“Los editores de otro tipo tenemos –aunque, por supuesto, con cierta mesura–voluntad creativa, intentamos entusiasmar a los lectores por aquello que nos parece original, valioso desde un punto de vista poético, progresivo, sin importar si es fácil o difícil de entender. Y eso es válido para la ficción y para la no ficción […] Lo que importa es el esfuerzo, el éxito no es determinante…, von frecuencia es casualidad.

Tal era el linaje de Kurt Wolf como editor. De ahí que no haya podido menos que “sentirse conmovido de inmediato ante la magia de la prosa de Kafka”.

Kafka en la adolescencia, entre 1906-1908. Foto: Kafka Museum
Kafka en la adolescencia, entre 1906-1908. Foto: Kafka Museum

III

Gustav Janouch aporta un interesante testimonio sobre el conflicto publicar / no publicar que se apoderaba todo el tiempo del autor de El Proceso:

“Estaba de visita en el despacho de Franz Kafka cuando llegó por correo un

ejemplar de muestra de su relato En la colonia penitenciaria […]

—Está muy bien editado —comenté—. Una impresión muy elegante. Puede estar satisfecho, doctor Kafka.

—Pues no lo estoy en absoluto —dijo Franz Kafka antes de dejar caer distraídamente el volumen en el cajón y cerrarlo con llave—. Siempre me preocupa que se publique un garabato mío.

—Y entonces, ¿por qué los da a la imprenta?

—¡Ése es el problema! Max Brod, Felix Weltsch, todos mis amigos se apoderan siempre de alguna de las cosas que he escrito y me sorprenden después con el contrato de publicación ya concertado. Como no quiero causarles molestias, al final llegan a publicarse cosas que en realidad sólo son anotaciones o divertimentos totalmente personales. Los comprobantes privados de mis debilidades humanas son publicados e incluso vendidos porque mis amigos, con Max Brod a la cabeza, se han metido entre ceja y ceja convertirlos en literatura y porque yo no poseo fuerza suficiente para destruir estos testimonios de mi soledad.

Al cabo de una breve pausa añadió, con la voz transformada:

—Naturalmente, lo que le acabo de decir no es más que una exageración y una pequeña malicia que me permito para con mis amigos. En realidad, mi degeneración y desvergüenza han llegado a tal extremo que yo mismo he colaborado en la publicación de estas cosas. Para disculpar mi propia debilidad, presento a mi entorno más fuerte de lo que realmente es. Esto, evidentemente, es un engaño. No en vano soy jurista. Por eso no consigo desprenderme de la maldad”.

Kafka en pleno combate contra Kafka. Nuestro autor aconsejó en los Aforismos de Zürau: “En el combate entre tú y el mundo, secunda al mundo”. Pero no dijo nada sobre esa lucha íntima que lo consumía. ¿Por quién tomar partido? Por cierto, de acuerdo con Roberto Calasso, estos Aforismos, numerados y desplegados en delgadas hojas de papel amarillo, son por lo visto un ejemplo (y uno muy especial) de otro proyecto editorial de Kafka: “aun cuando no haya indicio, ni directo ni indirecto, de alusiones hechas por Kafka relativas a la existencia de estos aforismos, prevalece la idea de que hubiese planeado publicarlos, de acuerdo a cómo los había distribuido en esas delgadas hojas”. (Aforismos…, Sexto piso, 2005).

De manera permanente el Kafka escritor rechaza al Kafka público (y piblicado). La mejor clave de esta negación nos la ha brindado quizás Maurice Blanchot cuando apunta que estamos ante un autor que “no sólo es varias personas en una, sino en que cada momento de sí mismo niega a todos los demás, lo exige todo para sí solo y no soporta ni conciliación ni compromiso. El escritor debe responder al mismo tiempo a varias órdenes absolutas y absolutamente diferentes, y su moral está hecha del encuentro y de la oposición de reglas implacablemente hostiles.

Una dice: No escribirás, seguirás siendo nada, guardarás silencio, desconocerás las palabras.

La otra: Conoce sólo las palabras.

—Escribe para no decir nada.

—Escribe para decir algo. (Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka, Fondo de Cultura Económica, 1991).

Ahora bien, independientemente de los deseos póstumos y flamígeros de Kakfa, el destino casi inmediato de su obra fue la invisibilidad, primero, y más tarde el fuego, la destrucción y la censura, algo en lo que estuvieron muy de acuerdo nazis y comunistas en diversos momentos. En ese sentido es directamente profético: su última voluntad coincide paradójicamente con los planes que los regímenes totalitarios tienen para su obra. No es extraña entonces su temática central: “El hombre que está aprisionado por un orden, el hombre contra el Estado, ese fue uno de sus temas preferidos”, tal y como lo supo ver Borges.

Tal vez por eso mismo George Bataille indica que “no murió sin haber expresado antes esta voluntad de apariencia decisiva: era preciso echar al fuego lo que dejaba […] Esas llamas imaginarias ayudan incluso a comprender mejor sus libros: son libros para el fuego, objetos a los que en realidad parece que les falta estar en llamas, que están ahí pero para desaparecer; como si estuvieran ya destruidos”. (George Bataille, La literatura y el mal, Nortesur, Barcelona, 2010).

Explorando el destino político de la obra de Kafka, Bataille encuentra en Michel Carrouges (a quien cita) un aliado bastante desesperanzado pero igualmente lúcido en la tarea de revelarnos por qué Kafka disgusta tanto a los más radicales como extremistas: “Si la actitud de Kafka les resulta odiosa a tantos revolucionarios, no es porque ponga en entredicho explícitamente la burocracia y la justicia burguesa, crítica que ellos hubieran aceptado de buena gana, sino porque pone en entredicho, en realidad, a toda burocracia y a toda seudojusticia […] ¿Desaconseja la rebelión? No más que la preconiza. Constata simplemente el aplastamiento del hombre: que el lector extraiga las consecuencias”.

Por eso Kafka tiene todavía mucho que decirnos sobre lo que fue el siglo XX –con sus horrores, matanzas y atmósferas concentracionarias– y lo que está siendo el XXI, su amnésico descendiente que parece llevar en sus entrañas muchas otras mutaciones que aniquilarán nuestra humanidad, nuevos procesos que nos dejarán en la indefensión, más colonias penitenciarias y omnipotentes e infames burocracias.

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