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En la obra de Alice Munro sobresale la profundidad psicológica, un acercamiento compasivo y despiadado a la vez de vidas en apariencia cotidianas, de personajes que más allá del escenario geográfico o de la época poseen un mundo emocional contradictorio, un mundo interior que adquiere espesura y demuestra por qué por encima del tiempo, el alma y la psique humanas continúan siendo un territorio de permanente perplejidad. No hay verdad que habite en los extremos, y así los personajes de Munro se convierten en prismas de emociones contrapuestas: tedio y ansiedad, deseo de huir y remordimiento por querer hacerlo, resignación y desobediencia conviven a veces en la misma mente; normalidad y atrocidad se sirven muchas veces en el mismo plato.
La escritura de Munro no se plantea grandes rupturas formales, aunque ya elegir el cuento como género literario significa en sí un acto de subversión. Pero es Munro una autora que, con sobriedad al desplegar sus recursos, consigue recombinar elementos dispares que por un lado preservan la tradición, y por otro consiguen calar hondo en los mecanismos de la exploración psicológica moderna (de qué otro modo decir lo que sigue haciéndonos seres humanos obstinadamente insatisfechos), o amplían los alcances del género, por poner dos ejemplos. Porque en los cuentos de Alice Munro el tiempo es una materia importante, y sus relatos pueden ser atisbos de novelas: condensan una semana, un mes o una década en un espacio breve (ella lo ralentiza y de súbito lo echa de nuevo a correr), pero en conjunto funcionan como un universo orgánico, sutil pero orgánico, al mismo tiempo que parecen retratar la naturaleza fragmentaria de la vida. “Veo la vida como piezas separadas que no acaban de encajar entre sí”, ha dicho Munro.
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Tazas y cortinas
A menudo se repara con énfasis en el hecho de que Alice Munro habla de mujeres. Me temo que está afirmación está cargada de sospechas. Resulta curioso que a los escritores no se les inquiera sobre las razones por las que fundan un “universo viril”. Sigue pareciéndome prejuicioso que a una escritora se le cuestione los tópicos sobre los cuales decide hablar. Que Corín Tellado o Elfriede Jelinek hablen de mujeres, la primera ratificando el modelo patriarcal del amor romántico, la segunda poniendo en crisis ese modelo falocéntrico, no debería ser en sí el punto en cuestión. Sigue preguntándosele a las escritoras por qué eligen lo que eligen contar. Hay un menosprecio, en esta acotación, de lo que se denomina “femenino”. Como si antes o después y a pesar del feminismo, la vida doméstica fuera un escenario menor. A ningún escritor que se haya dedicado a explorar las derrotas íntimas del ser humano —pienso en el mismo Chéjov, en Carver, en Cheever—, se les cuestiona que escriban sobre los estallidos emocionales que ocurren en un garage o en una cocina. Los estereotipos literarios han tenido cabida tanto en las obras de escritores como de escritoras. Sólo que a los escritores se les integra en el canon y a las escritoras se les categoriza y, encima de eso, se las cuestiona.
Así que en este sentido la aportación de Munro es doble. Primero, porque no menosprecia el entorno que heredó: a su alrededor había mujeres, y fueron ellas las que quizá le enseñaron a ver de una determinada manera las relaciones afectivas entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, entre hombres y hombres. Sus propias lecturas, las influencias de las que ha hablado, son las grandes narradoras norteamericanas del siglo XX: Katherine Anne Porter, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Carson McCullers.
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Segunda aportación: Munro no hace una apología ni una exaltación de la psique femenina, sino que deja fuera todo tipo de complacencia y se mantiene despiadada a la hora de juzgar el género al que pertenece. Cuando no es elegantemente sarcástica, es cruel con ellas: las mujeres de Munro traen dentro de su cabeza la violenta serenidad a la que las confina su destino: algunas no están donde querrían, aunque tampoco pueden huir a otro sitio, es probable que a veces ni quieran huir o cuando pueden hacerlo terminen por renunciar. Otras más, como ella misma lo hizo, deciden un trayecto u otro, una libertad conquistada o encontrada por equivocación, pero no como heroínas sino padeciendo o confrontando todas esas decisiones. Mujeres que eligen por convicción o por azar, lo que demuestran estos personajes es que los sucesos más corrientes, más triviales, pueden conducirnos a grandes disyuntivas morales que ya bien podemos tomar discreta y tranquilamente, o que podemos ignorar y colocar de nuevo en una alacena.
Es verdad que, como lo afirma Diamela Eltit, la crítica es más severa a la hora de cuestionar a la mujer escritora frente a su discurso literario. Pero no se trata, reitero, de insistir en por qué las escritoras eligen hablar de mujeres o por qué a los escritores no se les pone una cláusula dudosa si hablan de la vida doméstica. Se trata de ver cómo un autor o una autora deciden romper con los estereotipos de cualquier índole, porque un escritor ha de tener una mirada de escalpelo para cortar lo que haya decidido ponernos enfrente, sea una escena política o una bucólica.
Memoria y ficción
Hace algunos años escribí una reseña sobre The View from Castle Rock, que sigue siendo, por empatía estilística, el libro de Munro que prefiero. Es una colección de relatos que, en conjunto, puede leerse como una novela fragmentaria, y que juega, además, con la naturaleza fabuladora de la biografía, porque, aunque Alice Munro se propuso rescatar las historias de su álbum de familia, la escritura bifurcó su inicial cometido y borró las fronteras entre memoria y ficción. Así, la posibilidad de inventar el propio pasado, o saber que esas escenas del pasado pueden tener raíces imaginarias (Munro no lo plantea así pero uno como lector intuye que tanto la materia histórica como la imaginística están imbricadas), se convierte en una misma sustancia, una sustancia espesa, de naturaleza emocional. El espesor emocional que Munro recupera es, por cierto, otra de sus cualidades, otra de sus subversiones, pues vivimos en un momento en que ha triunfado el cinismo, y en el que volver la mirada a las emociones humanas no sólo parece un guiño pasatista, sino un cometido sospechoso o vergonzoso cuyo desprecio tiene más que ver con el pudor que con la supuesta “crítica corrosiva” de la época.
Por eso, a estas resultas resulta reduccionista y torpe seguir usando el término “la Chéjov canadiense”, o “la Chéjov con faldas”, para referirse a Munro: puede sonar bastante peyorativo en vez de halagador, pero entiendo las razones: que Alice Munro elija el cuento como género es una de ellas; que, como el autor ruso, encuentre en los escenarios comunes, en apariencia simples, el eco de las tragedias universales es otra; que así como los jardines eran simbólicos en las narraciones de Chéjov, en Munro los paisajes de su Ontario natal representen físicamente la geografía interior de los seres que lo habitan, con sus valores contradictorios, su belleza hermética, sus limitaciones y sus zonas de peligro, es una razón más.
Contar
Bastante se ha dicho respecto de las cuotas que parece pagar el premio Nobel (cuota de género, cuota política, cuota geográfica) más allá de lo que verdaderamente tendría que importar a la hora de la elección, es decir, la materia literaria. Esta vez se está premiando a un género al que le debemos gran parte de la tradición clásica y que, por razones de mercado editorial, se ha ido quedando en el margen. Construir historias y condensarlas en un puñado de páginas es un homenaje a una apuesta formal de difícil naturaleza pero que a cambio compensa al lector con un placer muy distinto (más parecido al espasmo) que al que se tiene con la novela. El cuento exige minuciosa construcción, exactitud, un trabajo casi arqueológico donde las piezas que faltan son a veces más importantes que las que están, y en la misma medida, un ejercicio de observación que pueda profundizar y complejizar el mundo incluso sobre esa superficie y esa intemperie en la que se convierte un fragmento de tiempo.