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Parecía ver, con la vista de un cartógrafo, aquel
hilo de albercas, ese casi subterráneo arroyo,
que curveaba a través del condado.
«El nadador», John Cheever
El espejo me lo confirmó. ¿Pero quién le va a creer a los espejos? Había encargado un paté a mi exmarido; tenemos una relación cordial y cariñosa. Después de tantos años, no entiendo que la gente olvide que alguna vez estuvieron juntos, muy juntos. Cuando lo conocí, la distancia incluso llegó a provocar una colitis que me hizo volver de un viaje antes de tiempo.
El paté llevaba pistaches y aceitunas. Lo daría para el picoteo inicial de una comida en casa. A nuestras nuevas vidas no las separan muchos kilómetros, además hay una vía rápida reciente: la avenida Río Churubusco, fiel a su origen, se hunde bajo la tierra y llega al barrio de Mixcoac. Lo llaman el Deprimido. Regresaría a casa con el tiempo justo para arreglarme antes de la llegada de los invitados. Él suele ser muy puntual y no dudaba que me estaría esperando casi en la puerta con el molde del paté en las manos. Pero no fue así.
Tuve que tocar el timbre varias veces hasta que por fin abrió la puerta. Lo noté sorprendido, como si hubiera olvidado mi encargo. Sonreía gustoso de mi presencia ahí, pero su aspecto era raro, aunque era difícil saber por qué debido a la parte sombreada de la entrada.
—Pasa —dijo.
—¿Lo tienes listo? —pregunté.
—¿El qué?
—Pues qué va a ser, el paté.
Era un hombre muy responsable, a menos que la edad le estuviera robando memoria.
—¿Querías que comprara un paté? —preguntó confundido.
Había tomado un curso y los preparaba para las reuniones. Se ufanaba del tiempo que le dedicaba a ello y de lo bien que le quedaban. Era una soba, como él decía. Pensé que, en su estilo bromista, una vez que entráramos a la casa, me señalaría la bandeja con el paté en un bloque perfecto. Ya en el vestíbulo de granito de aquella casa que había habitado con su familia, la luz destacó el castaño macizo de su cabellera.
—¿Te pintaste el pelo?
Un barullo lejano ahogó la pregunta, su madre lo llamaba desde la cocina. Pero su madre había muerto varios años atrás. Fue entonces cuando volteé al espejo; mi pelo era espeso y marrón, caía sobre los hombros. Y cuando me miré a los ojos, los enmarcaba una piel tersa y mejillas abultadas.
Saludé a su madre, que me miró incómoda de que yo estuviera ahí, pues pronto comerían y nadie me esperaba. Seguí a mi Futuro Marido, que fue como dijo llamarse en aquella fiesta en la que nos conocimos. Dijo que me tomara algo con él antes de irme y sirvió dos tequilas en el estudio de la tercera planta.
Me hizo gracia el perico en medio del salón, pues comía con gran escándalo unos cacahuates que pelaba como señora inglesa, aunque éstas no acostumbraran nuestros frutos nativos. Me propuso acompañar al grupo de amigos con quien tenía organizado un viaje a la Huasteca en unas semanas. Yo no sabía de nadie que viajara a la Huasteca. Tampoco estaba muy claro para mí que aquél era un lugar con bosques de neblina, nervaduras de ríos y naranjales por todos lados como lo supe después, encantada de despertar a su lado, con deseo, y con el anhelo de permanecer a su lado.
Mi cuerpo latía desbocado dentro del Caribe colorado que manejaba hacia Coyoacán. Cuando salí del Deprimido, el reloj del auto me indicó que difícilmente llegaría antes que mis invitados. En el asiento no llevaba el paté, confirmé decepcionada. Tendría que comprar algo para que botanearan y compensar los minutos de espera mientras me aderezaba. Sonó mi celular.
—¿No ibas a pasar por el paté? —escuché la voz de mi exmarido.
Le dije que había ido y que no lo tenía listo.
—Vas a chocar si hablas cuando manejas —sentenció y colgó el celular, familiarizado con mis pretextos cuando fallaba.
A pesar de que no hubo paté, la cena resultó estupenda. Cuatro parejas, conversación animada, inevitable el tema de cómo estábamos abordando la vejez; nos sentíamos tan jóvenes como los Rolling Stones seguían siendo, mientras su música animaba la sobremesa. Algunos de los invitados se descomponían en los sillones: las papadas y las carnes de la cintura se confundían con los cojines; otros bailamos. Yo no paraba, olvidada de mi hora usual del sueño, y prolongué hasta la madrugada lo que los otros, por cortesía, no se atrevían a romper. Mi amiga me llamó en la mañana para decirme que estaba desconocida, pues yo era la que caía primero. ¿Me había tomado algo que me tenía tan jirita? ¿Tenía un amante y no le había contado? Me reí. Amanecí cansada; las piernas me dolían por exceso de uso. Yo misma estoy sorprendida, le dije. Más tarde le hablé a mi exmarido para decirle que de todos modos iría por el paté. Era una grosería no haberlo recogido después de que él le había dedicado tiempo, además no duraban mucho. Me lo dejaría con el portero, no iba estar en su casa.
Tomé el camino usual, me hundí bajo el cruce de avenidas en el paso subterráneo y la música se dejó de escuchar. El Deprimido había borrado varios semáforos y acortado la distancia entre nuestras casas. Me hizo gracia pensar que, si estuviéramos al comienzo de nuestra relación, esto nos resultaría cómodo. El boquete de luz anunció que emergería pronto a la superficie, y eso alivió mi claustrofobia. No me refiero a una claustrofobia invalidante, sino a una inquietud perturbadora que también me tomaba por asalto en los elevadores de larga duración. Luz del sol, cinco cuadras y debía girar a la derecha cuando un Jetta rojo se pegó tanto a mi auto que casi chocamos. Miré al conductor indignada. Él me sonrió. Un hombre guapo, pelo oscuro y ojos miel. Incliné la cabeza aceptando la disculpa que no me había dado y le hice señas de que necesitaba ir a la derecha, pero él no me lo permitió. Entonces frené, y él hizo lo mismo. Arranqué, él me imitó. Nos tocó el semáforo en rojo y él bajó la ventanilla. Aunque me había hecho pasarme de la calle donde tenía que dar la vuelta, bajé la ventana.
—No te enojes, guapa.
Guapa, mi corazón bombeó recordándome que lo llevaba dentro.
—No me dejas pasar.
—Olvida la prisa —dijo con una coquetería a la que no pude ser indiferente—. ¿A dónde vas?
Vaya insolencia, no le iba a responder que por el paté que había preparado mi exmarido el día anterior para la cena que ya había ocurrido.
—A donde tú quieras —contesté.
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Dejé que tomara la delantera y seguí el auto rojo barniz de uñas, hasta que sus intermitentes me indicaron que estábamos por llegar al destino que él había elegido. Entramos uno detrás de otro al estacionamiento del hotel.
Había tomado mi coche con las manos temblorosas, exhausta, el cuello marcado con un chupetón, los ojos hinchados como si hubiera llorado, la boca de botón, la nariz como el reno de Santa Claus. Lentes oscuros, mascada al cuello y desde el anonimato tomé el Deprimido. Como cuando mis hijas eran pequeñas y entrábamos a un túnel en la carretera, di un largo grito en A sostenida desde el comienzo de la oscuridad hasta la salida a la luz. Llevaba a cuestas una euforia desparpajada.
Le había dicho que me llamaba Teresa, me parecía personaje de canción. Alguien para componerle versos. Teresa me interesa, sobre todo cuando me besa. Él dijo llamarse Raúl. Nunca me había acostado con un Raúl. Ni con muchos otros nombres. Y menos en un encuentro de coche a coche.
Las manos bailoteaban sobre el volante al ritmo de la canción. Sonó entonces mi celular recordándome no sólo el paté, sino que tenía un exmarido y varias décadas encima. Amodorrada, le respondí que había tenido un contratiempo. Iría mañana, lo juraba. Si es que de verdad me conoció en los años en que compartimos la vida, podría reconocer las huellas del sexo en mi voz. “Los hígados no duran para siempre”, añadió con mucha bilis.
Cuando me desperté y vi la retícula de venas moradas rodeando mis piernas como enredaderas, tomé la decisión. Había advertido ya que ir de un lado a otro de aquel desnivel tenía sus consecuencias. Aún tenía el pretexto del paté. Llamé a mi exmarido.
—No lo tires, llego en una hora.
Contestó en monosílabos visiblemente molesto por aquel moler de hígados de pollo, hasta dejarlos tersos y untables.
—Se está poniendo verdoso —me contestó. No supe si se refería a mis piernas.
Aceleré el coche y, como quien se va a dar un chapuzón en un agua de temperatura desconocida, inhalé profundo antes de entrar en el Deprimido. Quise atrapar el momento del cambio, pero uno no se puede detener a medio paso. Está oscuro, no hay manera de mirarse en el espejo para ver si algo está sucediendo con la piel y el color del pelo y manejar a la vez, así que me aferré al volante y me concentré en mis manos. Supuse que la transformación debía operar con mucha sutileza, seguramente pasaba lo que ocurría con el radio: una vez que uno entraba en aquel túnel las ondas se distorsionaban y luego el sonido enmudecía. Sin la mínima noción científica, deduje que tal vez al tiempo le pasaba lo mismo. De todos modos, no sabía qué hacer con esa conjetura, que además dejó de serme importante cuando di la vuelta en la calle que conducía a la casa de mi exmarido.
Busqué un sitio para estacionarme preocupada porque no tenía suficientes monedas para el parquímetro. Parecía que los habían quitado, no vi ninguno. Saludé al conserje, que me sonrió con cierta complicidad insolente y dijo que ya me esperaban. ¿Le habría contado mi exmarido lo del paté? Seguí de frente imaginando que estaría en la puerta con la charola y con una cara larga. Pero fue preciso tocar el timbre y me recibió con una sonrisa y ninguna cana en la barba.
—Perdón —le dije.
—¿De qué?, sólo llegaste tres minutos tarde. Era un maniático de la puntualidad. Me condujo a la parte alta de la casa, donde se podía escuchar música y acompañarse de una cerveza. Charlábamos con las manos entrelazadas. El momento tomó un rumbo muy dulce, que había sido precedido por otras ocasiones de arrumacos durante pequeños viajes a los pueblos alrededor de la ciudad. El flamenco sonaba de fondo con te quiero niña te quiero de Lole y Manuel, del lp que a él le gustaba. De pronto dijo que conmigo sí tendría un hijo. Me quedé sin habla. No había forma más clara de anunciar el amor. Su afirmación acarició y arropó mi corazón. Las palabras de aquel hombre de pelo largo, castaño y con sonrisa traviesa me calaron cuerpo adentro. El amor no era una idea, era una sensación física que alumbraba un cableado profundo. Salí emocionada por un futuro que ese día a esa hora en ese piso alto había aceptado. Un futuro de dos.
Cuando llegué a casa abrí el refrigerador como un autómata, pero no traía el paté al que seguramente le quedaba un día de vida. Me reproché mi torpeza pues había ido a su casa. No había nadie en la mía, hacía tiempo que mis hijas habían hecho su vida. Me tumbé en el sillón de la sala. Yo, que me regodeaba de mi espacio en libertad, sospeché los muros vomitando libros y discos y cuadros y fotos sobre mi cuerpo despojado de voluntad en aquel sillón.
Mi exmarido habló:
—Ya lo tiré a la basura.
Esta vez el lastre de la nostalgia no apagó el brillo del futuro promisorio que se me había ido de las manos. Tenía que encontrar el justo medio entre la que fui y la que ahora era. Podría tener más claridad sobre la fugacidad del tiempo. Replantearme las decisiones. Reír desenfadadamente, quitarme las arañas de venas de las piernas. Bebería la juventud del otro lado del Deprimido para traerla a mi casa vacía, a mi futuro descolocado, a mi falta de imaginación para inventar una vida. Ya no había pretexto para aparecer en la casa de mi exmarido. Imaginé el olor pútrido del paté verdoso y los afanes culinarios desechados.
Cuando me introduje en el Deprimido medí la longitud del trayecto en mi tablero. Ochocientos metros ocultos. Volví a tomarlo de regreso para verificarlo. Di vuelta en U para visualizar lo que había a la mitad. Tuve suerte, un extintor colorado en un nicho que lo incrustaba en el muro era la referencia. Nuevamente vuelta en U y dejar el coche en las calles aledañas. Sólo había una línea blanca donde cabía un pie como frontera entre el arroyo de los coches y el muro del túnel. Crucé hasta el sitio donde los coches entran al desnivel, me zambullí muy pegada a la pared y eché a andar. Un pie delante del otro, como en una viga. Los coches pitaban, algunos insultaban. Disminuían la velocidad, me miraban. Pero no podían detenerse como tampoco yo podía. Tenía un destino fijo. Mis caderas gruesas me despegaban de la pared y no había de dónde asirse más que una voluntad de llegar al punto donde el tiempo de ida y el de vuelta podrían sosegarme. Cuando llegué al punto donde estaba el extintor respiré acallando mi corazón. Había sido mucho el esfuerzo por no perder el equilibrio. Pegué la espalda contra el muro a un lado del extintor y miré el río de luces en aquella penumbra donde el humo teñía de alquitrán las paredes. Extendí los brazos como si de un lado estuviera la que fui y del otro la que estaba siendo y cerré los ojos crucificada por el tiempo. Un auto se amarró. Tal vez pensó que me pensaba arrojar frente a él. Mi exmarido y mi Futuro Marido abrió la portezuela y me dijo que entrara. Le pregunté por el paté. Soltó una carcajada que acompañé hasta que salimos del túnel.