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A Geney Beltrán lo ha marcado la figura de Gilberto Owen desde la adolescencia, una etapa de vida definida por el descubrimiento. Así fue. En días en los que indagaba entre los pasillos de una biblioteca pública en Culiacán —que lleva por nombre el del poeta sinaloense—, descubrió un premio en el que a futuro habrá de figurar; y no sólo eso: fue consciente de que ser de Sinaloa —lugar donde creció— y ser un escritor no eran condiciones adversas dentro el panorama literario, con autores de procedencias marcadas. En esa biblioteca, además, nació su vocación. Era 1989.
Treinta y cinco años después, Geney Beltrán Félix (Tamazula, 1976) ha recibido el Premio Gilberto Owen en la categoría de cuento por su libro Mala estrella, otorgado por el Instituto Sinaloense de Cultura, que consta de un incentivo económico y la posibilidad de coeditar el material. A decir del autor, esta obra inédita refleja el desasosiego en la sociedad mexicana producto de la violencia. Los relatos galardonados, construidos durante la pandemia, le siguen la pista a los siete cuentos del volumen No nos vamos a morir mañana, publicado este año por la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde Geney explora la paranoia, los fracasos, la pesadilla y los extravíos determinados por ese fenómeno.
Los personajes de No nos vamos a morir mañana se desplazan por terrenos inestables, ven vivir a sus pares, habitantes de la ciudad, hechos violentos que amenazan también su existencia, jóvenes que se enfrentan al fracaso escolar, hombres y mujeres que sufren el desamor, y que al mismo tiempo parecen fluir en un estado onírico cercado por la pesadilla, un tema de interés para Geney.
Lee también: Lo rudo es vivir; reseña de "No nos vamos a morir mañana" de Geney Beltrán
El coordinador ejecutivo de la Casa Estudio Cien años de soledad de la Fundación para las Letras Mexicanas conversa sobre la condición anfibia de sus historias que en un primer momento están abiertas a tomar cualquier camino: cuentos que escondan una novela en los “itinerarios paralelos de sus personajes” o que renuncien a las premisas clásicas en un afán de comunicar el terror con una precisión quimérica; también reflexiona sobre su papel y cariz como tallerista, sobre la influencia de Owen y los Contemporáneos en una estructura cultural hoy amenazada por la pauperización.
¿Cómo surgen estas historias ligadas con la violencia, que provocan estados de crisis, pánico y extravíos, el pan de cada día de la Ciudad como México?
Surgen de ese enfrentamiento entre el pasado y el presente, de la experiencia paranoica de vivir la Ciudad de México, del saberme que no soy vecino de la ciudad, no puedo pretender tener una condición de fuereño. Cumplí 30 años aquí. Y lo que ocurre es que la Ciudad de México jamás es tu ciudad, es reacia a un sentimiento de pertenencia, tiene una condición monstruosa, hay muchas regiones que no son tuyas porque son lugares donde no has hecho tu vida, y también es una ciudad mutable: la ciudad en la que vives ahora no es la misma en la que viviste tu infancia, y eso te provoca la sensación de ser un fuereño en el tiempo. No hay manera de asumir ese sentido de pertenencia porque es demasiado grande y porque es proteica. El hecho de estar en la ciudad con la sensación de que no eres bienvenido y que en cualquier momento te puede mostrar una cara desconocida, es lo que está detrás de un presente hostil, un presente que se disuelve, una ciudad que puede dejar de existir en cualquier momento.
La pesadilla parece deambular por las historias. En El Hombre que fue jueves, de G.K. Chesterton, la pesadilla agudiza la percepción de la realidad. ¿Cuál es tu preocupación sobre lo onírico?
Hay un verso de La vida es sueño de Calderón de la Barca que dice: “Todos los que viven, sueñan”; es una condición universal. La cuestión es que creemos tener total certeza de cuándo soñamos y cuándo estamos despiertos. Una de las cosas que cuestiona La vida es sueño es lo equivocado que estás cuando crees estar despierto y cuando crees estar soñando. La Ciudad de México tiene mucho de esa condición preapocalíptica, sentir que estás en una realidad que se nos fue de las manos a todos, que puede asomarse a la naturaleza de una pesadilla pero que tiene toda la contundencia de lo real; pero hay algo más —que me he planteado en este libro—, y que he tratado de llamar jocosamente el “realismo supersticioso”. Aprendí mucho de los narradores realistas del siglo XIX sobre la búsqueda de la precisión, de la particularización que provoca intuir qué podría ser real, y eso se finca en la solidez de nuestros sentidos, pero hay una parcela enorme de la vida que no ocurre en la realidad, unas cosas son las pesadillas mientras uno duerme, pero también está la paranoia, esa imposibilidad de estar con los pies en el presente y convertir tu cabeza en una máquina de futuros. Quiero que quien lea el libro experimente ese temor de vivir en una atmósfera de miedo y que, aun siendo quimérico, se traslade con precisión.
Hay pesadillas que he tenido que no entiendo de que asideros con lo real se desprenden
Geney Beltrán Félix, escritor
Hay quien dice que el sueño es una forma de escapismo, ¿la pesadilla o paranoia no será lo contrario?, ¿qué esconden?
Yo tengo una vida onírica muy nutrida y por lo tanto inquietante. Quizá podría ser objeto de estudio en un laboratorio. Lo bueno es que a veces no recuerdo lo que sueño, pero hay rachas en las que recuerdo todo, e incluso despierto de una pesadilla en la que estaban por matarme. Pensar que las pesadillas son producto de lo que nuestro inconsciente por las preocupaciones que tuvimos los días anteriores me parece limitado, porque hay pesadillas que he tenido que no entiendo de que asideros con lo real se desprenden; en algún momento pensé que era una idea originalísima y luego vi las películas de El hombre araña sobre el multiverso (ríe). El sueño puede ser un umbral para percibir existencias paralelas, no sé si nuestras o sencillamente que conectamos con lo que viven personas en otro lado, cosas que transmutamos metafóricamente, que no soñamos tal cual ellos viven, por eso pueden ocurrir cosas absurdas.
Eso me trae a la mente a Milorad Pavic, que escribió el Diccionario Jázaro, y que tiene un libro (Pieza única, una novela delta) en donde un detective va deshilvanando una serie de asesinatos y descubre que los sueños son situaciones del futuro que no podremos vivir porque moriremos antes, y por eso las soñamos.
Exactamente. Siguiendo esa premisa de la verdad de los sueños, me parece muy probable —no lo puedo afirmar— que no son desahogos, sino que son una vía de conocimiento para otras realidades y que la ciencia aún no ha demostrado que existe, pero tampoco ha demostrado lo contrario. Lo que me cuestiono es que en nuestro inconsciente probablemente está todo ese magma de nuestras pulsiones tanto las más felices, las eróticas, las que nos funden con el universo, como las fanáticas, las de muerte, las que implican destrucción, todo eso es primitivo y animal que se activa durante las pesadillas. En muchas de mis pesadillas hay una lógica del ataque o la huida, que es la respuesta del reptil, es la primera etapa en el desarrollo de nuestro cerebro, y es cuando estás en modo supervivencia, por lo que cuando despertamos sentimos que nos salvamos de naufragar. Creí entrever que había una relación entre las historias, que había una novela escondida ahí, y que era como si se soñaran, pero no lo quise hacer explícito porque sería algo sacado de la manga; pero sí se desprenden de una preocupación. En este libro me interesaba expresar esa superstición de la verdad de los sueños como un umbral por el que se entra a un conocimiento de otras realidades que pueden traer algún mensaje cifrado.
¿Por qué dejar entrever el amor y el desamor entre estas historias devastadoras?
Lamentablemente el amor es inevitable, no va a desaparecer ni cuando estemos a punto de extinguirnos, por una razón concreta: cuando estamos en el vientre de la madre hay una situación de amor, es una fusión, un sólo ser con dos sensibilidades. La biología, en la mayoría de los casos, implica protección. Ese momento genésico de nuestro ser nos condena querer regresar a ese instante de fusión absoluta con otro ser y vamos por la vida buscando con quién recrear ese paraíso primordial que no recordamos conscientemente, pero que nos lleva a conductas patológicas en el amor buscando quién nos destruya o nos haga pedazos. Y en otras ocasiones, podemos encontrar la felicidad verdadera, aunque sea efímera. Por esa razón, cuando perdemos el amor, es como si nos expulsara de ese paraíso mucho antes de estar listo, y lo que ocurre para este segundo alumbramiento es que, para el amor, no queremos estar listos nunca.
Lo que me abrió Owen fue la sospecha de que se podía hacer literatura que trascendiera las épocas
Geney Beltrán Félix, coordinador ejecutivo de la Casa Estudio Cien años de soledad
¿Cómo recibiste la noticia del Premio Gilberto Owen por el libro de relatos Mala estrella?
Estas historias premiadas son más recientes, se escribieron durante la pandemia, ya tenía terminado No nos vamos a morir mañana. Creo que el Premio Gilberto Owen fue el primero que supe que existía en el mundo, sabía que existía el Premio Nobel, pero no pensaba en escala planetaria porque lo convocan en Culiacán y yo vivía ahí, estaba en la secundaria cuando vi que la institución que convoca al premio publicó el libro de poesía A la manera del viejo escarabajo de Eduardo Langagne, y lo leí. Descubrí la poesía de Langagne y, al mismo tiempo, supe del Premio Gilberto Owen. La biblioteca pública que visitaba y que fue importante para mi formación también lleva el nombre de Gilberto Owen. Intenté escribir poesía a los 14 años, como todos los jóvenes, pero pronto entendí que lo que más me interesaban eran las historias; yo si quisiera tener una tarjeta de presentación que diga “Contador de historias”. Lo que me abrió Owen fue la sospecha de que se podía hacer literatura que trascendiera las épocas y que te leyeran las futuras generaciones. No leía literatura contemporánea porque en la biblioteca estaban las colecciones Sepan cuantos de la editorial Porrúa y Austral de Espasa Calpe, y los autores más recientes eran los del Boom, pero yo los leía como si estuvieran muertos, no asociaba que García Márquez vivía en la Ciudad de México ni que Vargas Llosa anduviera por aquí por allá. Hace como dos años releí a Owen con otros ojos y lo único que le recrimino es que le dedicó un verso muy bonito a Mazatlán, pero no hizo lo mismo con Culiacán. “El amarillo amargo mar de Mazatlán”.
¿Qué puede enseñar la vida y obra de Owen hoy?
Es una historia también heroica la de Owen y sus compañeros del grupo del Archipiélago de las soledades, porque hoy día los escritores gozamos de bastantes cosas a favor, quizá disminuidas un poco, pero creo que la sociedad mexicana sabe que hay un lugar para los artistas, y por lo menos la sociedad mexicana del siglo XX construyó todo un sistema tanto de infraestructura cultural como de mecenazgo, lo que faltó fue crear un público, favorecer la educación artística de la población, es cierto, es invaluable que existen centros culturales, museos, escuelas de arte; el hecho de que ha habido estímulos para los artistas ha ayudado a tener un momento de efervescencia en la cultura mexicana, y los Contemporáneos tuvieron que arar en despoblado y enfrentaron muchísima hostilidad por el hecho de que no querían asumir el credo revolucionario, o el credo del nacionalismo que venía de Vasconcelos y la SEP. Son artistas solitarios que defienden la labor del artista por sí misma, no porque tenga un valor añadido de carácter social o político-histórico o religioso.
Esa concepción de la educación artística, más allá de tocar la flauta en la secundaria, es construir ciudadanos sensibles y necesitar el arte
Geney Beltrán Félix, autor de "No nos vamos a morir mañana"
Siendo artista, ¿cuál es tu posición sobre esa estructura cultural que ha recibido varios golpes?
La visión de Vasconcelos era que la difusión de la cultura era una forma de educar al pueblo de México, no sólo se trataba de alfabetizar o enseñar ciencias y matemáticas, sino que el conocimiento del patrimonio cultural debía estar al alcance de todo mundo. Si bien es cierto que se construyó esa infraestructura cultural, estuvo centralizada, tanto aquí en Ciudad de México como en algunas regiones o capitales de los estados, nunca fue una operación de alcance nacional. Y respecto al segundo rubro, al mecenazgo estatal, operó de manera no oficial con esto de que había escritores en la Secretaría de Educación o que iban de agregados culturales de parte de Relaciones Exteriores, y se institucionalizó sobre todo con el Fonca, con el Conaculta a principios de los 90. Han sido polémicas, sí, si nos centramos en las becas, pero es el tipo de buenos problemas, es decir, es bueno que se discuta, porque sería peor si no existiera el mecenazgo estatal, entonces soy partidario de que lo que se requiere es reformar lo que se tenga que reformar para que haya más justicia, que sea algo que favorezca y potencie el desarrollo de artistas de diferentes generaciones. En 2020 y 2021, lo que echo de menos es esa concepción de la educación artística, más allá de tocar la flauta en la secundaria, es construir ciudadanos sensibles y necesitar el arte, algo que lamentablemente no se ha planteado con un alcance nacional, porque debería tener una relación con el sistema educativo, y ese es un monstruo de mil cabezas.
¿Y respecto a la condición en la que está el gremio cultural?
La vulnerabilidad que tiene la comunidad artística en México en estos momentos es que, si se adelgaza el problema del mecenazgo y no se le da mantenimiento a la infraestructura cultural, y peor aún, no se construye más infraestructura donde no la hay, nos enfrentamos a una sociedad que parece estar sorda a las creaciones artísticas de nuestra generación. Habrá quien diga: yo leo a Paz, yo leo a Rulfo, pero no me interesa lo que escriba Fulano de tal que tiene 40 años, esa es la condición de vulnerabilidad, que si se plantea lanzar a los artistas al mercado y ver quién sobrevive, estamos condenando la cultura mexicana la uniformidad, a la pobreza, porque no habría riesgo, sólo se estaría produciendo aquello que tiene una relevancia comercial. El otro gran problema es que el poder desconfía del gremio artístico, sea de cualquiera signo: si hay una deriva autocrática, tanto como ocurre con el gremio científico, la comunidad cultural puede enfrentar la pauperización como una medida de presión para acallar el temple crítico que suele tener la producción artística, aunque yo creo que el deber del artista no es ser una conciencia política o un bajo firmante de todos los desplegados, sino crear un arte como el que no se haya hecho. Es algo que se justifica por sí solo, y es un legado para siglos venideros, el artista raramente produce, desde las entrañas, para su época.
Mientras uno escribe, siempre se transforma, mientras más se cuestiona y se despersonaliza
Geney Beltrán Félix, Premio Gilberto Owen
¿Hay una equivalencia entre el creador y el tallerista, cómo trabajan ambas fuerzas cuando se está creando una obra o se está dando un taller?
Me recompensa dar talleres. No es mecánico, no es una clase, cada sesión es una experiencia distinta porque implica conocer lo que escriben personas diferentes, incluso, si sigo procesos, es claro cómo evoluciona el desarrollo de cada persona que tallereo. Las obras son seres vivos, los que estamos escribiendo buscamos esa vitalidad y por eso se tiene que tratar con sensibilidad. Yo no creo que un maestro deba producir clones de sí mismo, obligando a sus alumnos a escribir idénticos. Me interesa mucho los fundamentos de la ficción, pero no me interesa crear teorías ni apotegmas, más bien examinar cómo se mueve la imaginación de cada uno, hay una característica que une a los temples literarios: es la compulsión, es algo que no es racional, que viene de las vísceras, un resorte que no se puede desoír, e implica la necesidad de contar una historia, y en esa historia late algo: un ser vivo. Es un proceso largo, pero lo más importante es que mientras uno escribe, siempre se transforma, mientras más se cuestiona y se despersonaliza tratando de hallar hechos que resuenen en personajes, uno acepta el movimiento interior, y por esos son episodios donde uno es vulnerable.
¿Cómo comparte Geney sus fundamentos literarios?
Estoy en contra de la pedagogía dura y grosera de insultar o de sobajar. Decía André Gide que había que desestimular a los escritores jóvenes, porque los que sí van a escribir, lo harán a pesar de que los regañes o sobajes; pero incluso si no los regañas, van a dejar de escribir los que no quieran ser escritores, sirve del otro lado. Esa lógica agresiva es más bien la justificación de la violencia, un impulso que todos traemos, un pequeño psicópata dentro. Lo que a mí me interesa es la estructura, la lógica de cómo se da una construcción dramática de los personajes… ahí es donde a veces la hago del abogado del diablo en el sentido de hacer preguntas a conocer mejor a sus personajes, estar atentos a registrar los abismos de ellos, las zonas sórdidas, todo aquello que nos resulta vergonzante porque lo tenemos nosotros, y si lo exhibimos en los personajes, pensamos que los demás creerá que hablamos de nosotros. Estás escribiendo un libro, tienes que pensar que te queda un año de vida, tienes que lanzar todo ahí. Que cada uno se cuestione: cómo surge su imaginación, qué la alimenta, lo que los imanta hacia determinadas historias.