En 2001, la narradora francesa Delphine de Vigan publicó Días sin hambre (traducción de Javier Albiñana, Anagrama, 2024), una novela cuyo tema central aborda el problema de la anorexia que padece Laure, la protagonista. Se trata de una obra con referencias autobiográficas que logra suscitar la empatía del lector al exponer el drama de una joven enferma, situada en el umbral de la muerte.

La anorexia nerviosa suele definirse como un trastorno alimenticio caracterizado por una preocupación excesiva por el peso corporal, lo que lleva a evitar la ingesta de alimentos hasta llegar al extremo de la inanición. Las pacientes con este padecimiento suelen obsesionarse con los números de la báscula, presentan cuadros de desnutrición severa y adoptan una apariencia cadavérica, símbolo e insulto a una sociedad que privilegia el placer visual de los cuerpos.

En este contexto, Laure, una joven de 19 años, ingresa a un hospital parisino con tan solo 36 kilos de peso y una estatura de 1.75 metros. Lleva en el estómago una última pulsión o espasmo que le provoca vómitos imaginarios, pues, en realidad, los jugos gástricos devoran los restos de su carne. Es incapaz de mantenerse de pie o sentarse, ya que los filos de sus huesos le rasgan la piel.

Laure asume la apariencia de un faquir hindú debido a una serie de traumas emocionales vinculados con la locura de su madre, quien frecuenta un hospital psiquiátrico y permanece recluida en él durante largos períodos, y con la violencia de su padre, un hombre grosero y alcohólico que se embriaga por las noches e impide que ella y su hermana menor puedan dormir. A este cuadro de horror se suma la obligatoria ingesta de carnes rojas y la presencia avinagrada de la madrastra.

Sin embargo, a pesar de su grave deterioro físico y emocional, Laure parece suspender su “apetito de muerte” y acude al hospital, donde es atendida por el doctor Brunel, un hombre equilibrado que la seduce con el timbre de su voz y la calidez de su trato. Él le salva la vida, y ella le transfiere los deseos de un alma que aún busca aferrarse a un cuerpo famélico.

La experiencia de Laure, alter ego de Delphine de Vigan, es un ejemplo de resiliencia, ya que, a lo largo del texto, se observa el progreso de una criatura indefensa que, poco a poco, adquiere confianza en sí misma, nutre su cuerpo con alimentos terrestres, mediante una máquina conectada a una sonda, y recupera el deseo de vivir gracias al apoyo de sus compañeras de piso y la presencia benéfica del médico, quien le recuerda que en la vida no todo se puede resolver en soledad.

Días sin hambre también es una novela de aprendizaje, ya que Laure enriquece su perspectiva del mundo, fortalece su inteligencia emocional, enfrenta su enfermedad, acepta la ayuda que se le ofrece y refuerza su identidad y arraigo en una sociedad que, si bien no es la mejor, es la única que tenemos.

Desde el punto de vista estructural, la novela está narrada en tercera persona con una historia lineal que, no obstante, recurre a retrospecciones para viajar al pasado a través de los recuerdos de Laure y esclarecer los traumas del presente. Esta obra es más que un documento psicológico, ya que trasciende el testimonio biográfico para convertirse en una experiencia narrativa íntima y envolvente, capaz de revelar la lucha por la vida, mediante la singularización del cuerpo como símbolo de nuestra existencia.

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